Quantcast
Channel: Álvaro Corazón Rural – Jot Down Cultural Magazine
Viewing all 403 articles
Browse latest View live

Y el mejor cuento de Navidad ha sido… Tangerine, pero no es para niños

$
0
0
Imagen: Duplass Brothers Productions.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Los viejos rockeros nunca mueren, dice el dicho, pero dan mucho mal, añadía un lúcido maño que conocí hace años. En esta categoría, la de batallitas de viejos rockeros, podríamos meter las historias de Marianne Faithfull, ya saben, la pobre niña rica que se lío con Mick Jagger, le puso los cuernos con Keith Richards, tuvo y tiene una interesante carrera musical, pero en un momento de su vida sufrió el típico descenso a los infiernos por culpa de su adicción a la heroína. Sus historietas llevan años circulando, especialmente desde que declarara que su camello se cargó a Jim Morrison por error.

Sus anécdotas tienen más o menos interés según profeses esta religión, la del rock, que a veces se distingue muy poco de las organizadas tradicionales, pero en una ocasión concreta sí dijo algo muy interesante para cualquiera. Al menos a mí me lo pareció y nunca lo he olvidado. Marianne habló de que cuando más tirada estaba en las calles de Londres, cuando convivía con otros yonquis en la peor situación imaginable, pudo comprobar que entre algunos de ellos existían gestos de generosidad de tales proporciones que le devolvían la fe en el género humano. Luego, una vez rehabilitada, nunca había vuelto a ver nada igual.

Los protagonistas de la película Tangerine (Sean Baker, Estados Unidos, 2015) no son yonquis, pero sí que se encuentran en una situación igual de peligrosa. Son personas transexuales que se prostituyen por las calles de Los Ángeles. La historia comienza cuando una de ellas, de nombre Sin-Dee Rella, sale de la cárcel el día de Nochebuena y quiere reencontrarse con su novio, un traficante de baja estofa, en lo que será un bello e instructivo cuento de Navidad que parte de la misma premisa que contaba Marianne Faithfull: entre los que se encuentran más denostados por la sociedad y en situaciones límite, puede hallarse, en muchos gestos, lo mejor del ser humano. Una bondad imposible de alcanzar desde el confort.

Casualmente, Sin-Dee Rella está interpretada por una actriz transgénero que en su día también fue prostituta, Kitana «Kiki» Rodríguez. Lo mismo que su mejor amiga en la pantalla, Mya Taylor, también transgénero e igualmente con un pasado haciendo la calle. Ambas introdujeron al director en el ambiente, que desconocía, para que pudiera escribir el guion. Al final, Baker se dejó de elucubraciones y escribió un texto para ellas.

«Yo era una puta (“ho”, en slang), pero hay una diferencia entre ser una puta y una prostituta. Una prostituta tiene un chulo», ha confesado esta actriz sobrevenida, Mya Taylor, en el Washington Post. Tiene veinticuatro años.

Criada por sus abuelos, que la expulsaron de casa por ser transgénero, se vio sola en la calle con dieciocho años. Intentó buscar trabajo desesperadamente. Echó doscientas solicitudes de empleo en un mes y llegó a hacer veinte entrevistas, pero nadie la contrató: «Estaba decidida a conseguir un trabajo porque, sentada en la parada del autobús, veía a todo el mundo ir a su curro con buenos coches, o yendo a su casa con sus familias, y yo estaba ahí diciéndome a mí misma: yo quiero eso (…) No pensé que algo así pudiera ocurrirme. Siempre pensé, y es muy triste, que cualquier cosa que te propongas la terminarás consiguiendo, pero la experiencia me ha demostrado que estaba equivocada, porque hice todo lo que pude para conseguir un trabajo».

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Para sobrevivir se vio abocada como tantas otras a la por lo visto célebre esquina entre Santa Monica Boulevard y Highland Avenue en Los Ángeles. «Parecerme, me parezco a Mya Taylor, pero en mi carné de identidad dice algo completamente diferente. Cuesta más de cuatrocientos dólares cambiar el nombre y el género, estando en la calle no me lo podía permitir», explicó al Guardian.

Con el éxito inmediato cosechado por la película, Mya ha saltado de la rúe a las alfombras rojas. Los periodistas le han preguntado frecuentemente por su antigua situación, especialmente sobre si la legalización de la prostitución serviría para que las que la ejercen puedan denunciar las agresiones, robos y todo tipo de injusticias que sufren de forma rutinaria. Es una de las escenas de la película más elocuentes. Un cliente intenta no pagar un servicio y la policía que se encuentra la pelea, si actúa, tiene que llevárselos a los dos, y si no, separarlos, de modo que el cabrón se sale con la suya. Perder o perder.

«Absolutamente», contestó a Mya a la pregunta sobre si la legalización resolvería estos problemas. Pero añadió que no le gustaba que le planteasen esas cuestiones, porque parecería, explicó, que con su opinión daba a entender que aprobaba esa forma de vida, la de hacer la calle, y no: «No apruebo la prostitución, de verdad que no, porque es peligrosa, pero a veces tienes que hacer lo que tienes que hacer».

Además, tampoco se mostraba muy convencida en el fondo, confesó, de que una serie de medidas políticas pudieran cambiar la situación: «La gente es asquerosa, eso es todo, lo único que serviría de algo es que la gente aprendiera a respetar a todo el mundo. La gente siempre será gente, no importa cuántas leyes o legislaciones o lo que sea publicado donde sea ¿sabes? —se ríe— siempre será lo mismo».

El caso es que ahora Mya no puede coger un avión sin que le pare la gente en el aeropuerto. Incluso ha visitado la Casa Blanca y su productora ha iniciado una campaña para que sea la primera actriz transgénero que es nominada a un Óscar. Y todo porque Sean Baker se la encontró en la calle. Venía del LGBT Center de Los Ángeles buscando información, que está al lado de esa famosa esquina, y allí se la encontró rodeada de un grupo de amigos. Vio en ella algo especial, «un aura», ha dicho en Vogue, y se fue hacia ella directo. «Tuve suerte porque me dijo que ahora estaba centrada en iniciar una carrera musical, pero que no tendría problema en hacer una incursión en el mundo de la actuación».

Poco después quedaron en un restaurante de comida rápida para que ella le pasara información sobre cómo era la vida en esa esquina, el día a día, anécdotas y experiencias para escribir el guion. Pero ahí el director se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era escribirlo para ella. Lo notó especialmente el día en que Mya se llevó a su amiga Kiki, la otra protagonista de la cinta, y las vio a las dos contando todos los cotilleos del barrio: «Eran muy distintas, pero también se complementaban. Eran muy divertidas juntas. Una completaba las frases de la otra (…) Pensé: voy a escribir el guion para ellas dos porque son un dúo dinámico». Así nació la historia.

El otro personaje que completa la trama de Tangerine, que hay que subrayar que es descacharrante por si alguien aún no lo intuye, es Karren Karagulian, un amigo del director, al que hizo debutar en una de sus primeras películas, Take Out, y ahora no falta en ninguna. Karren es armenio y hace de taxista, vaya, armenio, que, pues oye, le gusta contratar los servicios de las prostitutas transexuales. Este personaje deja hermosas y bucólicas escenas para la posteridad, como un encuentro sexual en un lavacoches, y también un desencuentro, cuando por error sube al taxi a una prostituta que es una mujer biológica. Unos minutos de confusión que harán descojonarse vivamente a los muy cafeteros en materia tranny, shemale y demás.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

No obstante, según publicó el New York Times, Karren ha sido muy cruelmente criticado por algunos miembros de la comunidad armenia americana al poner en duda la rabiosa heterosexualidad de este pueblo con su papel. Lo mismo que en su día publicamos que Armenia es un país apasionante, también es preciso señalar ahora que sufre un grave problema de homofobia. Por cierto, que el papel de su suegra está Alla Tumanyan, superestrella soviética y una de las actrices armenias más reconocidas en su país.

Es de suponer que los armenios que protestaron quedarían encantados con su trabajo en la anterior película de Baker, Starlet, donde hacía de magnate del porno a un paso del proxenetismo que contrataba a la protagonista de la película, Dree Hemingway, actriz biznieta del Nobel, para rodar un polvo que no se insinúa precisamente (aunque se hizo con una doble). Mucho sexo, sí, pero era también una historia de amistad, esta vez entre una joven actriz porno y una anciana. Una mujer de vida errante y otra solitaria, abandonada. No estaba nada mal, aunque quizá careciese de la profundidad que ahora no se echa en falta en un cuento de Navidad sobre prostitutas callejeras.

No obstante, por lo que sí que destacaba Starlet era por su precariedad de medios y el resultado final. Se rodó con una cámara digital Sony con una lente para darle un efecto scope, el formato típico de los años setenta, y doscientos treinta y cinco mil dólares. Ahora la «modestia» ha sido todavía mayor. Tangerine se ha filmado con tres iPhone 5 y cien mil dólares. «El presupuesto de Tagenrine te lo gastas en dar de comer un día a todo el equipo de Guardianes de la Galaxia», dijo Mark Duplass, productor ejecutivo de la película —y también director junto a su hermano de Togetherness, una de las últimas y recomendables sit-coms de HBO—. Tangerine no es la única película que se ha rodado en un iPhone, pero sí va a ser la más famosa. Ese detalle técnico sirvió de campaña viral ya antes de su estreno. Está todo Google perdido de titulares con noticia de un párrafo sobre este detalle, que la película se rodó con un teléfono, obviando todo lo demás.

¿Y saben en quién se inspiró Sean Baker para trabajar así? Sí, en la bicha, en el ínclito: En Lars Von Trier y su Dogma 95, especialmente, en Los idiotas. Aunque la idea en concreto la sacó de una serie de cortos que vio en Vimeo rodados con el teléfono de Apple y Kickstarter, un adaptador que se coloca en la lente del iPhone para lograr un efecto más cinematográfico. «Te quedaba como los wésterns de Sergio Leone», declaró al New York Times el director. Hasta hay algunas escenas en las que necesitaba grabar en movimiento que rodó colocando el teléfono en el manillar de su bicicleta y dando pedales: «Me sentía como que volvía a tener doce años, cuando rodaba mis primeras películas en VHS en Nueva Jersey».

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Aunque si hubiese que buscar un antecedente para la propuesta Baker, antes que al controvertido movimiento Dogma, sus películas, en especial esta última, Tangerine, recuerdan más a Keep cool, el respiro que se tomó el chino Zhang Yimou entre sus dramones. También cámara al hombro, como el danés, pero lejos de sus ambiciosos proyectos, lo de Yimou era una comedia negra, mitad comedia romántica, con un bonito mensaje sobre la amistad al final. Las dos últimas películas de Baker, una con ese nuevo gremio de adolescentes que se dedican al porno como pretexto, la otra con personas transexuales que se prostituyen en una esquina en esa perra ciudad que es Los Ángeles, vienen a estar cortadas por el mismo patrón.

Por otro lado, Tangerine no ha sido la única película de 2015 en contar con transgénero en un papel protagonista. En Boy meets girl, de Eric Schaeffer, la protagonista es Michelle Hendley, actriz que, cuando solo era una adolescente con disforia de sexo, colgó en un YouTube su trasformación en mujer antes y después del tratamiento y una operación.

La película no es una obra maestra de la cinematografía universal, pero es ahí donde reside su encanto. Al ser un melodrama con inconfundible aroma a sobremesa de Antena 3, el enredo sexual que se monta en ese pequeño pueblo de Kentucky es bastante gracioso. Tal vez humor involuntario, pero si te gustan Almodóvar o Fassbinder, en la simplicidad de Boy meets girl verás descaro y en el melodrama, la revolución.

Entretanto, Caitlyn Jenner, antes Bruce Jenner, padrastro de las Kardashians que recientemente tomó la decisión de cambiarse de sexo a los sesenta y cinco años, ha organizado una proyección de Tangerine en su casa para los miembros de la Academia. La productora y la comunidad trans está dándolo todo para que Mya opte a la estatuilla, con todo lo que eso podrá suponer en cuanto a visibilidad. Esta oleada publicitaria no tardará en llegar a España, aunque en la promoción europea nos hemos quedado sin conocer a la coprotagonista Kitana «Kiki» Rodríguez. Cuando el equipo fue a Londres a promocionar la película, ella no pudo conseguir un pasaporte para salir de Estados Unidos. Su familia no conservaba ninguna documentación previa a su cambio de sexo. Es una sin papeles en su propio país. Como dijo la prensa británica: con su ausencia, no puede haber mayor demostración de la situación de marginalidad que sufren las personas con disforia sexual.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

Imagen: Duplass Brothers Productions.

La entrada Y el mejor cuento de Navidad ha sido… Tangerine, pero no es para niños aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.


Mamá, papá… necesito cambiar de sexo

$
0
0
Growing up trans. Imagen: PBS/Canal+.

Growing up trans. Imagen: PBS/Canal+.

España quizá sea uno de los países menos homófobos del mundo, pero siguen dándose suicidios como el de Alan, un joven de diecisiete años transgénero que se quitó la vida por el presunto acoso escolar al que fue sometido en el instituto, según la asociación Chrystallis de familias de menores transexuales.

La visibilidad de las personas transgénero todavía no es la misma a pesar de la Ley de Identidad de Género de 2007, que sale a relucir mucho menos que la del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aquí y en el resto del mundo. La misma semana en que se publicaron las desagradables palabras del ministro Fernández Díaz, en Canal+ se estrenó en España una de las últimas entregas de Frontline, la serie de documentales de la televisión pública estadounidense, titulada «Growing up trans» (Crecer transgénero).

Los periodistas Miri Navasky y Karen O’Connor entrevistaron a varios niños y niñas transgénero y a sus familias. Hace años, contaba el reportaje, cuando alguien con disforia de género decidía cambiarse de sexo era una determinación que tomaba en la mitad de su vida. Ahora, con la información que circula y lo que se conoce sobre esta condición, y, sobre todo, a medida que los adultos que dan el paso ganan aceptación, son cada vez más los menores de edad los que demandan el tratamiento. Y no es que quieran cambiarse de sexo, es que lo necesitan.

Lo que decían los chavales no sonaba nuevo. Algunos tenían fantasías suicidas, cuando tenían pesadillas soñaban que no se tomaban los bloqueadores hormonales y les salían pechos, vello o viceversa y, por supuesto, para muchos de ellos el colegio podía llegar a ser una experiencia terrorífica. Luego había momentos un tanto surrealistas. A un adolescente transgénero sus amigos le enseñaban a hablar grave, a muscularse, eructar y no mostrar nunca sus emociones ante las chicas, pero la disforia sexual no va de eso.

Otras escenas planteaban dudas más serias al profano. Los médicos les explicaban a los padres que no sabían si los tratamientos con hormonas podrían tener efectos secundarios, que lo más probable era que no, «en general se tolera bastante bien», decía exactamente el galeno. Los estrógenos o la testosterona se aplican a partir de los dieciséis años, aunque los hay que empiezan con trece o catorce. Y cuando los cambios son de reasignación de sexo, o  mastectomías —extirpación de la glándula mamaria—, estos son cambios permanentes. Los padres, hasta los más favorables a las necesidades de hijos transgénero, no ocultaban su miedo y sus dudas por esta cuestión. Son cambios para siempre. En ese momento fue cuando decidí recurrir a la Plataforma Estatal Trans de España y enterarme de primera mano de los riesgos o los planteamientos éticos que puedan tener los cambios permanentes en menores.

Emily Ayuso Cantero, chica transgénero de treinta y dos años, efectivamente confirma que sus casos tienen menos visibilidad: «Queremos conseguir una ley integral de transexualidad en toda España, y no solo por comunidades autónomas, nuestro lema es “Nadie Sin Identidad”, porque de lo que no se habla no existe, o se pretende que no exista, y por lo tanto si no se habla de la identidad de género es como si no existiera; aún nos queda un largo camino para concienciar a la sociedad y educar, pero estamos avanzando».

Emily Ayuso Cantero. Fotografía cedida por Emily Ayuso Cantero.

Emily Ayuso Cantero. Fotografía cedida por Emily Ayuso Cantero.

Emily nació en un pueblo de Badajoz. No recuerda haberse sentido otra cosa que no sea una chica. «Quizá sobre los cinco años fue cuando realmente me identifiqué como niña imitando a mi prima, que era dos años mayor que yo», precisa. Afortunadamente, no sufrió problemas en su entorno familiar por cómo se sentía. Sus preocupaciones solo empezaron cuando su cuerpo experimentó los primeros cambios de la pubertad: «Ahí se me vino el mundo, mi mundo, abajo; mi cuerpo empezó a cambiar y no me gustaban esos cambios, además mis padres se divorciaron y se me juntó todo, pero me refugié en los libros y la autocomplacencia de decirme “seré gay”, aunque siempre sentí que tampoco encajaba ahí, porque a mí lo que realmente me pasaba es que nunca acepté el cuerpo que tenía». En un principio, sigue, aprovechaba que su cuerpo era algo andrógino para poder «jugar» al cambio de rol, pero tras un viaje a Estados Unidos, regresó diciéndole a todo el mundo que era una mujer transgénero y que estaba decidida a ser feliz.

No obstante, se queja de que en España sigue habiendo un «increíble desconocimiento de la transexualidad a nivel social y educativo». Emily es directiva de la Asociación de Transexuales de Andalucía y asegura que su organización constató que muchos pacientes tratados en los UTIG (Unidad de Trastorno de Identidad de Género) sufrían desesperación y depresión por la atención que recibían. Aunque la situación está cambiando. Por ejemplo, en Andalucía ya hay una ley de transexualidad de 2014 y Valencia también prepara la suya. Pero la situación anterior generaba muchos problemas:

Antes estábamos segregadas en centros en teoría especializados llamados UTIG, algo aberrante parecido a los guetos nazis, donde tenían lugar historias para no dormir y había endocrinos y psicólogos que en lugar de ayudar cuestionaban continuamente la identidad de género sentida y expresada por los pacientes. Conozco gente que tenía pavor a ir a la UTIG y no dormían la noche anterior, tenían ansiedad, pero aguantaban porque el deseo de tener el tratamiento era más fuerte que el miedo a los psiquiatras y endocrinos, aunque les hicieran esperar dos años para acceder a él.

¿Pero y los efectos secundarios de estos tratamientos? ¿Pueden ser peligrosos? Juan Gérvas, médico general jubilado, profesor en la Escuela Nacional de Sanidad y coordinador del Equipo CESCA, un grupo de investigadores sobre la organización de servicios sanitarios, el uso apropiado de sus recursos y la prevención clínica, asegura que no: «la medicación precisa para el cambio no es más agresiva que otras muchas que forman parte de lo que llamaríamos “lo cotidiano”, lo que mata de verdad a los transexuales es el rechazo social».

Examinando la literatura médica que Gérvas nos proporciona, la conclusión es clara: todos los riesgos que pueda tener el tratamiento a una persona transgénero están derivados de una atención médica inapropiada o de la automedicación. Lo fundamental es que el menor esté atendido desde el principio, se siga su evolución y no se deje nada al azar: «Los profesionales de la salud deberían dar atención a estas personas con el convencimiento de que los sentimientos de pertenencia a un género distinto del asignado al nacer son un sentimiento profundo y persistente en el tiempo que necesita en la mayor parte de las ocasiones de un tratamiento hormonal y un seguimiento. Facilitar esta atención mejora el bienestar físico y psicológico de estas personas y mejora el uso de los servicios de salud, dándoles acceso a programas de prevención, que habitualmente no utilizan por miedo a sentirse rechazados o discriminados. Los protocolos de tratamiento hormonal y el seguimiento de las personas transexuales con estos tratamientos son sencillos y deberían ser conocidos por todos los profesionales de la salud».

Imagen: PBS/Canal+.

Imagen: PBS/Canal+.

El hecho científicamente probado es que las terapias hormonales funcionan. Mejoran notablemente la calidad de vida de los pacientes transexuales. A largo plazo, los estudios también muestran que la mortalidad en pacientes transexuales que durante parte de su vida han recibido una terapia hormonal no es más elevada en comparación con la población general. Del mismo modo, tampoco existe ninguna evidencia de que haya un aumento del riesgo de padecer cáncer. Pero como todos los tratamientos con hormonas sexuales, como por ejemplo la píldora anticonceptiva, los medicamentos empleados por las personas transexuales tienen varios efectos secundarios conocidos, como complicaciones cardiovasculares, especialmente trombosis venosa profunda.

En cuanto a los bloqueadores o inhibidores hormonales para menores que se adentran en la pubertad, según Emily, no suponen riesgos: «No tienen efectos secundarios no deseados, pues los efectos son, como su propio nombre indica, bloquear las hormonas que tu cuerpo produce para así retrasar la adolescencia, algo que deseamos las personas transexuales, te lo aseguro. ¡Ojalá yo las hubiera tomado, seguro me hubiera ahorrado mucho dinero en operaciones y demás!».

Cuando los estudios muestran un aumento de la mortalidad en la población trasgénero esta viene asociada directamente al riesgo de suicidio. Pero en una investigación de 2011 realizada con datos de pacientes recogidos entre 1973 y 2003 se sugería que la tasa de suicidios estaba relacionada también con los resultados de las operaciones hasta 1989, no del todo exitosas, y la actitud de la sociedad con las personas transexuales, la intolerancia, especialmente de aquellos años y que afortunadamente ha ido remitiendo en algunos países.

Para confirmar estas dinámicas perversas, Gérvas cita también un estudio elaborado en Brasil, el país que lidera en el mundo el ranking de violencia transfóbica. Es el lugar donde más travestis y transexuales son asesinados cada año. El segundo es México, pero con una cuarta parte de casos. En Brasil la esperanza de vida media de un travesti o transexual es de treinta años. El 90% de ellos se ve obligado a prostituirse para ganarse la vida. El portavoz de Trans Revolution en este país, Gisele Meires, ha denunciado que nunca, ni en ese país ni en todo el mundo, el 90% de integrantes de un colectivo se han visto obligados a prostituirse para sobrevivir. Solo en el estado de Sao Paulo hay una lista de espera (enero de 2015) de tres mil doscientas personas que necesitan una operación de cambio de sexo, pero solo se realiza una al mes. Doce al año.

Imagen: PBS/Canal+.

Imagen: PBS/Canal+.

Entre tanto, la necesidad de ser tratado es lo que conduce al paciente con disforia sexual a la desesperación, depresión y otros factores asociados como pueden ser el abuso de alcohol y drogas, que cuando se está realizando un tratamiento hormonal están absolutamente contraindicados, y si se trata de automedicación el riesgo puede ser mortal.

Así lo expresa Emily: «¿Tú te has sentido alguna vez mujer? ¿Alguna vez has dudado de tu identidad de género? Porque la identidad sexual es otra cosa distinta, hablamos del género que sientes en lo más profundo que tienes y tu condición física. Si la respuesta es no, la misma seguridad con respecto a nuestro género es la que sentimos nosotras. No somos entes distintos socialmente al resto, sentimos lo mismo y lo expresamos igual aunque a veces el error de igualar identidad de género con sexual nos haga parecer gais o lesbianas de cara a la sociedad ignorante».

En ese sentido, una preocupación que expresaban los padres de los niños del documental de Frontline era si algún día, después de los tratamientos, cambiarían de idea. Emily tampoco cree que sea una duda pertinente: «No creo que pueda existir nunca un arrepentimiento de ser y sentirse mujer u hombre con independencia de lo que haya bajo las piernas, no vivimos en cuerpos equivocados, vivimos en una sociedad equivocada que no reconoce la diversidad de formas y expresiones del ser humano; ¿puede haber mujeres con pene y hombres con vulva? Pues sí, ¿por qué no? ¿Acaso un hombre que pierde su pene por un accidente deja de ser hombre? ¿O una mujer estéril deja de ser mujer? Pues no».

Otro caso en el que también insistían los padres de «Growing up trans» era el de perder la posibilidad de tener hijos tras las intervenciones. La opinión de Emily al respecto: «Tener hijos no equivale a que sean, sí o sí, biológicamente tuyos, eso es algo retrógrado y arcaico, hay cientos de miles de niños esperando a tener una familia y a ser queridos y eso no entiende de biología».

En la actualidad, en Andalucía ya hay protocolos educativos bajo el amparo de la Ley de Transexualidad de 2014 para combatir el desconocimiento de la situación de las personas transgénero, pero Emily echa en falta una ley estatal. Mientras tanto, el mayor avance que han encontrado es internet. «Gracias a la red tenemos la posibilidad de acceder a conocimientos que antes no teníamos ni sabíamos que existían, ahora los jóvenes trans tienen información que los adultos no tuvimos y el apoyo social y político por el que nosotros los adultos hemos luchado».

Una protesta de los miembros de la Asociación de Transexuales de Andalucía Sylvia Rivera.

Una protesta de los miembros de la Asociación de Transexuales de Andalucía Sylvia Rivera. Foto cedida por la Asociación de Transexuales de Andalucía Sylvia Rivera.

La entrada Mamá, papá… necesito cambiar de sexo aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

La heroína y la empanada mental

$
0
0
Fotografía: Apetitu (CC).

Fotografía: Apetitu (CC).

Dijo el sabio que todas las generaciones se creen el eje de la historia. Un sentimiento absurdo que no conduce a nada bueno conforme se envejece. Los viejos rockeros nunca mueren, pero dan mucho mal. En el caso que nos ocupa, el del boom español de la heroína de finales de los setenta y principios de los ochenta, no es extraño encontrarnos con el delirio de que todo aquello respondía a un plan maestro. Había que anular a esa juventud contestataria, una amenaza potencial para el sistema, y los poderes fácticos introdujeron la heroína a gran escala donde más revolucionaria era. Hay mucha egolatría en esa percepción de la propia generación. Hasta cierto mesianismo. Un exceso tanto en la atribución de peligrosidad para la jerarquía social como en la falta de asunción de responsabilidad en las consecuencias del consumo irresponsable de drogas. Pero es un mito asumido por mucha gente. Por los supervivientes que se quieren dar lustre, por el yonqui que en esa teoría pasa a ser una víctima, herido de guerra nada menos, y por los palmeros de las conspiraciones políticas que, a fuerza de repetirlo con toda naturalidad y pleno convencimiento, se la cuelan a los que vienen detrás.

Comentamos en su día cuando apareció Fariña de Nacho Carretero, la guía sobre el narcotráfico gallego de cocaína, que había que complementar su lectura con ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos, 2015) de Juan Carlos Usó, otro trabajo meticuloso y desapasionado que recorre los años duros de la epidemia del caballo con el fin expreso de desmontar la aludida leyenda urbana de que esta droga fue empleada como arma de Estado. Un asunto, nos explica, por el que pasó «de puntillas» cuando publicó su Drogas y cultura de masas; España 1855-1995 y al que quería meter mano seriamente.

Este trabajo comienza con un repaso histórico a las acusaciones de intoxicación a gran escala de un pueblo. Porque los nacionalistas vascos no fueron los primeros. Karl Marx y Friedrich Engels ya acusaron a Inglaterra en el siglo XIX de inundar China de opio. Eso sí, Usó añade el matiz de que la propia Inglaterra era entonces una gran importadora de opio turco e indio y que su venta era libre en las farmacias del reino como opio, láudano o morfina. De modo que cuando llegaron noticias del decreto imperial chino que imponía penas de muerte por estrangulamiento a todo traficante o usuario de opio, la información fue recibida «con asombro y estupor» por la opinión pública británica. El autor explica que antes de un «plan maquiavélico» para apoderarse del Imperio chino mediante un «envenenamiento sistemático de la población», habría que preguntarse por qué el opio ya causaba antes tanta pasión entre los chinos. Si no tendría que ver con su necesidad de evadirse de una vida plagada de miseria y penurias. O también con la mera necesidad del Gobierno británico de nivelar su balanza comercial con China. En cualquier caso, cuando Marx y Engels protestaron, condenaron al «asesino inglés» pero también al «suicida chino». Lo plantearon como una responsabilidad compartida.

Después la heroína pasó a ser un «arma terrible del fascismo japonés», su empleo contra el enemigo «un refinamiento de crueldad» y, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, las acusaciones se dieron la vuelta y recayeron sobre la antigua víctima, los chinos, que ahora pasaban a verdugos. Vicisitudes de hacerse comunista. Primero, se decía, el maoísmo pretendía minar la sociedad occidental distribuyendo opiáceos por todo el orbe, como si fueran supervillanos de tebeo. Después, que los norcoreanos, maoístas de pro, empleaban narcóticos para que sus tropas obedecieran órdenes ciegamente. En 1960, Estados Unidos llegaba a acusar formalmente a Cuba de ayudar a China en su plan para inundar Estados Unidos de drogas. Nuestro diario ABC habló de «opio rojo» hasta 1970, aunque en 1972 lo que se puso de manifiesto fue que la CIA estaba implicada en operaciones de narcotráfico en las guarrerías que tenían montadas por Indochina.

¿Cuál fue el papel geopolítico de la heroína en aquellos años? Usó nos responde:

La guerra de Vietnam obró el efecto de poner en contacto directo a la mayor zona productora de heroína del planeta con el principal país consumidor del producto en aquellos momentos. Y esto fue así en sentido literal, hasta el punto de que durante años la heroína procedente el sudeste asiático entraba en Estados Unidos en los ataúdes que se utilizaban para repatriar los cadáveres de los soldados norteamericanos. Por no mencionar el hecho de que la Central Intelligence Agency (CIA), al igual que había hecho anteriormente su equivalente francés, el Service de Documentation Extérieure etde Contre-Espionnage (SDECE), aprovechó la coyuntura que ofrecía el conflicto bélico para involucrarse en el tráfico de opio y heroína con el fin de financiar operaciones encubiertas y apoyar económicamente a guerrillas, paramilitares y ejércitos irregulares de signo anticomunista.

oie_29125144UcPTcBSq

Fotografía: José María Mateos (CC).

En este mismo sentido habría que entender las operaciones que los servicios de inteligencia americanos desarrollaban en su propio territorio. El programa CointelPro, dedicado expresamente a «incrementar el faccionalismo, causar confusión y conseguir deserciones» en grupos antisistema para «exponer, desbaratar, descarriar, desacreditar o de lo contrario neutralizar» sus actividades. El ejemplo más comentado es el de los Panteras Negras, que fueron un objetivo del CointelPro, pero como también lo fueron el Ku Klux Klan, el Partido Comunista de EE.UU., el Partido Nazi Americano y otros. La droga podía estar presente en esta guerra sucia, pero más bien para fabricar acusaciones o forzar detenciones. Hasta llegaron a plantar marihuana en el jardín de alguno, cita el libro. Un uso de la droga que dista mucho del fomento interesado y consciente del envenenamiento de un grupo social. No obstante, sobre el evidente elevado consumo de heroína en los barrios negros, Usó sostiene que el caballo ya circulaba por sus calles desde hacía décadas y que, tras consumarse las escisiones en los Panteras Negras y desarticularse el movimiento, el lugar que dejó su red asistencial la ocuparon matones y camellos que se convirtieron en los nuevos modelos a imitar, lo que agravó el problema.

El quid de la cuestión es que lo que causaba el consumo de heroína era la demanda, que ya existía. Había factores culturales que la estimulaban y la llegada de miles de soldados que se habían enganchado en el sudeste asiático también contribuyó. Pero fundamentalmente, lo que se esfuerza por subrayar el autor, es que el factor verdaderamente determinante para que existiera esa demanda era la prohibición: «El valor simbólico que se le atribuye a la heroína viene determinado por su condición de fruto prohibido. Podemos decir que en Estados Unidos durante los setenta era una sustancia rodeada de un glamur y una fama que fue perdiendo en los ochenta para pasar a ser percibida como una droga de zombis y de perdedores… Sin embargo, la heroína no es un arma, sino un fármaco proscrito y exiliado a la fuerza de su lugar de origen: las farmacias».

En España, como en Gran Bretaña, también fue legal. En las farmacias de Barcelona se podía encontrar «morfina, éter, hachís, opio y cocaína» y, según el artículo «Los que envenenan. La felicidad está en un tarro de la farmacia» de Mateo Santos, de 1915, en el diario radical Germinal, los adictos eran «pobres borrachos de ideal», que seguían la «pose» bohemia de «determinados espíritus selectos» de aquella época como Verlaine, Baudelaire, Carrere, Bonafoux, etc… Con una oferta ilimitada, la demanda estaba reducida. Como explica Usó:

Nunca hubo mayor oferta de heroína —y de cualquier otra droga— que antes de su prohibición, ya que estaba disponible —totalmente pura y a precios bastante asequibles— en todas las farmacias, y sin embargo no parece que su consumo fuera tan problemático como después de que se generalizaran las políticas prohibicionistas. Para que se dé un aumento del consumo de un producto, sea el que sea, no basta con la existencia de una oferta abundante, hay que estimular la demanda.

En España, conforme la demanda iba aumentando durante los setenta, la heroína o los opiáceos no entraron siempre de contrabando. La gran mayoría se consiguieron en las propias farmacias. Entre 1975 y 1977, al menos la mitad de las cantidades que intervino la policía procedían de las boticas. Sin embargo no eran noticias que tuviesen demasiada relevancia durante la Transición, cuando en política todos los días pasaba algo. El consumo fue repuntando en silencio, mientras el país estaba en vilo con el ruido de sables, el terrorismo, la legalización del PCE y toda aquella efervescencia política.

No obstante, Usó sugiere una serie de hitos históricos en la cultura popular que pudieron influir en el crecimiento de la demanda. En 1976 se publicó en España Yonqui de William Burroughs, con un detallado y colorido chute en primer plano en la portada. En 1977 llegó al mercado español Rock and Roll Animal de Lou Reed con la leyenda en portada «Versión original íntegra incluyendo el tema “Heroin”». La prensa contracultural, como las revistas Ajoblanco, Ozono y muy especialmente Star —que incluía testimonios de heroínomanos sobre su cotidiano día a día— empezaron a tratar el tema sin moralismo. ¿Qué ocurrió? En palabras de Usó: «Sin que sepamos muy bien por qué, un número indeterminado de jóvenes decidió empezar a inyectarse antes incluso de tener acceso a la primera dosis de heroína». Hasta el escalofriante o, cuando menos, grimoso uso de la jeringuilla para drogarse «estaba perfectamente interiorizado en un imaginario colectivo que, antes de llegar el consumo masivo, ya había sido aleccionado culturalmente».

Siguiendo con la cronología, el año clave fue 1978, cuando la prensa empezó a dar un tratamiento sensacionalista al problema de la heroína que sufrían otros países europeos, pero todavía no España. «El miedo y la exageración alimentaron el interés y la fascinación de los jóvenes». Se extendió la convicción entre los jóvenes y adolescentes, especialmente interesados en «conductas arriesgadas», de que «algo muy caro, perseguido y peligroso, alberga placeres inmensos».

El primer consumo empezó a darse entre jóvenes de la alta sociedad. De hecho, las primeras cantidades confiscadas por la policía en Bizkaia fueron en la margen derecha, donde están los barrios bien. Luego sí que es cierto que el consumo se fue extendiendo y también que la heroína empezó a emplearse en los barrios obreros como antes se tomaba alcohol «para embriagarse, para pertenecer a un grupo social, para adquirir una imagen intimidatoria asociada a conceptos como temeridad, fortaleza o resistencia», explica. En las clases populares, muchos jóvenes, tras ver a sus padres pringar toda una vida sin recompensas muy atractivas, habían tomado la decisión de buscarse la vida en lugar de ganársela. La forma de vida del adicto al caballo encajó como un guante en estos esquemas.

Entre 1979 y 1981, la población reclusa creció más de un 50%. En 1984, España fue el país de todo el mundo con más atracos a bancos: 6 239. Un total de 4 014 millones de pesetas. «El dinero fácil permitió un consumo exagerado», alude Usó. Si bien es cierto que el lamentable espectáculo al que asistieron los españoles en las calles de sus barrios, junto con la aparición del sida, hicieron que a partir de mediados de la década los que se incorporaran al consumo endovenoso fueran solo aquellos que la heroína formaba parte de su ambiente.

De forma simultánea, los cuerpos de Policía y Guardia Civil se iban corrompiendo con esa sustancia tan lucrativa. Se registraron numerosos casos en todo el país, pero el aspecto más escandaloso fue el pago con droga a confidentes, un delito tipificado. Esta mala praxis, por referirnos a ella benevolentemente, estuvo tan extendida que hasta el luego ministro de Defensa Eduardo Serra propuso regular estas retribuciones en especie para proteger con una cobertura legal a los agentes que las hicieran.

En 1983, el periodista Melchor Miralles denunció en Diario 16 que la policía compraba información a cambio de heroína. Treinta años después, cuando apareció el vídeo de Juan Carlos Monedero acusando a las fuerzas de seguridad del Estado de introducir la heroína en el Euskadi para aplacar a la juventud rebelde, Pablo Iglesias se apoyó en esta exclusiva de Miralles, presente en el plató y que le dio la razón, para defender al que entonces era su compañero de partido. El líder de Podemos escuchaba a Miralles mirando fijamente a la cámara con media sonrisa de satisfacción, pero la relación entre los pagos irregulares a confidentes y un plan para desmovilizar a la población incómoda mediante la droga estaba por demostrar. Vamos, que no estaban trayendo a colación ninguna relación entre ambas. Por eso la cara de satisfacción de Pablo Iglesias con semejante incoherencia fue difícil de olvidar para los que lo vimos en directo y ya conocíamos los trabajos de Juan Carlos Usó, como el artículo que dio pie a este libro. Esto es lo más lejos que han llegado la demostración de la teoría, al fenómeno de los confidentes.

Fotografía: B.A.D. (CC).

Fotografía: B.A.D. (CC).

En todo caso, otro problema para alimentar el monstruo del mito fue la exageración del número de heroinómanos. Por ejemplo, Fermín Muguruza se refería a una «masacre». El poeta Antonio Orihuela hablaba de «carnicería». Muchas veces escuchamos lo de «generación desaparecida», «todos cayeron», etcétera. Pronunciamientos, precisa Usó, que corresponden más a una percepción subjetiva de lo que ocurrió que a su verdadera repercusión. Con entre 6 619 y 15 910 fallecidos de sobredosis entre 1983 y 1997, y 35 000 muertos por sida (que también correspondían a infectados por contacto sexual y transfusiones de sangre) entre 12 494 808 de nacimientos entre 1946 y 1965, es exagerado hablar de «toda una generación enganchada», sentencia.

En el caso particular vasco, según los datos de las diputaciones forales de Bizkaia y Gipuzkoa en sus Mapas de Servicios Sociales, entre 1988 y 1989, el total de consumidores de heroína en aquellas fechas era de 4 862 en Bizkaia y 2 980 en Gipuzkoaa. A principios de los años noventa, la epidemia de heroína tocó techo en España y el número total de adictos fue de 150 000 en todo el país. En Euskadi no hubo un consumo superior. El sociólogo Javier Elzo ya concluyó en el Libro Blanco de las drogodependencias en Euskadi del Gobierno Vasco que este no era «un problema específico de Euskadi, ni tiene en Euskadi características especiales en cuanto a magnitud».

Pero la impresión era otra. Películas como El pico parte uno y parte dos, 27 horas de Montxo Armendáriz o el cómic El zestas entremezclaban el terrorismo, la política vasca y la heroína en un totum revolutum. La percepción de que allí el problema se manifestaba con mayor virulencia que en ninguna otra parte fue elevada a rango de verdad por el Movimiento de Liberación Nacional Vasco con sus denuncias; incluso a rango de dogma, pues en 2008, señala en la investigación, todavía en un mitin en Bilbao ante miles de personas se describía la situación política del momento con la de «la introducción de la heroína para aniquilar a la juventud vasca rebelde en los años ochenta».

Esta situación derivó en que ETA, como el IRA, inició una campaña en contra de los camellos con una serie de atentados que acabaron con la vida de varias personas puede que vinculadas al tráfico o al menudeo, o puede que no, porque no se pudo demostrar. Para Usó no hubo ninguna incidencia de estos crímenes en el caudal de la droga en circulación, pero sí en el de leyendas urbanas:

No me consta que la ofensiva de ETA contra la droga repercutiera en el tráfico de las mismas. No obstante, tengo un amigo que asegura que las prevalencias de consumo de speed en Euskadi desde mediados los ochenta son proporcionalmente más elevadas que en cualquier otro lugar y que este fenómeno tóxico es el resultado de las estrategias de contraataque que tomó el Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV) en el ámbito de la guerra psicoactiva que había iniciado el Estado español inundando el País Vasco de heroína. Su tesis es que Herri Batasuna (HB), Jarrai y todo el entramado abertzale —enlazándose y sacando provecho de la escena proto-punk-radical-vasca de principios de los ochenta— favorecieron, por activa y por pasiva, la expansión del uso de esta droga de combatientes para contrarrestar la expansión de la droga de zombis por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. O sea que la juventud vasca fue doblemente víctima del uso de drogas como arma política… Desde luego, la mente conspiranoica no conoce límites.

Finalmente, el libro analiza todos los argumentos de la conspiración, desde los del periodista Pepe Rei, los más serios que se traen siempre a colación, a los testimonios de los miembros de grupos de punk vascos. Y también entra en las teorías surgidas en Cataluña, donde Terra Illure siguió el ejemplo de ETA y destrozó cinco bares e hirió a tres personas en su particular y peculiar cruzada contra la droga. Por supuesto, al final no aparece ninguna conexión que demuestre la trama ni prueba alguna que sostenga que todo respondía a una operación del Estado.

Juan Carlos Usó concluye que, al margen de que los guardias civiles involucrados en el tráfico fueron descubiertos y enjuiciados por el propio Estado, para establecer un plan de intoxicación sistemática y selectiva de la población haría falta probar la coordinación por parte de esos poderes y también una incidencia del problema mayor que en otros lugares allá donde supuestamente se produjo, pero lo más sólido que hay hasta la fecha son sospechas de fundamentos más o menos caprichosos. Hay hasta silogismos infalibles del tipo «si el Estado es tan cruel ¿cómo no iba a hacerlo». Pero la realidad es tozuda. Hasta la plataforma Bizitzeko, un foro vasco para la legalización controlada de las drogas, vio como Egin se negó a publicar uno de sus artículos —como venía haciendo hasta ese momento— en el que decía «la única diferencia es que donde la derecha ve valores tradicionales que serían destruidos por el consumo de drogas, ETA ve jóvenes rebeldes que abandonarían su rebeldía en busca de paraísos artificiales». En ese mismo texto, más adelante, afirmaban que la supuesta desmovilización de la juventud vasca por la heroína era «una tesis por demostrar». Así sigue.

La entrada La heroína y la empanada mental aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Óscar Ruggeri, a la camiseta servir hasta morir

$
0
0
Rudi Völler y Óscar Ruggieri. Foto: Corbis.

Rudi Völler y Óscar Ruggeri. Foto: Corbis.

La lógica de los niños es aplastante. Verano de 1990. Cromos de Panini. Selección de la República Argentina, vigente campeona del mundo. En la página par de las dos que tenían —no como los equipos del tercer mundo, que venían dos tíos en cada cromo estaba nuestro protagonista, a la izquierda del albiceleste Néstor Ariel Fabbri. Era el de Néstor un cromo muy popular porque el defensa salía con la boca abierta de par en par al igual que el portero belga Preud´Homme parecía que estaban dándole al juego de la rana y alguien les iba a lanzar una moneda en el llamado síndrome del himno, que te inmortalizasen para los cromos mientras lo cantas, un problema que nunca hemos tenido en España porque con muy buen criterio hemos decido que nuestro himnos se cante con el silencio de la vergüenza o el de la discreción, dos sentimientos muy nobles y bellos.

Era donde tenía que estar un jugador del Real Madrid, según la aludida lógica de un niño. En el mismo grupo de Maradona, autor en activo del gol más gol de todos los tiempos y no solo eso, también bestia negra del Milan esa misma temporada en la liga italiana, el club que una año atrás había dado al Madrid la bienvenida al fútbol moderno con un destrozo equiparable a que te saquen un ojo con un tenedor que no pincha bien o cualquier otra bucólica escena de ese cariz. La que ustedes quieran.

Era sencillo. Al Milan, el mal, le había dado para el pelo Maradona, el bien. Y Maradona tenía un amigo, Ruggeri, que jugaba en el Madrid, la luz de Trento. Todo encajaba, excepto una cosa. Durante aquel verano no se paraba de especular con la salida de Ruggeri del Madrid. Era la época de los tres extranjeros, cuando fichar era un verdadero arte, como bien saben los que jugaron al PC Fútbol hasta la versión 4.0.

Al final el argentino se fue del equipo. Una salida que muy bien podría haber pasado desapercibida de no ser porque fue sustituido por una excelente persona, Predrag Spasic, pero de infausto recuerdo por diversos motivos que ya comentamos. Además, en ausencia de Ruggeri las noticias que fueron llegando a España mientras el Madrid de la Quinta tocaba fondo submarino eran que él seguía ganando títulos como un señor. Copas América, Confederaciones… hasta estrellarse con todo su equipo en el Mundial del 94 por el positivo de Maradona. Una cortina de humo fastuosa para no reconocer los méritos de la Bulgaria de Stoichkov y la Rumanía de Hagi, que parece como que eran el Talavera y el Cacereño B metidos en la Champions por un malentendido burocrático.

Mucho hemos fantaseado con Ruggeri desde entonces los madridistas de mal. Ay, Fernando Hierro y él en un mismo equipo, cuando al fútbol se jugaba con pocas cámaras y cierta predisposición entre los españoles para apreciar el balompié cubista por la exitosa emisión de Pressing Catch aquellos años en la cadena amiga. En fin, cuántos sueños rotos.

Por eso muchos nos preguntamos por qué se fue, qué pasó. Y buscar la respuesta, fácilmente localizable, tenía premio. Sí, porque resulta que Óscar Ruggeri se ha convertido en uno de los exfutbolistas con un repertorio de anécdotas y vivencias más descojonantes de todo el orbe. Y no solo eso, sino que las comparte con los medios argentinos parece que noche sí noche también. Youtube está lleno de cortes del «Cabezón« contando barbaridades ante una concurrencia que se parte la caja.

Y sí, se fue porque querían «consolidar la defensa«. Eso contó Radomir Antic en su día. Ruggeri habría tenido que operarse del pubis al volver del Mundial y hubiera estado tres meses de baja. Pero la versión que ha dado el argentino en el siglo XXI es, digamos, más colorida, rica en matices. Ha dicho que José María García tenía enfilado a Valdano y que, por tanto, a los que venían detrás de Jorge Alberto Francisco les metió caña como solo él era capaz. «La ligábamos de rebote», declaró a El Gráfico. Pero también añadió cierta anecdotilla:

Un día nos dio mal un muchacho, lo encaré en el aeropuerto y le pegué con un bolso. Mendoza, el presidente, me la facturó. Después me arrepentí.

Un detallito que no es moco de pavo y que en aquellos tiempos en el que las gentes no depositaban sus cinco sentidos en el móvil y pasaban de vivir a través del aparato, pues no pudo quedar registrada como hubiese pasado ahora.

Pero ahora, en televisión, le ha echado toda la culpa a Toshack. El galés parece que no contaba con él. Tenía celos profesionales porque Ruggeri fue originalmente una petición de Leo Beenhakker. Cuando le dijo que tenía que irse, el argentino contestó que vale, con todo su pesar, pero que quería que le abonasen todo su contrato, porque tonto no era. Como no estaba dispuesto a marcharse por menos, boicoteó al entrenador. Si este daba una charla en el vestuario del tipo vamos a morir todos, él aprovechaba para afeitarse tranquilamente ante el descojono general. En el campo, mientras los demás entrenaban, él salía en albornoz y se ponía a tomar el sol medio desnudo en mitad del césped. Le decían los compañeros «¿tú no tienes casa?» partiéndose el culo. Aunque Ruggeri no presume, se justifica: «Estaba muy enfadado, Toshack me hizo eso de la nada». El argentino cree que se hubiera consolidado en el equipo con un año más.

Siempre se ha dicho que la lógica del Real Madrid es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. La decisión técnica de cepillárselo tampoco era tan demencial en su momento, pero el funcionamiento interno del club sí que apuntaba maneras en 1989. Los futbolistas todavía no se depilaban las cejas pero ese vestuario se podría aparecer en las pesadillas postraumáticas de la guerra de Vietnam que sufría John Rambo entre sudores. Ruggeri, que estuvo en el vestuario de la mismísima Argentina de Carlos Salvador Bilardo y Diego Armando Maradona, alucinó con el del Madrid. Nunca había visto nada igual en toda su vida:

El primer día, abrí la puerta y estaban todos sentados. Martín Vázquez, Butragueño, Míchel, Sanchís, Hierro… entré rápido y me senté en un huequito. Y yo era campeón del Mundo con la selección y con River. No se hablaban entre ellos. Había tres o cuatro grupitos. Te gritaban: «jugá vos, que firmaste no sé cuántos millones». Un día hubo una reunión. Yo pensé que lo había escuchado todo en el fútbol y no. Todas las barbaridades habidas y por haber las escuché ahí. La pelea más grande era entre Míchel y Hugo Sánchez, por el ego.

Es importante subrayar un detalle. Lo mismo que pasaba con Maradona en los equipos donde jugó, Ruggeri acabó bien con todos sus compañeros. Se lleva, incluso actualmente, bien con todos sus excompañeros blancos, que nunca ha sido muy fácil, y los visita cuando viene a Madrid. Pero eso es lo de menos, lo jugoso son los criterios profesionales con los que fue dirigida esa plantilla, de los que da buena cuenta otra anécdota sobre Toshack:

Íbamos a Bilbao, donde te tiraban centros por todos los lados, allí solo sabían cabecear y cabecear. Le dije que en esa situación deberíamos tirar el fuera de juego. Yo lo sabía todo sobre eso de todos los entrenadores que ya había tenido. Hablé con él: «Aquí hacemos el fuera de juego y les dejamos en todas». Y me contestó: «Practíquelo usted». ¡No quería entrenarlo! Así que lo practicamos nosotros y lo hicimos.

Ese era el ambientazo. Por eso no es de extrañar que cuando ganaran la Liga, la de los récords, solo Ruggeri quisiera dar la vuelta al campo: «Los del Madrid se metieron todos adentro y me dejaron solo, era porque ya habían sido cinco veces campeones». Este es el fútbol frío y sin alma que se encontró Ruggeri en el Real Madrid por muchos récords que batiera ese equipo en su quinta liga ochentera consecutiva.

Tal vez sea exagerado tachar situaciones como la comentada como propias de un fútbol sin sangre, pero cuando uno escucha al argentino relatar qué le pasó cuando ganó la Liga con River después de haber jugado en Boca, alta traición, pues uno se lo piensa. Dice así:

Salimos campeones con River, y cuando volvía a casa vi a los bomberos, había también ambulancias, en la zona mía. Hasta que pude ver que mi casa estaba ardiendo. Habían prendido todo el portón del garaje, mis padres no podían salir. Tuvieron que venir los vecinos a apagarlo. Cuando todo se solucionó me fui a casa del Abuelo —líder de los aficionados de Boca—, era una carnicería, vivía con sus padres, y le pregunté «¿me quemaste la casa?». Dijo: «Mi gente no fue, fueron de Boca, pero no los míos, pero te lo voy a averiguar». Tiempo después me dijo que los que lo habían hecho volvían en un tren de no sé donde, en el techo, y se mataron en un puente.

Precioso todo.

Básicamente porque esta es la anécdota light con los aficionados ultras de la época. En la que realmente temió por su vida fue en un encontronazo con el citado Abuelo en 1981, cuando jugaba junto a Maradona en Boca. Volvemos a su entrevista en El Gráfico:

Cayó el Abuelo a La Candela con una banda, con pistolas. A Perotti, que estaba hablando por teléfono, le hicieron «pin» y le cortaron. Nos metieron en un rincón: «Hoy les venimos a hablar; mañana, a las seis de la tarde, no hablamos más». Las seis era cuando terminaba el partido. Fue apretada grossa. Nunca había visto a los tipos así, transpirados, con revólver, yo estaba atrás de todo, escuchando. Quiso hablar Maradona y le dijeron: «Callate, con vos no es». Por eso, hoy me da risa cuando hablan de que la barra apretó a los jugadores. Apretadas eran las de antes.

Y tampoco estaban mal los cargos federativos. En el programa El show del fútbol confesó que el presidente de la AFA, Julio Grondona, le había dicho a Diego Maradona que le iba a «pegar un tiro en las piernas» a Ruggeri en la época en la que el 10 fue seleccionador.

Jürgen Klinsmann y öscar Ruggeri. Foto: Cordon Press.

Jürgen Klinsmann y öscar Ruggeri. Foto: Cordon Press.

Pese a todo, con lo que un servidor más disfruta es escuchándole hablar de las instrucciones en el campo que recibía de Bilardo. Era su stopper. Posiblemente la posición más hermosa del balompié, ya en desuso, como es lógico en un deporte en decadencia y prácticamente sin interés a día de hoy. Ruggeri salía al campo a que no jugase alguien. Bilardo, de esta manera, restaba a uno de los suyos, pero también al mejor de los rivales. Aritmética sin contemplaciones.

En una entrevista en Fox Sports él mismo lo explicaba sobre el césped a un periodista:

Ser stopper es estar siguiendo todo el día a un jugador, hasta cuando se iban a la banda a beber agua les seguía. Klinsmann me llevaba de lado a lado sin parar. Yo no jugaba, pero me encantaba. Bilardo me dijo que el stopper hacía todo esto y me preguntó «¿vas a jugar de stopper?» y le dije «sí, me encanta». Esto era en la selección, mientras tanto en River jugaba en zona, pero es que en River estaba Menotti. Bilardo me motivaba pues ofreciéndome mil quinientos dólares si, por ejemplo, Lineker no metía gol. Nos lo metió. Para ser stopper había que estar fuerte, físicamente bien, y saber cabecear. Nada más porque solo había que seguir al tipo, ni siquiera tenías que sacarla bien. Bilardo decía, si el 9 hace todos los goles, ese no juega, vos tampoco jugás. De todos los que defendí así, Klinsman fue el más difícil, nunca me hizo gol ¡pero lo que me hizo correr ese pibe! Físicamente era un animal, metía, le podías hablar, hacerle de todo, que no se arrugaba.

No fue el único jugador tan duro como él que se encontró en su carrera. Con el mismísimo don, todos en píe, Aldo Serena, tuvo un problemón porque le pisaba pero no le hacían daño. Aquello fue una duda metafísica para Óscar Ruggeri:

Me frotaba los tacos contra la pared antes de salir al campo para que… (risas) y lo pisaba en el córner, pero él me hablaba y no entendía, le pregunté a Pedro Troglio qué decía, que le tenía al lado y sabía italiano, y me contestó: «Que es de hierro, que lo sigas pisando que le da igual».

Vialli, sin embargo, era más diplomático, le pedía por favor «oiga, juguemos al fútbol», pero así, reitero, hacía los emparejamientos defensivos este entrenador, asegurándose: «No juega Ruggeri, pero no juega Vialli». E iba descartando. Todo lo demás lo dejaba a la superstición, como explicó el protagonista en ESPN, tenía todo el banquillo y el vestuario llenos de sal. Pero peor era Pasarella como jugador, que untaba mierda de perro en los picaportes de las puertas de las habitaciones de los hoteles. Buen ambiente.

La situación sobre el campo, seguir a un jugador hasta el final, en realidad era mejor que los entrenamientos. Bilardo le hacía un ejercicio de coger la bola, correr y echar el pelotazo a los delanteros. Simple, pero cuando lo haces hasta cien veces cada tarde, era como una tortura. «Volvías a tu casa mareado», explica. Y luego lo mejor es que Carlos Salvador le podía llamar para ir a su casa a ver vídeos: «Íbamos a entrenar a las seis y a las diez de la noche te podía poner un vídeo de un partido de África; vídeos de dos horas, metía la cinta, se callaba y tú tenías que decirle los errores que veías. Si no decías nada, te ponía el partido entero otra vez. Tenías que tener una concentración…». Pero así salieron campeones. En México, Bilardo le ordenó parar a Hoeness a cualquier precio y así lo hizo: «Al final pude con él, pero acabé sin una manga de la camiseta y con la sensación de haber ido a la guerra».

En el siguiente mundial, el de Italia 90, tras la derrota contra Camerún en el primer encuentro, una auténtica catástrofe, Bilardo se hundió. Así lo cuenta el defensa:

Hizo una reunión en la concentración, con los ojos llenos de lágrimas. Ahí dijo que prefería que se cayera el avión a la vuelta. A los pocos días, empezaron los chistes entre nosotros. Decíamos: «Imaginate que nos volvemos a Buenos Aires, nos empieza a hablar el comandante y, de repente se da vuelta… y es Pipeta el que está manejando».

De los compañeros y rivales también cuenta maravillas. Detalles como recibir un golpe en la cabeza con una moneda cogida entre los dedos. A su compañero Colorado Suárez, que dejó un jugador sangrando, le preguntaron qué le hizo y contestó: «Le clavé una aguja y que creo que le atravesé el pulmón». A Canigga, en los entrenamientos, cuando era solo un chaval, lo crujían: «Después de entrenar con él lo veías lleno de arañazos, con la ropa rota, pero no lo podíamos parar y mientras tanto él no sabía ni contra quién se jugaba el fin de semana siguiente».

Lo que sí que es cierto es que el problema con todas estas historias es que a medida que aumenta el metraje de los vídeos revisados empezamos a verlo, más que recordando, manteniendo polémicas estériles de corte televisivo muy parecidas a los de las programas españoles que todos sabemos. Por ejemplo, con el siempre delicado y cuidadoso guardameta paraguayo José Luis Chilavert tuvo sus más y sus menos, a raíz de que intentara lesionarle de una patada porque el portero le había escupido, y Chilavert le espetó que se había terminado convirtiendo en «un payaso mediático».

Dios nos libre de sobrepasar esa línea explorando al personaje. Nosotros nos quedamos con un defensa que supo ser contundente gracias a, él mismo declaró, las palizas que le daba su madre. Que el hincha que llevaba dentro se murió el mismo día en que se hizo profesional, ya que desde entonces solo fue hincha de la camiseta que llevase puesta en ese momento. Y que, muy importante, posee un récord que no tienen ni Maradona, ni Platini, ni Pelé, ni Cristiano Ronaldo ni Messi. En sus diecisiete años como profesional, tuvo un 100% de eficacia en lanzamientos de penalti. Uno tiró, uno metió. Fue con Lanús en los minutos finales de su último partido como profesional. Ahí queda eso.

La selección Argentina celebra el título del Mundial Italia 90. Foto :Cordon Press.

Foto :Cordon Press.

La entrada Óscar Ruggeri, a la camiseta servir hasta morir aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Me acuerdo mucho de Melrose Place

$
0
0
cast-of-melrose-place-5

Melrose Place (1992–1999). Imagen: Fox Television Network / Spelling Television.

El secreto para ser un buen guitarrista de rock and roll es no lavarse. Son palabras de Izzy Stradlin, guitarrista de la formación original de Guns N’ Roses. Si no te duchas, la grasilla que recubrirá tu cuerpo te ayudará a recorrer el mástil de la guitarra con suma facilidad, explicaba. De las toneladas de literatura sobre este grupo que consumí en su momento, quizá sea esta la enseñanza que más he recordado toda la vida. Cuando luego he visto vídeos de otros artistas la observación volvía a mi mente. Qué bien toca Johnny Thunders el «Jet Boy» con New York Dolls. Claro, es que no se lava, pensaba. Luego descubría que el afamado vídeo de esa canción era un playback, pero oye, la magia del momento mugre estaba ahí. Seguramente en el estudio tampoco se había duchado.

A todos estos simpáticos y bucólicos detalles, tan evocadores ellos de un tiempo mejor, le hemos dado vueltas cuando se ha anunciado el regreso de la formación original no original de Guns N’ Roses. Serán unos conciertos en Estados Unidos con las entradas a unos precios que pueden subir unas décimas la inflación de ese país. Pero no será igual. Ya nunca podrá ser lo mismo. La época en la que eran toxicómanos, proxenetas, chaperos y se vestían con la ropa que cogían de los contenedores de basura nunca volverá. Es una pena muy grande. Sí. Muchos entramos en el punk de los setenta gracias a su disco de versiones, mencionado siempre de forma acotada: «el Spaghetti». Por ese camino llegamos a apreciar el valor artístico residente en salir a tocar en pelotas, reventarse una botella en el pecho y despedirse del público cagando sobre el charco de sangre. Sí, qué rebeldes hemos sido gracias a que un día, de niños,  escuchamos a los Guns.

Solemos, los que fuimos fans, masturbarnos mutuamente con estas teorías de la puerta de entrada. Darnos palmaditas en la espalda y grandes aplausos a nosotros mismos, pero olvidamos el mayor logro que tuvo este grupo cuando se puso de moda. No fue servir de primer paso en nuestras biografías melómanas rockeras. Fue, no se me caen los anillos por reconocerlo, todo lo contrario. Lo positivo de que se pusieran de moda Guns N’ Roses fue volvernos a todos un poco más pijos.

En 1991, cuando salieron sus singles de «Don´t cry», «November Rain» y «Civil War», ocurrió un hecho fantástico. Cientos, miles de adolescentes, en su mayoría féminas, que se habían comprado ese verano el musicassette de Alejandro Sanz Viviendo deprisa, se hicieron fans declaradas de los Guns. En casa, unos escuchábamos el temazo del momento, «Enter Sandman» de Metallica. Otros, «Se le apagó la luz», del bueno de Álex, pero al ir al cole, al encontrarnos en el bus, hablábamos de que en «Live and let die», cuando Axl Rose cantaba lo que ponía en las letras que decía «but if this ever changing world», lo que se le oía era «parecer ser changing world». Y nos reíamos. Nos dábamos codazos. Guiños. Nos hacíamos amigos. Estábamos unidos por algo gentes diferentes. Confluimos. Todo era hegemonía de masas y núcleos irradiadores.

En esta breve primavera de los tiempos ocurrió un momento mágico, porque luego nos separamos, nos bifurcamos, unos tiraron por «Una rosa es una rosa» de Mecano e «Historias de amor», de los nunca bien ponderados OBK, y los otros por el «Countdown to extinction» de Megadeth y el «Deltoya» de Extremoduro. Al volver de vacaciones del pajillero verano de 1991 —no recuerdo otras vivencias más espectaculares— el lanzamiento de los citados singles coincidió con el estreno en televisión de un hito de la televisión mundial, la ficción moderna y por qué no, la historia de la literatura: Sensación de vivir. ¿Y qué ocurrió? ¿Qué tiene que ver nada con nada en este texto? Pues que, unidos por los Guns, vimos la serie juntos. El domingo por la noche nos llamábamos por teléfono para comentar el episodio. Hablábamos, chicos y chicas, sobre el amor, sobre el dinero y sobre tupés: sobre filosofía. Y nos despedíamos con un «ahora me voy a poner “Don´t cry” para pensar en lo que le ha pasado a Brenda». Era mentira, claro, te hacías una paja, pero ibas de ese palo.

Sensación de vivir (1990–2000). Imagen: 90210 Productions Fair Dinkum Productions / Spelling Television / Torand Productions

Pero no es de Sensa de lo que quiero hablar, sino de lo que ocurrió al verano siguiente: Melrose Place. Un año de un adolescente equivale a siete de un adulto, como en los perros, y doce meses después ni nos acordábamos de Dylan y con «November Rain» ya nos dejábamos influir por los que decían que sabían y proclamaban que eso era una castaña y los Guns unos vendidos y unas vedetes y que solo había un dios verdadero, que era Metallica, que nunca jamás, ni de coña, serían unos divos. Sin embargo, una huella difícil de borrar se quedó dentro de nosotros a pesar de la reconversión. Como ese archivo que nunca se borra de un programa que alguna vez tuviste instalado en el ordenador. De modo que cuando apareció Melrose Place nos arrojamos también en sus brazos ávidos de romances. Estábamos programados.

No voy a venderles la serie yo ahora a ustedes. Ya deberían haberla visto, que ya tienen una edad. Además, tampoco podría resumir el argumento alegremente. Todo en esta vida se puede despachar con tres frases, pero Melrose Place no. Si no la has visto, necesitarías que de niño te la relatase tu abuelo dando largos paseos hasta que fueras un crío de cuarenta años. Lo que va a ocurrir en el mundo con el barril de petróleo a veintinueve dólares lo puede explicar cualquiera, lo que pasaba en Melrose no. Ahí uno frunce el ceño y dice: «es que es complejo».

Pese a todo la serie tiró millas en Telecinco con mayor o menor éxito de audiencia. Estaba concebida como una Sensación de vivir para adultos y en su aparición hubo un bello spin-off en el que Kelly saltaba de una serie a la otra para liarse con Jake. Kelly, interpretada por Jenny Garth, era una sufridora de primer orden. Millonaria de madre cocainómana, se enamoró en este episodio de un obrero motero, Jake, Grant Show, que la abandona de mala manera por miedo a herirla. Un conflicto generacional, de clases sociales. Ahí estaba todo. Además, Jake era un obrero de reformas que luego monta un garito. Pertenecía a una estirpe legendaria de grandes folladores.

Pero bueno, al fin y al cabo aquello era una serie más, con sus cosas y tal, pero una más. Sin embargo, en 1997 en España se produjo un acontecimiento planetario. Durante el verano, echaron doble capítulo mañanero de Sensa y doble de Melrose. Nada nuevo, pero el de Melrose correspondía a la quinta temporada. Los profanos desconocen la magnitud de lo que estamos hablando. Ana Karenina al lado de esa temporada es un mongotuit de Paulo Coelho.

Sin abundar especialmente en el asunto, mencionaré las dos grandes historias de amor que hicieron que ese verano edificantes comportamientos como estar bailando «Love & Respect» en los chiringuitos con un pantalón pirata blanco y un sombrero de paja careciera completamente de sentido. Y eso que también se podía levantar el dedo índice echando el hombro izquierdo hacia delante y luego el derecho y otra vez el izquierdo y así sucesivamente repitiendo el estribillo de «La Flaca» mirando a unas chavalas que no te hacen caso ninguno, pero tampoco tenía sentido. El verdadero carrusel de emociones en el verano de 1997 estaba sudando el culo delante del aparato televisor de tubo de rayos catódicos. Vean el porqué.

Peter Burns, Jack Wagner, era un doctor. Rubio, de ojos azules. Mala persona, buena persona, dependía de la trama del momento. De repente fue bueno para enamorarse de Amanda, Heather Locklear, verdadera estrella de la serie. De hecho, la introdujeron con la finalidad expresa de que levantase la audiencia. Como cuando fichas un delantero centro nato buen cabeceador en el mercado de invierno, que no sueles decirle que lo esencial es que le caiga bien al público porque lo importante es participar.

Su amor tuvo muchas trabas que no recuerdo, pero al final se consumó. Se fueron a vivir juntos y todos esperábamos, qué sé yo, que tuvieran un hijo o cuando menos vieran series juntos, cosas que hacen las parejas estables. Aunque en aquella época las parejas no eludían el sexo con refinados seriales de HBO sino con Esta noche cruzamos el Mississippi, pero ese es otro problema.

El caso es que cuando su romance estaba en orden, se mudaron al barrio los McBride, Kyle y Taylor, Rob Estes y Lisa Rinna. Él era un veterano de la primera guerra del Golfo que se despertaba por la noche entre sudores por el estrés postraumático del conflicto. Yo creo que lo que le atormentaba en realidad era que la guerra del Golfo marcó el final de la década de los ochenta y todo se llenó de abominables ritmos de batería quebrados, pero los guionistas no profundizaron en el trauma. Nos mostraron que abrió un restaurante y que su mujer era la metre, posición privilegiada desde la que dedicaba miradas y miraditas a todos los personajes del barrio que iban a comer. Peter entre ellos. ¿Pero era solo eso, una metre cachonda? ¿No había algo más? ¿Rompería Peter su amor con Amanda solo por tirarse a la primera que se le cruza en un restaurante? Claro que había más.

Resultó que Taylor era la hermana pequeña de la primera mujer de Peter, trágicamente fallecida y estaba enamorada de él en secreto desde niña. Y a falta de un Facebook desde el que espiar con un perfil falso a una persona con la que se está obsesionada, cogió los trastos y directamente se mudó debajo de la casa de su cuñado. Lo inevitable ocurrió y al final el cántaro fue a la fuente como un ciudadano maño arrojando un botijo con las dos manos contra un frontón y rompieron a follar y la pareja idílica con Amanda, dos rubios triunfadores, se fue al garete.

alg-melrose-jpg

Melrose Place (1992–1999). Imagen: Fox Television Network / Spelling Television.

No les contaría esto si acabase aquí el affaire. Cuántas parejas se habrán roto en culebrones. Miles. De hecho, en eso consiste este egregio género de la ficción de nuestro tiempo. En deshacer parejas y arrejuntarlas de nuevo en combinaciones de equis elementos tomados de equis en equis de forma obsesiva compulsiva.

Aquí, si Peter hubiera querido echar una cana al aire muy bien podría haber recurrido a los servicios de una profesional. Había gato encerrado. Y efectivamente lo que ocurría es que a Peter lo que le ponía era algo oscuramente irresistible y con lo que no podía competir cualquier escort. Empezó a vestir a Taylor con las ropas de su mujer fallecida y a actuar como que era ella. No recuerdo detalles más pormenorizados de tamaño drama, sobre todo para Amanda y también para Taylor, que no esperaba algo así. Pero sí hubo dos fotogramas inmortales que me siento en la responsabilidad de compartir con las nuevas generaciones.

En el primero, Peter y Kyle se emborrachan como dos buenos vecinos. Cuando llegan a casa abrazados tropezándose con todo, Peter se echa a dormir en el sofá del salón y Kyle se va a su cuarto. Entonces aparece Taylor, que arropa a Peter y, mientras este yace inconsciente completamente alcoholizado, le acaricia la cara, siente su pasión prohibida, le pasa los dedos por los labios y lo morrea.

Bien. Los técnicos de fotografía de Aaron Spelling hacían que todo cuanto sucedía en la serie resultase aséptico, para que pudieran consumirlo las buenas gentes de centro democrático sin salirse de su zona de confort, pero a cualquier persona, más si éramos españoles con una cultura alcohólica anterior a los romanos, y a los fenicios también, aquello lo veíamos como lo que era: una tía que le da un morreo a un borracho que está durmiendo la mona con la boca abierta de medio lado que además es el exmarido de su hermana la que se ha muerto. ¿Mas no es eso el amor? Nos preguntábamos. Pues sí. El amor puro. Otra cosa no podía ser.

Sensación, la del amor puro, no la arcada de lo de besar a borrachos comatosos, que volvía a repetirse en ese otro fotograma cuando Peter vestía a Taylor con las ropas de su ex y la observaba. Taylor sabía que algo ahí no iba bien —¿qué esperaba?— y tenía cierto gesto de preocupación. Pero Peter estaba entregado a su pasión y le importaba un huevo el qué dirán. Sus ojos eran lascivos, los entrecerraba cuando la veía, era la mirada de ese hombre que en 1999 escribió «busty blonde» en Altavista y en 2016 «hairy natural granny» en Google. Difícil de olvidar todo aquello. Ahí se hallaba el amor puro en toda su intensidad. Y vuelvo a sentirlo una y otra vez cuando un pornotube me dobla el alma. Aquí estoy yo, como el doctor Peter Burns, me digo. Y también miré como Peter la victoria de Grecia en la Eurocopa de 2004 y el documental de Metallica en el que hacen terapia de grupo porque uno está un poco plof y le tiemblan los ojos como a Candy Candy.

Y la otra escena inolvidable de aquella época fue una historia, más que un fotograma. Compañero de Peter era el doctor Mancini, Thomas Calabro. Mentiroso, manipulador y avezado follarín, el doctor era un no parar de grandes momentos para la posteridad, pero lo que le ocurrió con su mujer no tuvo nombre de dios. Resulta que el hombre estaba corriendo por la playa cuando conoció a una rubia muy simpática. Se llamaba Megan, interpretada por Kelly Rutherford que ahora lo ha petado en Gossip Girl, y nada, se conocieron, hicieron migas y el doctor Mancini como entendía que era tradición familiar o algo así se la chingó. El problema entonces era su mujer. Porque se conoce que le gustó tirársela y repitió. Megan era dulce, agradable. No como su parienta, Kimberly, Marcia Cross, una estirada de tres mil pares y capaz de unas maldades que ni la banda terrorista ETA. O sí, porque al final de la temporada tres con mucha tranquilidad puso una bomba en el complejo de apartamentos que da nombre a la serie. Cosas que pasaban.

oie_F0V45CTMCbLI

Melrose Place (1992–1999). Imagen: Fox Television Network / Spelling Television.

Pero esta trama no iba de terrorismo, iba de redención, como en las películas de John Ford. Ya que… ¿Por qué ligó el doctor Mancini, achaparrado y cetrino, con una pedazo de rubia cuando iba, ítem más, en chándal? Pues porque Megan era una escort, a la que por cierto muy bien podría haber recurrido Peter para vestirla como su mujer y ahorrarse así un desagradable drama doméstico con Amanda, que había pagado ¡Kimberly! para que se ligase a su marido. Sería para conseguir un ventajoso divorcio, dirán ustedes. Pues no. Fue porque tenía un tumor cerebral incurable y le quedaban meses de vida. Quería que su marido no sufriese por ella, rebajar como pudiera el disgusto y esa brillante idea fue lo que se le ocurrió. Un gesto noble antes de expirar en una vida plagada de intrigas y vilezas. Redención. Expiación. Ya saben quién estaba detrás de esa decisión: el amor puro.

Al año siguiente, 1998, todo cambió. Empezó a llegar internet. Nuestras vidas se volvieron más aburridas y pasarse un verano viendo series ha llegado a ser hasta normal. No obstante, en horario infantil, nunca volvió a verse en una serie tanto amor puro reconcentrado de tal manera que hasta desviaba la luz solar. Gracias Aaron. Nunca lo olvidaremos. Que la Troika te nombre presidente del Reino de España.

La entrada Me acuerdo mucho de Melrose Place aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Diecisiete bajo cero: Matteo Garrone y Jacques Audiard

$
0
0
Iglesia de Foto: Álvaro Corazón Rural.

Iglesia de Drvengrad. Foto: Álvaro Corazón Rural.

En las montañas de Mokra Gora, en Serbia pero con el roaming del móvil conectándose con Bosnia, está el pueblo de Drvengrad. Es el decorado en el que Emir Kusturica rodó La vida es un milagro, pero con los años se ha convertido en un lugar de peregrinaje turístico en el que el director ha dado rienda suelta a todas sus obsesiones. Hay una plaza de Maradona, efigies de Fidel Castro y Yuri Gagarin por las esquinas. Murales de Fiodor Dostoievski en toda una fachada y una cárcel del pueblo con George Bush Jr. y Javier Solana tras las rejas. Prueba a pedir una Coca-Cola en el restaurante o la cafetería, verás qué cara te ponen. En fin, todo en general es un totum revolutum de imaginería que al fin y al cabo ha puesto en el mapa este pequeño lugar y que sirve de escenario para la celebración del Festival Internacional de Cine de Kustendorf, que este invierno ha cumplido su novena edición.

Las jornadas están orientadas a los estudiantes de cine. Se conciben como una oportunidad de charlar con los mejores directores europeos y del resto del mundo. Para los periodistas, el valor del evento reside en que, entre orquesta de gitanos y licores varios mediante, uno puede terminar hablando con los directores invitados con toda naturalidad y sin cortapisas. Digamos que es un festival cálido, aunque este año el termómetro marcara -17 grados a las diez de la noche el segundo día.

¿Y de qué se puede hablar en estas circunstancias? Pues, por ejemplo, cómo no, de la obra del pintor español Francisco de Goya. Es la influencia que citaba Matteo Garrone, aclamado autor de Gomorra, en su última película, estrenada el año pasado, El cuento de los cuentos; un proyecto que para sacarlo adelante necesitó poner su casa como aval para obtener un préstamo del banco. «No pasa nada, soy un jugador, todos los domingos juego al póker con dinero, me gusta el riesgo», dice riendo, «dedicarse al arte es muy peligroso, hay mucha gente que se ha suicidado (risas)». Aunque para él es casi un destino. Creció en un museo, se dedicó a la pintura y dio el salto al cine muy influenciado por pintores como Caravaggio, Rubens, Velázquez y el aludido pintor aragonés: «Cuando tenía veinte años ya conocía la obra de Goya, pero en un viaje a Madrid, en el Museo del Prado, pude decir que le descubrí. Nunca antes había visto el poder que tenían esas pinturas como en ese museo. Vi sus cuadros desde el principio hasta el final, su época oscura. Todo aquello me fascinó y para rodar esta película empapelé toda mi oficina con sus Caprichos porque esa mezcla de fantasía y realidad, de alegría y tristeza, era justo lo que necesitaba para adaptar la obra de Giambattista Basile».

Basile fue un escritor del siglo XVII. En sus cuentos creó personajes como el ogro, el Gato con Botas, la Bella Durmiente o la Cenicienta. Sin embargo, esos personajes se han terminado convirtiendo en los protagonistas de los cuentos infantiles clásicos. En su día, esto no era así ni mucho menos. El sexo y la violencia, con brutalidad gore, eran sus ingredientes: «A Giambattista Basile, aunque es uno de los mejores escritores, un clásico, desafortunadamente muy poca gente le conoce. Él escribía sus cuentos para entretenerse, era pura diversión, para él y para los miembros de la corte. De hecho, fue su hermana la que publicó sus libros, en vida él no sacó nada. Luego cuando apareció una edición alemana de su obra los hermanos Grimm escribieron un prólogo subrayando la importancia que la obra de Basile tenía para ellos».

Una película, El cuento de los cuentos, que conecta con su trabajo anterior, Reality, tan distintos a priori, porque, según explica, «ambas son historias sobre amor y obsesión». Con la salvedad de que el personaje de esa película sobre la televisión moderna estaba basada en hechos reales, en un caso tan cercano como que ocurrió en su familia: «Para Reality me inspiré en el hermano de mi mujer. La crítica se confundió, se pensaron que era una película sobre Gran Hermano, pero no era el caso. Lo que quise mostrar es cómo en nuestros días una persona puede echarse a perder por perseguir unos sueños artificiales. Y no solo él, también todos los que están alrededor, sus familiares, le empujan a que sea famoso para tocar también ellos algo de esa gloria. Para mí era más interesante ese viaje psicológico que puede recorrer hasta perder su identidad que los propios realities de la televisión como tales. Todo el mundo tiene sueños que pueden convertirse en pesadillas, pero hoy existe esa filosofía de que si no sales en televisión es que no existes».

Aunque no vea la televisión, por lo que no podíamos dejarle de preguntar era por la adaptación de Gomorra a la pequeña pantalla que Nacho Carretero calificó en esta casa como «sublime». A Garrone le ofrecieron el proyecto, pero no quiso aceptarlo: «Después del éxito que tuvo mi película no acepté hacer también la serie porque no quise volver al mismo tema, para mí era difícil volver a ese sitio y ponerme a rodar otra vez lo mismo. Pasé. Pero creo que es una gran idea haber hecho la serie, eh. De hecho, cuando leí el libro, antes de que las series fuesen tan trendy, en 2006, vi que una serie era el formato ideal para esa historia, era la mejor forma de desarrollar todo lo que hay en el libro».

Matteo Garrone. Foto: Álvaro Corazón Rural.

Matteo Garrone. Foto: Álvaro Corazón Rural.

Ahora se dice que las series son el nuevo cine, pero Matteo no tiene una opinión formada sobre el fenómeno: «No puedo participar del entusiasmo de la gente por las series, no sé por qué, la verdad es que cuando era chaval sí que seguía con atención la serie Heimat, alemana, pero ahora no sigo ninguna. Creo que suponen una forma interesante de poder contar una historia porque puedes desarrollar más el personaje». Pero en Italia cada vez se hacen más series sobre la mafia, como El capo dei capi en 2007, la aludida Gomorra o Romanzo Criminale. ¿Por qué? pregunto: «Pues porque funcionan, porque le gustan a la gente, el problema que tengo yo es que cuando algo se pone muy de moda prefiero ir en la otra dirección (risas)».

En sus inicios, los protagonista de las películas de Garrone eran inmigrantes. Prostitutas africanas, trabajadores albaneses… Inolvidables son las escenas de Terra di mezzo, su debut, en las que un anciano iba en bicicleta en la periferia de Roma hasta una prostituta nigeriana a solicitar sus servicios. Nos interesa saber qué le motivaba a filmar estas denuncias: «Aquello sirvió como denuncia, pero con el paso de los años me he dado cuenta de que no lo era. Tengo que ser honesto. Yo era pintor, trabajaba el óleo sobre madera. Y pintaba lo que veía en la calle. Cuando en los arrabales de Roma vi esta atmósfera de prostitutas africanas y los viejos yendo en bicicleta me sorprendió. Yo no era consciente entonces de lo que quería hacer, solo pretendía contar una historia diferente, y cuando vi todo aquello noté que había algo surrealista. Era una escena como de ciencia ficción. Un realismo mágico si quieres. Por eso tengo que reconocer que no quise hacer una historia sobre una prostituta en una calle por la noche, sino sobre esa atmósfera concreta. Me encanta Rossellini, por ejemplo, es una de mis mayores influencias, el cine social italiano, pero no creo que esta película fuese de denuncia, tan solo quise contar la historia de lo que ocurría bajo ese árbol. Con Gomorra fue lo mismo. No la filmé porque quisiera denunciar nada, sino porque al leer el libro sentí como si la historia, en un sentido metafísico, me llevaba a la ciencia ficción».

Entonces, tenemos que entender que su Primo amore, en la que un hombre obsesionado con la perfección obliga a su mujer a no comer con régimen salvaje, una tortura, para que sea ideal, no era tampoco un film de denuncia de la presión que sufre la mujer por cuestiones estéticas, entre otras muchas: «En lo que yo estaba interesado era en el cuerpo, es una obsesión para mí, con esas metáforas sobre Cristo y un punto sadomasoquista, pero no puedo comentar mucho porque esta historia fue muy dura, una película muy dolorosa que no he vuelto a ver. En Italia a mucha gente le encanta pero mucha otra la odia».

En uno de los momentos más hilarantes del festival, y no hubo pocos precisamente, Jacques Audiard recibió de manos de Emir Kusturica un premio por su próxima película, que está por filmar. El ganador de la Palma de Oro en la última edición de Cannes también tuvo ciertas dificultades para sacar adelante su película. Dheepan es la historia de un hombre, una mujer y una niña de Sri Lanka que tendrán que fingir ser una familia para poder ser acogidos en Francia como refugiados: «La película no era estrictamente francesa, el casting no era francés desde luego, y con un proyecto así vete tú a pedir una subvención a la televisión pública francesa… Pero yo salgo de mi casa en Francia y no oigo a mucha gente hablar francés».

El protagonista trata desesperadamente de huir de la violencia, a cualquier precio, pero cuando se cree a salvo en París vuelve a verse inmerso en ella. Hay algo que recuerda a Perros de paja de Sam Peckinpah y, en efecto, Audiard llegó a valorar filmar un remake del clásico: «Después de Un profeta, cuando abordé el tema de los inmigrantes en Francia, me rondó por la cabeza recuperar esa película, hacer una nueva versión, supongo que iría sobre toda esa gente que viene de fuera y se instala en Paris; pero cuando empecé a tocar el proyecto con los guionistas vi que no tenía sentido llevarlo a cabo. Lo que sí que me han dicho también es que hay alguna escena que recuerda a Taxi driver, la de la escalera concretamente, y la verdad es que puede ser, pero estas referencias se me cuelan de una forma de la que no soy consciente, me vienen las ideas, nada más, y las hago así, pero entiendo que la inspiración me llegará por cosas que ya he visto y cuando me lo dicen después me doy cuenta de que sí, de que tienen razón (risas)».

Jacques Audiard.

Jacques Audiard. Foto: Álvaro Corazón Rural.

La cinta dura casi dos horas, como De óxido y hueso, su anterior trabajo que estuvo nominado a los Óscar, y su reconocida Un profeta dos horas y media. En estos tiempos en los que cada vez es más difícil que alguien fije la atención tanto tiempo sobre una misma historia es interesante conocer la opinión de Audiard sobre el fenómeno, pues va completamente contracorriente: «Es cierto que cada vez queda menos gente que preste atención durante más de dos horas. Antes no era así. También, si pones a un chaval de hoy a ver películas en blanco y negro dudo mucho que las soporte, sería casi imposible que las acabase. Soy plenamente consciente, pero sería un lunático si tratara de corregir esto».

No obstante, en Un profeta llamaba la atención cómo dividió la película en episodios, en capítulos, como si fuese una serie. Le preguntamos entonces si esa no es su forma de adaptación al nuevo público: «Cuando empecé a trabajar con el guionista de Un profeta, mi amigo Thomas Bidegain, se nos planteó el reto de tratar de contar seis años en la vida de una persona, cómo mostrar sus rutinas, las repeticiones constantes de actividades, que trasmitieran lo más fielmente posible esa experiencia; cómo hacerlo si ahora se ha producido una revolución y el público se ha adaptado completamente a historias de cincuenta y dos minutos. Pues lo que hicimos fue dividir la película en capítulos. Como en las series, efectivamente».

Y en su último trabajo también ha recurrido a técnicas similares, no tan explícitas, para adaptarse a los nuevos tiempos: «Con Dheepan hemos hecho como un videojuego, si te fijas el protagonista va subiendo niveles, como pasándose las fases de un juego. Incluso también mezclo géneros y hay un momento, que fue idea mía y estoy muy orgulloso, en el que el protagonista pinta una raya blanca en mitad del patio para dividir el barrio en dos, y con eso lo que quise marcar fue el cambio de un género a otro. Y estoy muy contento ¡al final no soy tan mal guionista! (risas)».

A Audiard le han acusado en su último trabajo de mostrar una Francia muy degradada, barrios conflictivos que hace años que ya no lo son, y que encima da una visión idílica de Gran Bretaña en comparación. Con el nacionalismo hemos topado: «Siempre me han criticado por meterme con el Estado francés, pero yo no hago documentales. Aunque el actor principal de Dheepan, que no es profesional, me dijo que la historia de esta película venía a ser la historia de su vida».

Premiado en Cannes en 2006 con 12:08 East of Bucharest, Corneliu Porumbiu es uno de los mayores exponentes del nuevo cine rumano. Un pequeño país que no para de dar nombres brillantes, Cristi Puiu, Cristian Muniu… Le pregunto el porqué de esta generación si la tradición cinematográfica en su país no es tan sólida como la de algunos de sus vecinos: «No sé, la verdad es que no es que tengamos una gran escuela de cine tampoco, son cosas que suceden sin más».

corneliu_kustu

Emir Kusturica con Corneliu Porumbiu. Fotografía cedida por Kustendorf Film and Music Festival.

En Kustendorf presentó su última película, Comoara (El tesoro), sobre la búsqueda de un tesoro que habían enterrado en un pueblo antes de la instauración del régimen comunista: «Originalmente era el proyecto de un amigo, lo iba rodando poco a poco porque no tenía dinero, y cuando vio que no iba a ser capaz me decidí a ayudarlo. Cogimos un detector de metales, como los que lleva la gente en la playa, nos pusimos a ello y no encontramos nada (risas), por eso me decidí a filmar la película».

De sus trabajos relacionados con el sistema comunista y sus huellas destacó también en su día Politist, adjectiv, sobre una investigación policial. Llamaba mucho la atención porque parecía pretender abrir un nuevo género de cine negro, el del este de Europa, donde no hay glamour ni femmes fatales, donde el caso en el que trabaja el detective es tremendamente aburrido: «Es que cuando me puse a ver cómo era la vida de los policías en mi país me di cuenta de que era muy burocrática, en realidad se pasan la vida rellenando papeles, y eso es lo que quise plasmar».

Aprovechamos para sacar a colación la entrevista que le hicimos a Francisco Veiga, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, en la que explicaba que en estos países el comunismo gozó de cierta aceptación porque permitió a los hijos de los campesinos ir a la universidad e instalarse en las ciudades con todos los honores, pero nos lo desmitifica también: «Sí que se produjo un flujo importante de población del campo a la ciudad, como en cualquier revolución industrial, pero fue un cambio, al contrario que en otros países, muy poco natural, muchos de los que venían de los pueblos siguieron llevando en realidad la misma vida, tenían animales en los pisos y cultivaban los jardines que estaban alrededor de los bloques (risas)».

La novena edición de Kustendorf ha sido un excelente escaparate de la cinematografía actual, de esa que los organizadores quieren llamar «desconolonizada», pero la película más conmovedora se proyectó al final. Fue Blanka, del japonés Kohki Hasei. Rodada en las calles de Manila, Filipinas, trata de la peripecia de una niña huérfana entre los niños de la calle, carteristas y rateros, pedigüeños en el mejor de los casos. Realizada prácticamente sin actores profesionales, antes de llevarla a cabo su director estuvo meses vagando por las calles de esta ciudad hasta dar con el tema que quería para obtener la financiación que puso a su disposición la escuela de la Biennale de Venecia, ciento cincuenta mil dólares. La niña protagonista la encontraron cantando en YouTube y su compañero, un ciego que pide en las calles tocando la guitarra, falleció al poco de terminarse el rodaje. Hasei escribió las letras de las canciones que cantaba en japonés, se las tradujeron al inglés y de ahí al tagalo. Preguntado por los alumnos de cine reunidos por Kusturica en Drvengrad por su secreto para firmar tamaña maravilla, fue parco en palabras, «ser uno mismo, nada más», y tierno: «pero yo no soy un maestro, solo un little chicken».

Kohki Hasei.

Kohki Hasei. Foto: Álvaro Corazón Rural.

Hasei presentó aquí su película con todos los honores porque ya había sido premiado años atrás en este festival en el certamen de cortos. Este año ganó Wartburg, del húngaro David Borbas, sobre un atraco cometido por unos desempleados. Aunque a quien esto escribe le fascinó el cortometraje iraní Unknown, sobre dos policías que tienen que enterrar el cadáver de un suicida, pecado grave en el islam, y nadie quiere que lo hagan en su pueblo o en sus tierras. Y la representación española, Nothing Stranger, del español Pedro Collantes, un relato sobre amistad y pérdida rodado en el sur de China en parajes privilegiados acreedor de las virtudes propias del nuevo cine oriental. El argumento, sobre una china francesa o viceversa que vuelve a su país y choca con los contrastes y la sensación de no pertenecer ni a Europa ni a Asia. Ya lo hablamos aquí en su día en clave española

Después de cada jornada de películas había programada una actuación musical siguiendo los criterios del festival. Hubo punk rock de la antigua Yugoslavia, Partibrejkers, trompetas moldavas, Adam Stinga, la banda que ganó el festival de la trompeta de Guca el año pasado, quizá el más desmadrado de Europa sin que suene un solo acorde de rock o disco de música electrónica, la Dejan Lazarevic Orchestra, y entre otros, el grupo armenio Reincarnation, todo un descubrimiento. Tocan reggae y ska, con trompetas por supuesto, y no perdí la ocasión de ver cómo terminaron tocando esos estilos en Ereván. La respuesta seguía la línea de lo que ya contamos en la entrevista a la periodista Virginia Mendoza sobre este país: «Es que el reggae es música muy armenia«, dice Tigran, uno de los trompetistas, «¿de dónde la sacaron los jamaicanos? De Etiopía, donde en los tiempos del emperador Haile Selassie había muchos armenios, son dos culturas muy cercanas la etíope y la armenia».

Tigran se despidió de mí contándome un chiste armenio sobre españoles: «Van un azerí, un georgiano, un armenio y un español en un coche, paran, y le dicen al español: bájate, tú no eres de este chiste». Por lo pronto, si nos seguimos esforzando en consumir la cultura de un solo país de los casi doscientos que hay en el mundo, el chiste tendrá rango de profecía.

Foto: Álvaro Corazón Rural.

Foto: Álvaro Corazón Rural.

La entrada Diecisiete bajo cero: Matteo Garrone y Jacques Audiard aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Benjamín Zarandona, un futbolista del barrio

$
0
0

Benjamín Zarandona para jot down 1

En estos tiempos modernos uno puede empezar una conversación de fútbol con los amigos preguntándose cuál sería el modo óptimo de defenderle un córner al SlaskWrocklaw de Silesia si te juega con doble pivote, llevas tres amarillas y hay cierta nieblilla. Lo normal es que el debate termine con toda clase de expertos en morfología del tiro libre a punto de llegar a las manos, pero pronto se impondrá la cordura y la discusión se orientará hacia cuestiones de mayor calado, como por ejemplo qué harán los futbolistas con millones de euros en el bolsillo en su día libre a las cuatro de la mañana. Cuando se llega a ese punto siempre salen dos nombres a colación. El de la mujer de Zambrotta y el de Benjamín Zarandona. De Valentina poco hay que decir, del hispanoguineano, sabido es hasta la saciedad que fue sorprendido por su presidente en el Betis, Manuel Ruiz de Lopera, cuando organizaba una fiesta en su casa con los compañeros y otra gente muy simpática.

Pues en una de estas nos dio por llamar a Benjamín a ver si le apetecía recordar estas historias y su respuesta fue palmaria: «No quiero hablar de Halloween». Y los argumentos todavía más claros. «He jugado diez años en primera, he hecho más cosas que eso». Y la verdad es que llevaba razón, por eso nos dirigimos igualmente hacia Valladolid, donde ha vuelto a vivir tras colgar las botas, y aprovechamos para irnos de pinchos con él y que nos contara.

Su padre era vasco, de Portugalete. Cuando le llegó la hora de hacer el servicio militar aprovechó una mili especial reducida que se podía hacer en Guinea. Allí vio que el país ofrecía buenas posibilidades para hacer negocios. Juró bandera y en lugar de volver a España se quedó buscándose la vida. No le fue mal, ni en el dinero ni en el amor. Conoció en Guinea a su mujer, la madre de Benjamín, y allí tuvo cuatro hijos. Sin embargo, cuando el país africano empezó a dar pasos decisivos para independizarse de España, le recomendaron que pusiera pies en polvorosa y regresó.

Tras pasar un par de años en Bilbao, un hermano, tío de Benjamín, le recomendó que se fuera a Valladolid, donde él trabajaba como profesor, pues allí sobraban las oportunidades. Se mudó toda la familia para la capital castellana y allí siguió con lo suyo: tuvo cinco hijos más. Uno de ellos, el nacido en 1976, era Benjamín. Vino al mundo en el pucelano barrio de las Delicias: «En sus calles me hice futbolista, jugando con mi hermano, con los amigos del colegio, con todo el mundo. Peloteábamos entre los coches. Por todas partes. Todos los grandes talentos han salido del fútbol callejero, Messi y Ronaldinho no iban a escuelas. Y si las hubiera habido mi padre no tenía cien euros al mes para pagarlas. Pero fuimos muy felices, solo pensábamos en divertirnos».

Benjamín Zarandona para jot down 3

Y en estas estaba cuando le ficharon. Fue un momento muy poco cinematográfico. Un señor pasaba por la calle, de nombre Manolo, se fijó en los chupinazos que le arreaba al esférico y se fue directo a preguntarle a su padre si podía incorporarlo a Don Bosco, un equipo de la ciudad: «Nuestro campo estaba al lado de un poblado gitano, Las Graveras, si tirabas el balón y acababa ahí lo dabas por perdido. A veces cuando íbamos no podíamos jugar hasta que los gitanos no terminaban de comer, que se ponían a hacer banquete familiar en una de las porterías. El patriarca decía: “Hasta que no acabemos, nada”. El tío no se levantaba y no se levantaba. Recuerdo que había un chico gitano que luego cuando nos poníamos a jugar se quedaba en la banda mirando. Un día le dije al entrenador que hiciera el favor de dejarle jugar con nosotros, que daba igual que fuera gitano. Lo hizo y se convirtió en nuestro mejor jugador. Hasta metió el gol de cabeza al Valladolid con el que les ganamos la liga, y eso que ellos tenían a Rubén Baraja. Luego lo dejó en cadetes. Los gitanos lo tienen muy difícil para continuar con el fútbol, de hecho hay muy pocos que lleguen; pero este hombre sigue viviendo allí, tiene cuatro hijos y va al culto que está al lado».

Poco después Benjamín dio el salto al filial del Valladolid. Cuando alcanzó cierta estatura, en los entrenamientos se cambiaba las botas con un jugador del primer equipo, José Luis Pérez Caminero. Su caso fue muy curioso. Llevaba dos meses sin ir convocado con el filial cuando un entrenador, Fernando Redondo —no confundir con el centrocampista argentino—, le pasó un peto en un entrenamiento y en dos días le anunciaron que viajaría desde ese momento con el primer equipo: «Debutar en primera te sorprende, para mí el ritmo que llevaban lo notaba mucho. En lo físico te rompen. A mí siempre me ha gustado la carrera continua, siempre he ido a correr con mis hermanas, que hacían atletismo, pero la caña que se dan en primera división era increíble, sobre todo porque los campos eran muy grandes y las distancias se me hacían enormes».

La primera vez que puso los tacos en un campo de primera división fue en Anoeta. Confiesa que no se enteró de nada, solo de lo bueno que era Kodro: «Perdimos tres cero, yo no había dormido esa noche, me dijeron que iba a debutar cuando viajábamos en el bus y me puse muy nervioso». En el Bernabéu no le fue mucho mejor. En un error suyo, el jugador al que marcaba metió gol, con el agravante de que ese jugador era Miguel Porlán «Chendo». El diario El País comenzó así su crónica «Hay cosas que no se ven todos los días». Benjamín luego soltó dos patadas y se fue expulsado en el 80. Todavía le pitan los oídos de la bronca que le echaron sus compañeros.

Además de los nervios, al poco tiempo, la patria también llamó a su puerta: «Tuve que hacer la mili. Pero mi padre habló con el teniente coronel para que me diese un pase de horas y poder ir a entrenar por la mañana. En la negociación el militar se sacó cien entradas para cada partido y me dejó. Al final nadie me quería tener en el cuartel porque me escaqueaba mucho. A las nueve y media formaba y me iba. Así me fue. Cuando hice las maniobras no sabía ni coger el fusil».

El valor que tenía lo que había logrado, estar en la primera plantilla de un equipo de primera, se lo enseñó Rubén Baraja con su marcha. El centrocampista tuvo que volver a batirse el cobre en el Atlético de Madrid B: «Creo que no contaron con él porque a lo mejor en ese momento había madurado tanto como para estar en primera o lo que fuese. Son cosas de los entrenadores, pero que no estés maduro en un momento dado no quiere decir que no vayas a ser futbolista, mira precisamente la trayectoria estelar que ha tenido él».

En aquel primer equipo estaban el portero González, Torres Gómez, el rumano Belodedici, Albesa, el delantero centro polaco Jan Urban, «a este un día lo pusieron a jugar de central porque no teníamos a nadie, le eligieron a él por lo alto que era y lo hizo fenomenal», recuerda riéndose. No obstante, el personaje que más le marcó en aquellos primeros días fue el físico Jesús Cuadrado Pina: «Nos hacía entrenar demasiado, era bestial, a mí personalmente me vino muy bien, pero los veteranos se amotinaron y exigieron que le cesaran, como así ocurrió, decían que eso era mucho entrenar».

Benjamín Zarandona para jot down 4

Luego le fichó Nike y enseguida le llamó la selección española. Todo iba muy rápido. Marchó al Europeo sub-20 de Bari. «Jugamos contra Toti, ya nos avisaron de que uno de ellos era muy bueno, pero no imaginábamos que tanto. Hizo dos cosas y ganó él solo el partido». Se probó la camiseta nacional en Rumanía, en el Preeuropeo, y marcó dos goles. La prensa tituló «Brindis con Benjamín». El rival era Eslovaquia, el resultado 2 a 4. «En aquellas convocatorias estaban Michel Salgado, Salva, Juanfran, Angulo, Valerón, que no tosía para no molestar, Manuel Pablo, que también hablaba poco, pero todos llegaron a la élite. Encima yo compartí habitación con Guti, que como jugador ya era la leche y como persona tambiénya se veía que era un tanto especial. El primer día me dijo que la habitación se dividía en dos, con una línea en la mitad, y como el mando había caído en la suya, solo lo podía usar él. ¿Te tengo que pedir permiso para ir al baño también?, le dije. Pero hice una gran amistad con él, solo entrenando veías que tenía un talento espectacular».

En su segundo año en el Valladolid, Benjamín estuvo a las órdenes de un entrenador que entonces contaba con treinta y cinco años: Rafa Benítez, recién llegado de la cantera del Real Madrid, club al que pertenece en el momento de escribir estas líneas. En Valladolid solo duró hasta la jornada 23: «Aprendí mucho con él, es muy buen entrenador, muy técnico. Muy metódico. Quería que el jugador estuviese siempre atento, muy concentrado. Hasta calentábamos siguiendo el sistema que quería implantar. También era un entrenador con sus manías, pero te enseñaba mucho. Además me gustaba de él que no se casaba con nadie. Ahora no sé cómo será en el Madrid, pero entonces pudo ser un adelantado a su tiempo, aunque lo echaran en Navidad».

Pero había excusa. Ese Valladolid estaba preparado para pelear en segunda y fue ascendido repentinamente a la liga de los veintidós equipos tras los descensos federativos enmendados de Celta y Sevilla. Al final el equipo se salvó del descenso por un par de puestos: «Recuerdo a Iván Campo, que nos lo cedieron, era muy bueno y muy fuerte, aunque luego le pasara aquella crisis nerviosa en el Bernabéu, de hecho en Inglaterra luego la mancó. También estaba un croata que trajo Zoran Vekic, Asanovic, de un carácter muy cerrado, no hablaba con nadie, pero nos dio mucho y después triunfó con Croacia, aunque le gustaba meter mucho el codo y le expulsaban de vez en cuando, una vez se peleó con Quevedo en un entrenamiento, que no estaba para historias; el Mami era un jugador ya muy experto, que te decía las cosas a la cara, a los jugadores y al entrenador, no tenía ningún tipo de problema, además que de cabeza es de los mejores jugadores que recuerdo».

Esa temporada el primer susto con las lesiones se lo dio aquel jugador que le cambiaba las botas cuando estaba en el filial, Caminero. Una patada por detrás en el Calderón y le lesionó. El Atlético se llevaba la liga si ganaba esa tarde y el Valladolid le metió un 0-2 en casa. Benjamín de todas formas empezó a ser reclamado por otros equipos. Surgieron los rumores de que lo podía haber fichado el Athletic, pero que no lo quisieron porque era negro. Rumores que han llenado muchos titulares, pero sin ningún fundamento. «Decir, decían», recuerda el jugador, «pero yo no lo sé, yo no estaba en las reuniones».

Después de la ley Bosman cambió por completo el fútbol del continente. Llegaron los equipos de estrellas, como el Real Madrid de Suker y Mijatovic, que un año después fue campeón de liga, aunque Benja los recuerda por quien mandaba aquel año en el vestuario del supuesto sargento Capello: «Nunca podré olvidar la bronca impresionante que le echó Hierro a Capello. Le dijo desde mitad del campo que se callara la boca, porque llevaba todo el partido hablando. Le dijo que se callara y se calló la boca».

Benjamín Zarandona para jot down 5

Aquel año Benjamín explotó como futbolista, pero él achaca parte de aquella escalada de nivel a un compañero: «Le debo mucho a Víctor, es de los mejores compañeros con los que he jugado, un mediapunta impresionante, yo solo le echaba la bola y siempre me la aguantaba, para luego devolverme unas paredes alucinantes que me dejaba siempre solo».

El equipo se clasificó para la UEFA de la mano de Vicente Cantantore: «Este no era ni táctico ni metódico, era psicológico, le importaba solo que hubiera buen ambiente, nos entrenaba con su forma de ser, con los ánimos que daba, que los argentinos suelen ser todos así, e hicimos aquella gran temporada, ese fue su secreto».

Incluso un año después, con un entrenador defensivo como Kresic, «se basaba exclusivamente en que le metieran muy pocos goles, no había goles ni en los entrenamientos, y eso al Valladolid no le vino mal», Benjamín estuvo preseleccionado para ir al Mundial de Francia, pero se cayó con Celades y Roberto Ríos. En aquel momento la cotización del jugador estaba por las nubes y el Valladolid trataba de retenerlo con la esperanza de colocárselo al Madrid por una buena millonada: «Tuve que dar un puñetazo en la mesa del presidente cuando vi que no me iba a ir traspasado ese año. Nunca sabes lo que te puede pasar al año siguiente, te puedes lesionar, puede llegar un entrenador que no te saque, para mí irme en ese momento era una oportunidad de futuro, no solo porque iba a poder ayudar más a mi familia, sino también por mí, el Betis al que me fui era europeo y tenía unos fichajes impresionantes».

Luis Aragonés se lo había pedido a Lopera como «un capricho». Ya se lo había intentando incluso llevar a Valencia. Al final en el Villamarín se quedaron con la copla y lo ficharon ellos. Nada más llegar a Sevilla Benjamín alucinó con la expectación que generaba el fútbol. Cantatore, que fue su primer entrenador allí, no lo entendió como él. La gente quería espectáculo y el argentino metió cinco defensas. «En Sevilla, a la afición del Betis le gusta el fútbol alegre y los jugadores técnicos», recuerda. El proyecto fracasó.

Luego llegó Clemente a salvar los muebles que, en su línea, se puso a bromear con qué clase de modelo de juego le gustaba. «Un día dijo que a él lo que le gustaba era jugar al toque, entonces en el siguiente partido la afición se puso a contar cuántos toques daba el equipo ¡uno! ¡dos! ¡tres! ¡cuatro! y déjate, que le metimos cinco cero al Oviedo». Pero Benjamín estaba en la grada. Le empezaron a matar las lesiones.

Otro vallisoletano, Onésimo Sánchez, aquel extremo ratonero que ahora entrena al Toledo, ya se lo había advertido. Después de jugar toda la vida bajo el inmisericorde frío castellano, cuando fichó por el Cádiz en 1988, empezó a sufrir lesiones musculares. «No sé si sería por eso, pero me lesioné en el cuádriceps, estuve dos meses y medio fuera, luego recaí, me empecé a agobiar, vi que no salía, como decía Onésimo, después de vivir toda tu vida en el frío tu musculatura nota el cambio cuando bajas al sur».

Pese a las lesiones sí pudo vivir la intensidad de los derbis. En uno, él mismo fue el encargado de recoger un cuchillo de cocina que habían lanzado al campo. En otro, años después, un aficionado agredió a un empleado de seguridad con una muleta hasta el punto de que el hombre temió por su vida —por cierto, años después el agresor fallecía en una playa de Cádiz tras clavarse su propia navaja—. «Cuando llegas al Betis y firmas el contrato, solo te dicen una cosa: hay que ganar al Sevilla. Nada más. Se lo dicen a todos los jugadores. Esos derbis son los partidos más difíciles que he visto en mi vida. Antes había mucho salvajismo».

Tras el proyecto fallido de Cantatore y el undécimo puesto conseguido por Clemente, Lopera puso toda la carne en el asador con el fichaje de Griguol, llamado «el Maestro» del fútbol argentino. «Con él era todo táctico, no le gustaban los partidos de entrenamiento y no los hacía, todo eran tácticas y un preparador físico que nos hacía correr una barbaridad y yo físicamente no andaba bien». De remate, se perdió 3-0 con el Sevilla. «Aquella derrota dio paso a una sensación muy incómoda, Tsartas además dijo en la radio que los béticos teníamos que estar un poco escondidos, no nos sentó nada bien eso, hay que tener respeto porque mañana el que pierdes puedes ser tú, de hecho, al final ese año nos fuimos los dos a segunda».

Benjamín Zarandona para jot down 2

Al equipo lo sacaron del pozo otros dos argentinos, Gabriel Amato y Gastón Casas. Tras el ascenso, Benjamín estaba con un pie fuera del club. «Me anunciaron que no iban a contar conmigo, pero Juande me dijo que me quería ver en pretemporada y luego decidiría, al final me sacó un rendimiento impresionante, fue un excelente entrenador, estuvimos líderes dos veces con él y nos quedamos a dos puntos de la Champions».

Quizá no fuese casual, arrastrando tanta lesión, que por aquel entonces a Benjamín los jugadores que más le sorprendían eran los que volaban sobre el campo «Me impresionó mucho en aquellos años Anelka, la zancada que tenía, a tíos como Ronaldo o Roberto Carlos una vez que se ponían a correr era imposible cogerlos. A Beckham, sin embargo, no le vi gran cosa, era un buen jugador pero no me pareció una megaestrella».

Siguieron años de éxito, con Marcos Assunção, «un mago», y Oliveira, «un genio, iba bien con todo». Ganaron la Copa del Rey por, graciosamente, omisión de Benjamín; cuando iba a saltar al campo empató Aloisi para el Osasuna y en lugar de él salió Dani, quien en la prórroga conseguiría el tanto de la victoria. «En las semifinales me tuve que ir al vestuario porque no podía aguantar los penaltis, tuvo que venir el utilero Alberto Tenorio a decirme que habíamos pasado, no me enteré de nada, no quise».

Con los gritos de la canción «Oliver, Benji», el Cádiz recibió la cesión de Benjamín y de otro exbético, el asturiano Oliverio Jesús «Oli», pero fue otro año para olvidar por culpa de las lesiones y los rumores. «Me dio una patada Puñal, de Osasuna, en el gemelo con los tacos que me creó un callo muy importante, me afectaba al nervio, a la vena y a la arteria, estuve tres meses sin poder jugar. No pude, sencillamente. La gente pensó que me quité de en medio y eso me dejó mal sabor de boca, pero tenía una lesión como un caballo. Creían que como el Betis también estaba por la zona baja yo pasaba de jugar. Un periodista de la ciudad me ponía verde, decía cosas que no eran y creó un rumor entre la afición que me lo hizo pasar mal, fue al final una mala época, encima el equipo bajó».

En una última pasada por el Betis, Luis Fernández quiso recuperarlo para los últimos ocho partidos de liga, pero ya no le merecía la pena. Benjamín empezó a centrar sus esfuerzos en poder jugar con su otra selección, la guineana. Y se permitió alguna frivolidad, como posar en Interviú tan solo ataviado con un calcetín verdiblanco en el miembro viril. Fue la única alegría de los últimos años. En un partido contra Ruanda se desmayó y dio la sensación de que no volvería a contarlo: «Llevaba una semana mala, descansando mal, vine de una lesión, no estaba bien, estaba muy cansado, también tenía ansiedad, se me juntó todo y me desmayé en mitad de partido, había cuarenta y tres grados y eran las cuatro de la tarde, no me entraba el aire por ningún lado, lo pasé fatal, pensé que me moría».

Siguió insistiendo para jugar con Guinea la Copa de África, eso le llevó al Palencia en 2ªB, luego a 3ª con el Íscar, pero finalmente no lo consiguió. «Me apartaron de la selección por motivos políticos, ahí dentro había cosas que no se pueden contar, me dijeron que estaba acabado y tuve que respetarlo».

El cambio de vida no le ha hecho retirarse del fútbol completamente. Ha vuelto a su ciudad y organiza partidos benéficos, como los que monta con su amigo exsevillista Frederic Kanouté. U otro reciente, en el que participó Iker Casillas, por los albinos de Tanzania. «Están perseguidos y no viven más de treinta años porque suelen morir de cáncer de piel». También participa en proyectos de valores educativos a través del fútbol. Confiesa que le deja de una pieza ver el comportamiento de los padres cuyos hijos juegan al fútbol. Cree que hay que enseñarles valores, especialmente a ellos, por el bien de los chavales.

Apuramos la última caña y volvemos sobre el mismo tema. «Sin embargo, Benja, todo el mundo te recuerda por la fiesta de Halloween». Y ahora su respuesta es todavía más contundente que al principio: «Estuve cinco años en el club dándolo todo, ahora digo que puedo estar orgulloso de haberlo dado todo, aquello fue una anécdota más. Puede que se me asocie solo con eso, pero se debe a un motivo: porque en España la gente se queda solo con lo malo, España es el país de la envidia, de la siesta y de la pandereta, en España la mitad habla mal de la otra mitad, eso es España».

Benjamín Zarandona para jot down

Fotografía: Lupe de la Vallina

La entrada Benjamín Zarandona, un futbolista del barrio aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Elia y Elizabeth: el rescate en la serie «Narcos» de una joya olvidada del pop

$
0
0
Elia y Elizabeth. Imagen: Munster Records.

Elia y Elizabeth. Imagen: Munster Records.

Final del episodio cuatro de la serie Narcos. Suena «Todo en la vida» de Elia y Elizabeth. En Reddit empiezan a aparecer comentarios preguntando por la canción. Acto seguido, llegan las menciones en Twitter: «Elia y Elizabeth over everything»; «So watching Narcos has introduced me to La Onda de Elia y Elizabeth…»; «Heard yer not listening to Elia y Elizabeth. Shame for you man»; «Le canzoni di Narcos sono fantastiche»; «Nouveau coup de coeur»; «Har ni lyssnat på Elia y Elizabeth? Perfekt söndagsmys». Unanimidad total e internacional, que se dice pronto. Y eso que no es un hit, la canción en cuestión es solo una más del repertorio de ese dúo de pop adolescente colombiano de principios de los setenta. Pero en España no las descubrimos con la serie. Un año antes de la emisión de ese capítulo, el sello Vampi Soul, de Munster Records, había reeditado su trabajo.

¿Cómo sonaban? Pues muy elegantes y certeras en cada corte por su asimilación de todas las modas del momento, de la canción de la costa oeste de los años sesenta a los incipientes ritmos negros de los setenta sin eludir sus raíces latinas, y de una inocencia conmovedora. De hecho, no deja de sorprender que el exquisito y delicado pop de Elia y Elizabeth permaneciera enterrado en un cajón hasta bien entrado el siglo XXI.

Actualmente, Elizabeth es profesora de guardería en Bogotá y Elia teresiana en Taiwan. Su carrera como dúo duró apenas tres años, se disolvieron justo en el momento de mayor fama, pero comencemos el relato desde el principio. Desde los orígenes de su linaje.

Porque estas dos adolescentes eran las nietas del cantante de ópera español Miguel Fleta. Un artista de éxito internacional, uno de los tenores más importantes del siglo XX, que llegó a participar en el estreno póstumo de Turandot de Giacomo Puccini sin que ello fuera óbice para que cantase y grabase numerosas jotas aragonesas, su tierra. Pero si dejó una verdadera curiosidad para la historia fue que puso voz al «Himno de Riego» y a la «Marsellesa», las dos canciones que se barajaron como himno de la II República —sin que ninguna llegara a serlo oficialmente, pero también al «Cara al sol», pues en 1936 se afilió a Falange y se entregó a su causa hasta que falleció en 1939 en A Coruña.

Musicalmente, sus descendientes mantuvieron el nivel. Sus hijas, el dúo Hermanas Fleta, fueron estrellas absolutas de la radio española a principios de la década de los cincuenta con un repertorio, según cuenta Julián Molero en la Fonoteca, de boleros, carnavalitos, fox-trots, mambos y algún pasodoble español. Cuando una de las dos, Paloma, rompió el dúo para casarse con un estadounidense e irse a vivir a Tennesse, su hermana Elia entonces pasó a cantar jazz con el pianista Juan Carlos Calderón y se convirtió en la «gran voz femenina del jazz español», en palabras de Molero. Llegó a grabar incluso con Tete Montoliú el único disco que tiene con solista. «Ambas pusieron una nota cosmopolita en la España de charanga y pandereta de los años cincuenta», concluye. Sin embargo, nuestras protagonistas, la siguiente línea generacional, empezaron al otro lado del charco.

Contacto con Elia Fleta Mallol y le pregunto cómo acabó una rama de su familia en el Colombia: «Mi madre, Asunción Mallol Bayer, de familia catalana nacida en Barcelona, ayudaba a mi abuelo, Carlos Mallol, en el consulado, ya que era cónsul de España en el Caribe colombiano. Mi padre, que era un enamorado de América, fue al consulado a arreglar unos papeles y allí conoció a mi madre. Se enamoraron, amor a primera vista, y se casaron a los seis meses».

Aunque el tenor Miguel Fleta murió cuando su hijo tenía nueve años, este siempre tuvo en su casa los trabajos discográficos de su padre. «Se ponían constantemente», recuerda Elia. Y su madre, que también tenía talento musical, cantaba por encima de los discos. Elia y Elizabeth, nacidas en Bogotá pero criadas en Barranquilla, crecieron así en una familia marcada por la tradición musical y el paso de los años fue haciendo el resto: «Mi padre me compró la primera guitarra cuando tenía once años. Aunque ya cantábamos y actuábamos en muchas funciones que se organizaban en el colegio desde muy pequeñas, ahora nos acompañaríamos con los instrumentos. Yo, sin saberlo, inventaba canciones sin entender que eso era componer».

De esta manera, lograron aparecer en un programa televisivo El tío Johnny a go-go, un show de canciones para niños y jóvenes en el Canal 5 de Panamericana Televisión. No obstante, su primera grabación fue en España. Fueron invitadas a televisión a un homenaje dedicado a su abuelo. El citado pianista Juan Carlos Calderón, el que había tocado jazz con su tía, vio el programa en su casa y llamó ipso facto a su antigua cantante para contactar con niñas. Se las llevó a grabar al sello Zafiro de Barcelona y editó un EP que no tuvo promoción alguna, pero que las sirvió para fichar de vuelta en Colombia con la discográfica Codiscos, donde registraron sus dos elepés: «En aquella época las cosas en España no funcionaban tan bien como en América, la promoción prácticamente te la hacías tú. De todas maneras actuamos en el Palacio de los Deportes en Madrid y en un club de Badalona». Pero su padre, broker de bolsa, no se adaptó a nuestro país y decidió regresar.

Este sencillo contenía las canciones «Fue una lágrima» y «Cae la lluvia», que luego fueron regrabadas en su país, porque los arreglos orquestales de Juan Carlos Calderón estaban ciertamente anticuados para la fecha, lo cual no quiere decir que no tengan su aquel. Pero lo que a ellas les corría por las venas en aquel momento era un estilo entre el funk y el sunshine pop setenteros con un delicioso toque tropical: «Entonces me gustaban cantantes y grupos americanos e ingleses como The Beatles, The Doors, Jimi Hendrix, The Carpenters, Carol King, The Monkees, que tenían un programa de televisión, y Crosby, Stills and Nash», recuerda Elia.

En las grandes capitales colombianas de entonces había una gran efervescencia cultural, con un fuerte movimiento hippy. La atmósfera idónea para recibir una propuesta que combinaba ritmos de distintas latitudes. A la hora de grabar este primer disco, toda la savia negroide y caribeña llegó de la mano de los arreglos del pianista Jimmy Salcedo, músico de jazz de la bohemia escena bogotana que había pasado del bebop a la televisión comercial con su grupo La Onda Tres: «Me acuerdo de que era muy amable y cercano, dirigía con decisión y seguridad el grupo de la Onda tres. Tocaba un órgano moderno y bailaba mientras tocaba. Sus arreglos se inspiraban en lo que yo hacía con la guitarra, no cambiaba las canciones y era muy fiel a lo original, por esto también me gustaba. Transmitía seguridad y serenidad. Recuerdo que era diabético y su mujer María Cristina le tenía muy controlada la bebida y la comida. Él le cantaba mirándola con gracia “María Cristina me quiere gobernar y yo le sigo, le sigo la corriente…”». Salcedo fallecería en 1992 debido precisamente a complicaciones de esa diabetes.

En este programa les llegó el éxito y la fama que les dio para grabar un segundo elepé y tener una presencia prácticamente constante en televisión. Tenían quince y dieciséis años, protegidas por su madre, firmaban autógrafos a cientos de fans, pero aunque nunca se les subió a la cabeza, como precisa Elia. De hecho, el dúo se rompió en el momento cumbre: «Simplemente, yo quería pertenecer a la Institución Teresiana, una asociación de laicos cristianos, que promueve la dignidad de la persona desde el diálogo de la educación y la cultura con la fe, por eso quería hacer una carrera universitaria y poder prepararme bien. Hasta hoy he trabajado desde Vallecas hasta en la India, ahora en Taiwán, y en todos estos sitios he podido seguir componiendo y actuando con mis canciones, la música siempre ha estado presente en mi vida y es mi forma más auténtica de cambiar las estructuras injustas de este mundo», explica la compositora.

Los éxitos más populares en su país del dúo fueron «Hay que vivir la vida», «Mis 32 dientes» y «Alegría», no en vano esta última se convirtió en un éxito en la costa atlántica americana porque, tal y como explicó Elizabeth en una entrevista en Cali TV, «habla de una negra que lleva una bandeja de fruta en la cabeza». Visiones cotidianas, costumbristas, llevadas a las letras con una precisión y solvencia impropia de su edad. Pero todas estas joyas cayeron en el olvido hasta que el sello español Munster las desempolvó con su filial VampiSoul.

Desde 2002 este sello empezó a reeditar referencias de países como Colombia, Argentina, México, Venezuela e incluso España, que no por estar fuera de los cánones del rock dejaban de ser auténticos llenapistas. Más bien al contrario. Mención especial mereció, por ejemplo, el rescate del puertorriqueño Richie Ray, uno de los pioneros del boogaloo, la música latinoamericana del Nueva York de los sesenta, o Joe Bataan, que llegó a grabar en el propio sello un disco de regreso con un grupo español, Los Fulanos.

Javi Bayo, uno de los responsables de Vampisoul, explica así la filosofía de su catálogo: «Nos hemos convertido en un referente internacional en la reedición de discos interesantes que permanecían olvidados o eran complicados de conseguir. Cada proyecto surge de una manera diferente. En algunos casos nos ofrecen acceso a un catálogo completo interesante y valoramos los discos que pueden salir de ahí, siempre priorizando la calidad sobre la rareza. Pero también tenemos un grupo de colaboradores, especialistas en distintos estilos, que nos proponen proyectos que consideran de interés».

En el caso de Elia y Elizabeth fue uno de sus colaboradores mexicanos, Carlos Icaza, quien propuso al dúo. «Resultaron ser elepés bastante olvidados en su país de origen, Colombia, a pesar de su inmensa belleza. Destilan inocencia y a la vez un encanto especial y la producción de Jimmy Salcedo supo combinar muy bien la raíz tropical con las influencias de la música negra recibidas a través del funk».

Cuando Elia decidió abandonar la música para estudiar en el momento de más fama, Elizabeth, que pudo haber seguido en solitario, no se animó porque le daba pereza. Estaba demasiado compenetrada con su hermana como para ir por libre. Al final todo quedó en un recuerdo adolescente, «lo guardamos como una experiencia muy bonita que tuvimos», sentencia Elizabeth en la televisión colombiana.

Esa experiencia a día de hoy es una colección de canciones en un crisol de estilos que resulta increíble que fuera ensamblado en aquellos días, puesto que parece la creación perfecta de un sibarita musical. Lo tienen todo. Sus ritmos caribeños, música negra y armonías del pop anglosajón cerraban el círculo perfecto ya en 1973. Cuesta creer que hayan permanecido tantos años en la oscuridad.

La entrada Elia y Elizabeth: el rescate en la serie «Narcos» de una joya olvidada del pop aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.


El Drogas: «En pleno éxito de Barricada mi madre me pedía que trabajara en una fábrica»

$
0
0

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 0

No es fácil encontrar grupos de rock que tengan más de tres discos seguidos de calidad sobresaliente. Barricada rompieron ese molde, lanzaron ocho; ocho discos muy buenos en una trayectoria ascendente que les llevó a las radiofórmulas y los discos de platino. Todo sin perder la esencia de la calle, un rock urbano con ramalazos punk y muy pocas florituras que conectaba con la gente casi sin proponérselo. Enrique Villarreal «el Drogas» (Pamplona, 1959) fue el artífice de Barricada, grupo del que fue expulsado en la más hilarante tradición del rock. Pero él es mucho más que rock and roll. Presenta libros de poesía y colabora activamente por la recuperación de la memoria histórica. Nos recibe tocando el bajo en su casa de la Txantrea, en Pamplona. Unos cafés y toda una mañana por delante para repasar su trayectoria y recordar una España que ya no existe y que hasta cuesta creer que lo hiciera.

¿Cuándo llegaste a este barrio, a la Txantrea, el «Barrio conflictivo» de vuestra canción?

Llegué cuando tenía dos años. Las calles estaban sin asfaltar, era un barrizal. Todo estaba lleno de críos de mi estatura. Luego sabes que eso se llama familia numerosa. Había tres, cuatro o siete hijos por cada pareja. Todos procedían de otros pueblos o provincias y venían aquí. Eso era la Txantrea, un conjunto de personas de diferentes lugares. Como si nos hubiéramos dado cita todos a la vez. Mi madre a los catorce años fue a Pamplona a trabajar y mi padre estaba allí, él se dedicaba a buscarse la vida; por ejemplo secaba con una esponja el frontón donde jugaban los señoritos, porque a pelota jugaba todo el mundo, pero solo a los señoritos se les secaba el sudor de la pista con una puñetera esponja. Los dos, mi padre y mi madre, eran personajes típicos de la posguerra, hechos a sí mismos.

Tu primer contacto con la música son las coplas que cantaba tu madre en casa.

Digamos que sí, pero porque no había más pelotas. Ella «estremaba» en casa, no sé si esa expresión se entiende, estremar es hacer las camas, barrer, recoger lo que los cuatro dejábamos por ahí tirado. En fin, ama de casa. Mientras hacía eso, con las ventanas abiertas para que se ventilara, la recuerdo cantando coplas. Su voz siempre me ha gustado, pero algunas historias eran inquietantes. Yo era un crío y escuchaba letras como esa mexicana «Ándate con cuidado, Juan, que son muchos hombres, que te van a matar». ¡Me entraba una angustia! Iban a buscar a pobre Juan al bar y me quedaba pensando: a ver qué pasa…

De ahí hasta que los Slade te marcan. ¿Qué pasó en tu biografía musical?

Fórmula V, los Diablos, los Íberos… Veía todos estos grupos en televisión, en programas que había los domingos a mediodía en familia, en blanco y negro. De los primeros que tengo conciencia de haberme fijado fue en Fórmula V. Me gustó la forma de tocar la guitarra, que luego resultó ser una Fender Stratocaster. También había un cura de las HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), un movimiento cristiano y proletario del que creo que luego surgió gente que formó las CC. OO. (Comisiones Obreras), que organizaba reuniones entre matrimonios y familias los fines de semana. Los hijos estábamos por ahí y el cura me regaló una pila de singles con cosas de los Monkeys, de los Mustangs recuerdo la «Balada de los diez céntimos»… Cosas rarísimas. De adolescente pasé de un colegio del Opus a formación profesional en el barrio y los alumnos de cursos superiores se paseaban con abrigos de cuero y tenían los pasillos llenos de pósteres donde salían grupos maquillados, artistas vestidos raros, con tacones… Eso me chocaba. Me llamaban la atención Suzi Quatro, Slade, T-Rex, Alice Cooper… En fin, todo aquello.

Luego todo empezó en un bar que se llamaba ¿el Váter?

Creo que no se llamaba así, que ese nombre se lo pusimos nosotros. Era enanísimo, estaba todo amontonado, el futbolín y eso. Lo que hacía que el bar funcionara era la maquinica de poner discos. Gracias a ella, le echábamos a los flipper y demás. Ahí empecé a ser consciente del tipo de música que me gustaba y por qué. Por ejemplo, Led Zeppelin y Queen me parecían grupos aburridísimos, que hacían canciones enormemente largas, con punteos que bah. Luego los he redescubierto, pero entonces a mí lo que me gustaban eran canciones como las de Slade. Era fanático de Slade. Sin mucho punteo, tres minutos y medio de canción, macarrada y rock and roll. Sin más. Lo anterior al punk, vaya.

Te expulsaron del colegio por llevar una camiseta del Che.

Me expulsó el profesor de Formación del Espíritu Nacional. Yo no sabía lo que llevaba, con catorce años qué iba a saber. Había camisetas muy guapas. Blancas, en blanco y negro, con la cara de un tío con medio barba y una estrella. Yo qué sé, nos gustó. Dijimos toda la cuadrilla del barrio que esa iba ser nuestra camiseta, siempre buscas algo que represente al grupo, y nos la compramos todos. Los catorce que éramos. De hecho, creo que no había tantas en la tienda y que alguien se quedó sin ella. Yo la llevaba el día de entregar el trabajo de final de curso, que la mayoría de la clase me lo había copiado, porque venía de un colegio del Opus y de otra cosa no, pero del Fuero de los Trabajadores sabía la hostia, más que el propio profesor, que llevaba un yugo y unas flechas en el pecho. Tampoco sabía lo que significaba eso. Algo había escuchado en casa de que habían rapado a alguna mujer, pero no tenía ni idea de que tras ese símbolo estaban los responsables de la catástrofe sufrida y arrastrada tantos años por este país. El profesor me preguntó: ¿Tú sabes quién es ese? Le contesté que era solo una camiseta, pero en lugar de comentar mi trabajo empezó a embroncarse con ese personaje y me echó. Ahora me alegro de haber sido expulsado por un falangista por llevar una camiseta del Che. Ros se apellidaba. Me acuerdo de su cara de asco, se le veía amargado. Seguramente llevara aquella insignia clavada en el pecho de verdad. Espero que le hayan enterrado bocabajo, por si escarba que llegue a Australia.

En aquella época no servías ni para bailar con las chicas ni para pegarte con otras cuadrillas, cuentas en la biografía de Barricada Electricaos [Editorial Pamiela].

A los dieciséis años íbamos siempre a una sala de baile a beber pacharán, una bebida asquerosa, dulce, que te daba llorera y una vomitera que dejaba todo pegajoso… Con ella me pillé mis primeros pedos. Tengo un recuerdo asqueroso, pero es que no había otra cosa que hacer. Beber y al baile. Yo con las chicas mal, para pedirles bailar había que ser resuelto y era muy tímido. Y para pegarte con otras cuadrillas, tampoco. Me daba dentera dar un puñetazo en la cara. Ese sonido rechina. Las escenas de violencia siempre me han dado cosa. Entonces, pedo de pacharán, ¿qué podía hacer? Pues mirar a la orquesta de la sala. Se llamaban los Clan y me quedaba embobado con su bajista. Tocaban canciones tipo sonido Filadelfia y yo, con mi pedo, me dedicaba a verlos.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 1

Tu primer grupo, Punk Sapos Band. Punk antes del punk

El punk ya empezaba a conocerse, porque si no la palabra punk no se me hubiese ocurrido para el nombre del grupo. Tocaba en fiestas de instituto con ellos, en festivales con cantautores y otros grupos tipo Mocedades, pero de barrio. Aunque mi primer grupo en serio fue Kafarnaún.

Estos eran sinfónicos.

Sí, porque había un grupo en Santander que se llamaba Bloque y era el ejemplo a seguir. No sé por qué a todos nos dio por ese rollo. Muy pocos se libraron. Nosotros no le llegábamos a la suela a Bloque. Ni nosotros ni nadie. Los tenías de referente y hacías lo que podías. Porque mira que he escrito cosas raras en mi vida, pero canciones con títulos como las de Bloque, como «Quimérica Laxitud»… hasta ahí no he llegado nunca [risas]. Mis primera letra en Kafarnaún fue sobre Hiroshima. Había dado el tema en clase y me impactó. Me indignó tanto que hice un escrito. Un colega que estudiaba quinto de bachiller conmigo le puso guitarra y ahí descubrí el punto mágico que sientes al ver que algo que has escrito se convierte en canción con ayuda de unos acordes. Me gustó tanto la sensación que dejé de ir a beber pacharán y ver cómo se pegaban y pasé a ir con este colega y el grupo que había hecho con sus amigos, Kafarnaún. Entré como letrista y desde ese día esperaba ansioso que llegase el fin de semana para ir a los ensayos. Ahí cambió mi vida completamente.

En Pamplona teníais a uno de los primeros grupos punk españoles, Tensión. El grupo de Josetxo Ezponda, luego conocido por Los Bichos.

Eran un grupo muy especial. Ya solo por el nombre, Tensión, cuando aquí todos los grupos se llamaban Jonás, Jeremías, Kafarnaún… ¡El rollo cristiano en Navarra es la hostia! Parecemos todos carlistas, la hostia. Pero de repente aparecieron Tensión, un grupo de chavales de mi edad que se vestían de otra manera, que se peinaban distinto y que tenían un cantante que era otra cosa. Coincidimos en muchos bolos e hice relación con Josetxo. Nos hizo un póster en el que salíamos todos como esqueletos con sus instrumentos. Josetxo le cayó en gracia a la intelectualidad musical navarra. A gente como Tako Pezonaga, que luego terminó trabajando en Madrid en algo de cultura en la época de Felipe González y el PSOE. Josetxo se hizo muy visible para esta intelectualidad, pero para lo que les interesaba. Cuando me fui a la mili y monté Barricada seguimos por caminos distintos, pero luego nos seguimos viendo en un bar de Burlada, su pueblo, con un nombre que le iba al pelo, el Replicante. Me acuerdo de que estábamos a cuatro bajo cero y yo iba con mi jersey de lana y él no; él con su chupa, maqueado. Se reía mucho de mí por mi vestuario y la verdad es que si lo pienso tengo muy poco de glam. Especialmente si me comparo con él. Era un personaje a tener en cuenta no solo por lo que escribía, no solo por sus dibujos, ni por su música: por todo. Al final, ahora que salgo al escenario de traje, esta forma de vestir más glamurosa, creo que se la debo, o yo quiero debérsela, a Josetxo, el Bicho, el verdadero.

Háblame de esa mili en la que decides formar un grupo de nombre Barricada.

No sé qué coño pintaba yo en la mili. He visto fotos y era una cosa antiestética, no me quedaba nada bien el uniforme. Tampoco tenía ningún espíritu militar. Me debería haber librado aunque solo fuera para mejorar la propia imagen del ejército español. Cuando llegué y tuve que rellenar mi ficha pensé que si ponía que había estado con animales, me iban a poner en cuadras. Si ponía que era mecánico, que realmente me gustaba, me iban a poner en los talleres. Si ponía que las flores, iba a cuidar el jardín del general. Así que puse músico, dije que tocaba el contrabajo, porque a ver cómo les explicaba lo que era un bajo eléctrico, y se rieron de mí, con chistes así muy de militares, pero me pusieron en la banda, que era lo que yo quería.

No había redoblado un tambor en mi puta vida y la turuta ya ni te cuento. Le tuve que meter horas al asunto, aunque tampoco hay que ser un genio par redoblar una caja militar. Aprendí tan rápido que me asusté de mí mismo, parecía que tenía una inteligencia suprema para la música militar, algo que me repele. Cuando hacía guardias con el fusco y pensaba que si venía alguien le tenía que dar el alto y que si no me hacía caso tenía que disparar, dudaba en si tirarle a él o pegarme yo el tiro. También en las pruebas de tiro cerraba los ojos, me parecía que el fusco hacía un ruido del copón, tiraba fatal. Y como el turuta en la mili no coge un arma ni para la hostia, decidí coger la corneta. Tampoco di una. Cuando tenía que tocar para que le dieran comida a los animales, era un tono muy alto, no llegaba, y los mulos se descojonaban, se iban para atrás, rompían la formación. Montaba unos revuelos de la hostia. El capitán de cuadras se descojonaba, menos mal, si me toca uno chungo me podría haber dado de hostias ahí mismo. Y ahí fue donde dije: joder, estoy boicoteando al ejército desde dentro. Creo que el hecho de que un desastre como yo pudiera estar ahí con la corneta no dando una ya demostraba que eso era el principio del fin del ejército obligatorio. De hecho, yo estaba en un cuartel en Berga, en la provincia de Barcelona, pero cerca de los Pirineos, que ETA político-militar llegó a asaltarlo. Luego vino la insumisión y después… ¿Quién se apuntó el tanto de acabar con la mili? Aznar, que me tendría que dar gracias a mí, ¡aquello fue por mi puta turuta!

En el cuartel conociste a Sex Pistols y Motörhead.

Fui en el ochenta a la mili y allí vi por primera vez el disco Ace of Spades de Motörhead y escuché por fin el Never Mind the Bollocks de los Pistols, que había salido antes pero no había llegado. Entre turuta y turuta tenía mucho tiempo para pensar y una de las decisiones que tomé fue formar un grupo que se iba a llamar Barricada, un grupo que reflejase qué estaba pasando en la calle en ese momento.

¿Cómo era la calle en el año ochenta?

Tras la muerte de Franco hubo un gran conflicto social y laboral, huelgas enormes, manifestaciones, enfrentamientos con la policía, ETA matando a un montón de gente cada año, como también los cuerpos represivos… El episodio de los abogados laboralistas de Atocha en Madrid. En fin, muchas historias. Las torturas también… Y todo esto se mezclaba con lo que vivíamos nosotros. En la Txantrea cerrábamos las entradas al barrio y la policía no podía entrar. Si querías que entrasen dejabas una calle abierta, luego la cerrabas y no podían salir, porque los polis no eran de la Txantrea. Era como un juego, pero trágico, donde la historia estaba en vencerlos de cualquier manera. La gente escapaba por las casas, que son pisos bajos, y ellos, que iban bien armados, entraban también y las destrozaban, tiraban dentro… Tú te metías en una, y como lo conocías, salías por las huertas cinco calles más allá. Ellos no tenían ni idea de por dónde se había escapado el personal y terminaban destrozando los muebles.

En las primeras actuaciones de Barricada tenías una puesta en escena muy teatral.

El 18 de abril de 1982 hicimos la primera actuación, a las doce del mediodía con un calor impresionante. Fue en el Rastro de aquí, de la Txantrea, donde siempre se programaban actividades culturales, teatro o bertsolaris. Yo salí con una capa negra que me dejó mi prima y una calavera a la que tuve que poner cinta aislante en la mandíbula. Salía y decía: «Dios te salve, María, y el fruto de tu vientre, Jesús», y sacaba la calavera con la quijada colgando con la cinta aislante. Había que echarle morro. Luego fui perfeccionando. Por ejemplo, recogía televisiones vaciadas de por ahí, la gente cogía las piezas y las tiraba. Las ponía, seis o siete, en el escenario y con una maza que saqué del taller de soldadura donde trabajaba las destrozaba. Me comía todo el polvillo que salía, pero creo que después de salir de la mili con tuberculosis era inmune a todo.

En aquella época a los que ibais a la mili os criticaban diciendo que hicierais la mili en ETA, pero tú contestabas que ETA había volado uno de vuestros bares de referencia, el Toki-Leza, en su delirante campaña contra el tráfico de drogas.

Antes de que ETA político-militar rompiera con ETA militar y esta fuera aglutinando a todo el mundo abertzale había muchos grupúsculos con diferencias importantes. Mientras que ETA tenía una estructura militar, los Comandos Autónomos venían del mundo anarquista. Yo era de esos, de los que llevaban el pañuelo negro ácrata. Estaba más en ese mundo de los petas, el amor libre y esas cosas. Algunos de los que íbamos con el pañuelo negro, que no seríamos más de treinta, luego terminaron en los citados Comandos Autónomos, como Rafa Delas, que fue asesinado en la bahía de Pasaia. Por eso, de alguna manera, siempre he pertenecido al rollo pacifista. Cuando escribí «No hay tregua», la gente estaba acostumbrada a grupos como Cicatriz, Eskorbuto o RIP que iban de ¡mata al policía! y tal. Yo no, yo con mi «Estás asustado, tu vida va en ello» [canta con voz aguda, D. de R.]. Lo mío era un rollo más de monja, intentaba reflexionar. No como ahora, que soy partidario de la guillotina. Pero cuando hice esa canción no había espacio para ninguna reflexión, ya había tenido mis conversaciones con gente de ETA político-militar que había dejado las armas y tenía otro punto de vista. Siempre me ha gustado hablar con todos, aunque no esté de acuerdo.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 2

Con Derribos Arias, también testigos de cómo ETA ponía una bomba en su bar de referencia en San Sebastián, tocasteis en alguna ocasión. Es curioso que pudierais compartir cartel dos grupos tan distintos. Rosendo por ejemplo arremetía mucho contra los modernos, no le gustaban nada.

Era diferente el ambiente de Madrid al de aquí. Nosotros aprendimos que la mezcla era positiva en todos los aspectos. Primero para protestar y segundo para aprender. A mí de repente me gustaban los Clash, los Cure y, joder, iba por ahí tocando con Hertzainak, Kortatu o Cicatriz, y también con grupos heavies como Forjas Alavesas. Todo esto en Madrid era impensable. Tocó La Polla Records con Obús en el famoso Rockódromo y hubo una batalla campal. Aquello fue la hostia.

Rosendo dijo hace poco en El País que los grupos modernos de entonces «cantaban gilipolleces».

Yo con Alaska y Nacho Canut me metería, pero por esto que han dicho de los desahucios. Me parece que si tienes ese halo de gilipollez con esa edad, mejor que no se te note tanto. A mí lo de antes no me importa, me fijo más en lo de ahora y lo que acaban de decir es de merecerse un tortazo con la mano abierta. ¿Es violencia? Violencia es lo que acabas de decir. Antes cada uno decía lo que podía, pero al menos había actividad. Ahora hay mucha marca de culo en los sofás. Eso sí que me parece incomprensible. Con los tiempos que corren y que el rock and roll se entienda así… Me parece que está más muerto que otra cosa.

El primer disco se grabó con Ramoncín.

La maqueta, que no sirvió de nada y tuvimos que regrabarla sin él. Yo hacía mis pinitos en la radio y le entrevisté una vez que vino a Pamplona. Nos caímos bien, charlamos y se vino a nuestro local a vernos. Al final la cosa terminó con él grabándonos, pero no valió no sé si por incompatibilidad o rollos de esos a la hora de ir a mezclarlo a Madrid. Nos dijeron que no se podía, que teníamos que volver a grabarlo, que si éramos capaces en dos días, y dijimos: pues venga. Dos días sin dormir, en plan tsunami. Y lo repetimos.

En ese primer disco hay una influencia de UFO, de Iron Maiden…

Iron Maiden siempre me ha dado cosa. Me gustaban con Paul Di’Anno.

¿Cómo os arreglasteis para que la canción «Esperando en un billar» apareciese en Barrio Sésamo?

Había dos hermanas en el programa y una de ellas era la hermana de Fernando Coronado, que acabaría siendo nuestro batería. Esa fue la conexión. Salía Espinete, ponían un casete y todos bailaban con nuestra canción. Estas cosas cuando te pasan qué vergüenza dan. Me pasó lo mismo con 28 horas de Montxo Armendariz, que puso «Esta es una noche de rock and roll», que sonaba en un bar cuando estaban buscando jaco. Estaba en el cine y me moría de vergüenza, aunque nadie sabía quién era, pero me daba cosa.

Tuvisteis una etapa de conciertos con La Polla Records. Un tanto accidentada a veces, pero fue cuando disteis el subidón.

Fue muy rápido. Y muy interesante. Recuerdo que fuimos a Vergara y tocamos para ochenta personas, que sonó de asco. Seis meses después, fuimos y reventamos. Al vivirlo no eres consciente. Con La Polla tocamos mucho, sí. Ellos siempre tenían que tocar los primeros porque decían que éramos el grupo estrella. Era una época durísima, siempre acababan invadiendo los escenarios. Una vez en Lasarte tocaron ellos y recuerdo a Evaristo que solo le colgaban escupitajos del cuerpo. Después salimos, cambió el público, y ni un solo gapo. A nosotros los punkis nos aguantaban, pero La Polla era el grupo, en mi opinión. Tanto para el público como para otros grupos que vinieron después.

Un día viajamos a Lasarte, fuimos a cenar y uno que se había ido a pillar costo volvió con la cara reventada, le habían asaltado. Salimos a la calle a ver qué pasaba y había una bronca por allí, otra por allá… A mí las peleas siempre me han dado dentera, como te he dicho, pero tenía que ir el primero para que dijeran «Hostia, el Drogas». Una cruz. Tenía que ir el primero a las movidas, ser el más borracho, el que más se ponía… Era una especie de teatrillo todo aquello. Levantaba la voz y decían: «Cuidado, que está el Drogas aquí con los suyos». Un rollo muy peliculero. El caballo estaba también muy metido por medio, añadía una carga de violencia mucho mayor al rollo punk, en todos los sentidos. Al ir a tocar aquel día nos dijeron: «No salgáis que le han dado un navajazo a uno de La Polla». Cogimos los hierros de los micros y, venga, para fuera, a por ellos, que no sabías ni quién había sido ni nada, pero salías. Como para no. Muchas de las movidas que pasaron en aquella época las montaba una pareja que iban de punkis, pero eran energúmenos. Tuvieron que irse a vivir fuera de Euskal Herria amenazados por ETA militar. Salieron por patas amenazados de muerte. No sé si es que habían acabado de chivatos o qué. Galindo podría explicar muchas de las cosas que sucedieron en aquellos años.

Luego la primera vez que tocamos en Bilbao, por eso del rollo teatral, me llevé unos singles para tirar al público, no sé de qué serían. Y total, que no sé en qué canción, empiezo a lanzarlos, no llevaba ni tres, y, de repente, llega uno de vuelta y ¡paf! al batería en toda la frente. La primera y la última vez que lo hice, porque también yo podría haberle abierto la cabeza a alguno. Por eso también dejé lo de reventar televisores, porque salían pedazos disparados y le podía dar a alguien. Era pura inconsciencia, no estar preparado para montar ciertos espectáculos, pero es que todo era así.

El grupo iba bien y de repente muere Mikel, el batería.

Comenzamos a ser un grupo requerido por todos los lados. Todos los fines de semana tocábamos viernes y sábado. Era un logro de la hostia. En una de estas fuimos a Iparralde, Euskadi norte, no recuerdo si era San Juan de Luz, en el frontón. Mikel venía de trasnochar con un pedo de la hostia y tocó muy mal. Al día siguiente fuimos a Artajona, Mikel se estaba saliendo, pensábamos que nos quería dar una lección por el desastre del día anterior, y cuando iba a empezar «Esperando en un billar», que al principio tiene esos aéreos, íbamos a entrar todos y de repente la batería se dejó de oír. Miro atrás y veo a Mikel encima de la batería. Hubo indecisión, qué pasa. Porque en el escenario tres segundos son como tres siglos, y nos dimos cuenta de que se había desmayado. Lo llevamos a la casa de socorro y el médico llegó a la conclusión de que era un corte de digestión, porque el día antes nos habíamos puesto hasta arriba de calamares rellenos. A veces pienso que en vez de un grupo debimos formar una sociedad gastronómica, porque aquello era… Tocar parecía la excusa para comer.

La historia se quedó así. Decidimos volver a tocar al día siguiente. Hicimos el bolo entero, salió de puta madre, Mikel se vino a dormir a mi casa con su pareja y a la mañana siguiente dijo que había pasado mala noche, que le dolía la cabeza. Creo que fue mi socia, Mamen, la que dijo de llevarlo a urgencias. Fuimos, entró, esperamos y al rato salió una enfermera diciendo que avisáramos a la familia porque se iba a quedar ingresado. Me bajé hasta Huarte, volví con su familia y ya nos dijeron que parecía que podía ser un derrame. Estuvo ingresado una semana, fuimos todos los días a verle, a darle ánimos. Y recuerdo el día en que le operaron, yo venía en coche con Marino Goñi conduciendo, llegamos al hospital y nos dan la noticia de que estaba en coma, en la UVI y muy mal. Pasó muy rápido. En cinco o siete días se murió.

Para mí fue un golpe muy duro porque estábamos viviendo juntos todo lo de tener un grupo de rock desde el principio. La gente se pensaba que éramos hermanos porque no nos separábamos. Mikel era realmente la esencia de lo que se entendía por miembro de un grupo de rock. Degenerado, muy simpático, era un batería inaudito: zurdo y cojo, porque de pequeño había tenido poliomielitis. Se dejaba querer muy fácil. Era una persona maravillosa. Pero lo que tenía ahí era algo congénito, creo que su madre murió de lo mismo.

Aquello dio lugar a una de las canciones más bonitas de Barricada, «Pon esa música de nuevo».

Era una canción de Pabellón Negro, el grupo anterior de Alfredo Piedrafita, el guitarrista. Me gustaba el título, pero no la letra, que la cambié para recordar esa historia tan intensa vivida con Mikel, con una persona que te ha marcado. A mí, por ejemplo, me ha dejado más huella él que otra gente que ha estado más tiempo a mi lado.

Ahora grabáis con Rosendo el siguiente LP, que se iba a llamar Callejón sin salida, pero resulta que Los Chunguitos ya tenían un disco con ese título.

En las cárceles decían que lo que más se oía eran Los Chunguitos, Los Chichos y Barricada. Del primer disco al segundo hubo una ruptura interesante. Barrio conflictivo ya reflejaba la vida que empezábamos a llevar, de que nos llamaran a tocar, viajar, llegar a los sitios y salir a buscar sustancias, beber y salir a romper. Rosendo fue el productor, que de alguna manera es quien te dirige los pasos, alguien con más experiencia que tú. Yo tenía unas ganas del copón de conocerlo. Para mí Leño era el grupo. Hemos hablado de los Pistols, pero no sé si Leño fue más importante. Fui a ver a Bloque una vez y de repente salieron de teloneros tres tíos, el cantante con aquella voz, y pensé: «Joder, yo quiero ser como estos, esto es lo mío». Fuimos a verle a Madrid, que me parecía enorme, gigante, llegamos al sitio donde habíamos quedado y apareció en un escarabajo verde fosforito [risas].

«Lentejuelas» se cuenta que es una canción dedicada a Ramoncín después de girar con él y que no os pagara.

No, es para todo aquel que en este mundillo termina creyéndose algo. En esa gira él no era el que tenía que pagar, era la oficina o quien lo montase. Y no era la primera vez que nos robaban. Nos han robado las multis, las oficinas de representación… para todos los gustos. Sí es verdad que Ramoncín entonces era una estrella, en los conciertos estaba muy cuidado, rodeado de gente. Luego a nosotros nos pasó igual y a lo del dinero no le doy excesiva importancia, si alguien ha necesitado sacarme algo espero que haya sido por una buena causa. A Ramón posiblemente se le pueda criticar más por otras situaciones de su vida pública, como el caso de la SGAE, aunque ha salido absuelto.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 3

¿Cómo fue el desembarco en Madrid? Parece que a los heavies de la capital no les gustabais. Pensaban que ibais allí a comerles el terreno con la desvergüenza intolerable de no ser músicos virtuosos.

En eso tenían razón, técnicamente nos daban mil vueltas. Ahora todos estos grupos han vuelto. O bueno, volver. Quizá se tomaron un descanso excesivamente largo. Treinta años después… hostia, no sé. En fin, creo que no se dan cuenta de que realmente acaban siendo caricaturas de sí mismos. Igual eso también es algo que se puede explotar, pero bueno, es otro tema… Recuerdo que Bella Bestia tocaban de la hostia, con el batería metido en una jaula. Esa cosa tan inglesa. Luego vino Sangre Azul. Estaban Tritón, Los Tigres, con los que coincidimos mucho. Banzai, Panzer y Obús, que para mí era el grupo de heavy. Su primer disco era… uf. Luego ya no les seguí la pista, pero yo era más de Obús que de Barón Rojo. Pero vamos, que todos tocaban un huevo y nosotros éramos un desastre. Con canciones sin punteos, sin afeitar, sin cardar el pelo. Íbamos a los bares y veíamos que los músicos le daban más importancia a peinarse que a la botella de cerveza. Mientras ellos se arreglaban nosotros nos bebíamos todo lo que había por allí. Pero nos hemos terminado llevando bien con todos.

Cuando llegábamos siempre empezaban a circular historietas en plan «Ha venido el Drogas, recién salido de la cárcel» [risas]. Y encima se dieron coincidencias de flipar que alimentaron más el mito. Tocamos en las veinticuatro horas del estudiante y la radio y, claro, nos pusieron en la peor hora. Dirían: «Estos que son de pueblo, pues a las siete de la mañana». Nos tuvimos que ir antes a un hotel que me gustaría saber cuál es porque me gustó. Te sentías como el conde Drácula. Las paredes desconchadas, te metías en la cama y te absorbía para dentro, te movías un poco y unos crujidos… Para mí que estaba abandonado y lo abrieron para nosotros. A las cinco de la mañana salimos, llegamos a tocar, quedaban cincuenta personas, nos daba igual, vamos a muerte. Además me da igual lo que haya de público, no soy muy de ver, de hecho tengo un ojo que se me pira, es independiente, vamos, y me importa una mierda lo que haya, yo soy de tocar. Así que salimos en ese plan y grito al empezar: «¡Que estalle la bomba bajo mis pies!». Lo damos todo y de repente nos enteramos de que había habido una amenaza de bomba, que habían sacado a todo el mundo de allí. Se quedaron: «Joder con estos».

Haciendo leyenda… de chamba.

Igual que cuando se murió Tierno. Nos llamaron para el homenaje. Me caía bien ese hombre, el rollo del PSP, pero luego cuando se juntó con el PSOE… me cago en la puta, joder. Pero Tierno era Tierno y tenía su rollo. Estábamos tocando, grité «¡Okupación!». Se hizo un revuelo entre el público, miro y había una señora ya mayor que aparece por ahí, todas las cámaras a su alrededor, y era la viuda de Tierno. Vino a vernos mientras tocábamos «Okupación». No estaba preparado. Coincidió. Fue un momento emotivo dentro de un acto emotivo ya de por sí y que, además, se multiplicó por más, porque justo después empezó a llover. Sobre la gente algo de agua y sobre el escenario cientos de botellas y suspendieron el festival. Todo esto nos dio mucho juego, pero no era nada pretendido, ¡ojalá hubiera tenido esa audacia!

El caso es que llegáis a la Sala Canciller de Madrid, donde dominan los heavies con sus pelos cardados, y vosotros con un rock directo, medio punk, de pueblo como tú dices y… el público os coge y os saca a hombros. Se identifican con vosotros.

Digamos que entramos en Madrid como el grupo que iba a sustituir a Leño. Por aquella época había también un grupo de Alicante que se llamaba Badana que también tenía ese aire. Es que Leño influyó en mogollón de grupos. Desde que vi a Rosendo en Estella por primera vez empecé a ponerme el pelo por detrás de las orejas, no te digo más. Lo de sacarnos a hombros se debió a que el público estaría más borracho que nosotros al final de la actuación. Fue todo muy surrealista. Lo que más recuerdo es que me dolían los huevos de la hostia [risas]. Entre los pantalones vaqueros apretados, con las costuras, y la cabeza del susodicho… Pero lo que realmente me impactó aquel fin de semana fue al día siguiente irme al Rastro y ver una cinta nuestra en un puesto pirata. Eso sí que fue la hostia.

¿Lo viste como un logro?

Sí, sí. Es como ahora ver un disco tuyo en el top manta. Eso es un logro, joder. Porque podríamos hablar mucho de eso, de quién hace más top manta, si las multis o la gente que está en la calle vendiendo, que tampoco les veo que vivan en chalés. Bueno, los que muevan toda esa mafia seguramente sí.

Estuvisteis desde el principio en la etiqueta del rock radical vasco.

Fue en un concierto en Tudela, en una manifestación antinuclear o en el acto de aniversario de aquella marcha antinuclear en la que asesinan a Gladys del Estal. No recuerdo, era un rollo pacifista. Se hizo un festival masivo en el que entramos todos los grupos que pululábamos por los alrededores y ahí se puso el sello de rock radical vasco. Nuestro manager Blasco y Marino Goñi fueron los que lo inventaron, queriendo crear un término en contraposición a la Movida madrileña, pero luego nos lo fuimos quitando de encima todos. Entonces era radical como una manera de sacar pecho, y vasco porque todos nos considerábamos vascos, tanto los navarros como los de la comunidad autónoma.

¿Qué recuerdas de grupos que estaban en esa etiqueta que tuvieron una historia trágica, como RIP, Cicatriz o Eskorbuto?

Tuvimos buena relación con todos. Posiblemente éramos de los pocos que nos llevábamos bien con Eskorbuto, porque casi nadie podía verlos. Pienso todavía mucho en estos grupos y en los ochenta. Si me he quedado en algún lado ha sido ahí. Sin la fuerza de toda esta gente que se quedó ahí, todo habría sido como una gaseosa. Como pasó con el Donosti Sound. Con el que más relación tuve fue con Nacho de Cicatriz. A veces hablo con Tati, su madre. Uf, lo de las madres sí que fue complicado, lo que pasaban día y noche. Muy jodido. Pero el movimiento contracultural surgido en Euskadi no hubiese sido lo mismo sin la fuerza de toda esta gente. ¿Ha servido para algo? Yo creo que sí. ¿Es mejor quedarse en el camino con una chuta en el brazo que quedarse en el camino atragantado por una botella de Fanta en la garganta? No lo sé. Yo realmente he sacado mucho, quizá porque le tenía mucho miedo a las chutas. La primera vez que me fui a meter un pico me dio un chungo solo con ver la aguja que me tuvieron que llevar a mí los que se habían metido. Y no me lo metí. Eso de verles sujetarse el brazo, bombear la sangre… joder. Pero fue la ignorancia lo que les mató. El libro de Escohotado tendría que haber estado en los colegios. El ser humano está relacionado con las sustancias desde antes de ser consciente de que es humano. Tienes derecho a saber qué reacciones te va a dar, a partir de qué cantidad va a ser una historia curativa, o exploradora de tu interior, o simplemente lúdica, para pasar a ser un veneno. Porque tanto una cosa como la otra puede ser la misma sustancia.

Sufristeis el acoso de la policía cuando os movíais por el País Vasco y Navarra.

Era casi el pan de cada día. Si no te paraban no era un día completo. Si no era un control era la policía secreta. Nos pasó de pararnos la policía y llamar a sus hijos para que vinieran a vernos porque eran fans. También pararte la guardia civil, el viejillo de la pareja echarte la bronca, «si yo hubiese sido vuestro padre», y después de la retahíla, llegar el joven y pedirte un autógrafo [risas]. Esas situaciones eran muy ochenteras. O ponerte mirando al monte los GEOS escopeta en mano y decirnos: «Ahora sí que vais a componer una buena canción». Ese rollo chulesco, que también entra dentro de su papel, eso siempre lo he entendido. Porque luego, después de todo lo que pasamos con la policía nacional o la guardia civil, nos venía la ertzaintza, o los munipas, en el mismo plan y es que me entraban ganas de engancharme y pelearme. No me importa que me partan la boca por enfrentarme a alguien que abusa de su poder.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 4

Fichasteis por una multinacional, RCA, para No hay tregua y, entre otras cosas, os quisieron censurar las letras.

Sí, ¡joder! Aquello fue la hostia. El tío era un sudamericano que nos quería censurar ocho de diez canciones del disco. ¿Hacemos un single entonces o qué? Por motivos tan peregrinos como que en la canción «A pecho descubierto», que decía «tu chupa y nada más», y el tío: «¿Cómo podés desir que “me la chupa”?». Y cómo explicarle lo que era una chupa… Y la de «No hay tregua», que realmente sí era problemática, era de las que no querían tocar. Eso venía del típico ignorante que no tenía ni puta idea de lo que tenía entre manos, pero estaba ahí en el sello cobrando no se sabe muy bien por qué y de alguna manera tenía que poner el pie sobre algo para que se notase que estaba. Personajes así nos hemos ido encontrando a cada paso, sobre todo en las multinacionales. Rosendo es el que tuvo que ir a hablar con ellos y al final el disco salió como estaba.

«Okupación» se convirtió en un hit rápidamente, pero alguna vez has dicho que acabó siendo una especie de losa y decidisteis hasta dejar de tocarla.

Es una canción con la que estaba a gusto pero acabó superándonos el concepto. Aquí hubo mucha historia okupa, el movimiento Katakrak, pero hay canciones que te van superando, o que te jode que estés tocando, tengas un repertorio de treinta canciones y te estén pidiendo esa todo el puto rato, que encima la has puesto la última porque sabes que es la que más gusta. Así que dices: «Hostia, pues fuera».

¿En «No hay tregua» cómo fueron los malentendidos, o bienentendidos, de que tenía que ver con ETA?

Tiene relación con alguien que se dedica a la lucha armada y, en un momento de reflexión, porque realmente los había, yo sé de gente que se planteaba qué había hecho con su vida ahí metida, se preguntaba «qué estoy haciendo, para qué lo estoy haciendo». Va sobre ese momento.

Lo que querías señalar es la duda.

Aunque ETA tuviese una estructura militar cerrada yo no me podía creer que dentro de esa historia todo el mundo tuviese un pensamiento uniforme. Yo siempre he defendido a los dubitativos. Siempre. Para mí es la gente que hace que el mundo gire. Yo pongo en duda todo lo que digo, no tengo problema. Esa canción refleja eso: «¿Qué he hecho con mi vida? Cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende a defenderlo, hay que matar al policía, pues venga, vamos a matar al policía, ¿y…?». Todo el proceso de la propia canción y el propio proceso en que va degenerando la lucha armada en España, en Euskadi, es el mismo. Es preocupante que no haya habido gente en la propia izquierda abertzale que dudase. No podía ser una organización armada la vanguardia de un movimiento político. ETA tenía que haber sido consciente de su papel e irse, quedándose atrás bastante antes de cuando ha sucedido. Yo siempre he apoyado al movimiento Elkarri y creo que toda la tardanza en haber reconocido algo así se está pagando. No digo que sea acertado lo que pienso, pero tengo esa sensación.

Cuando el grupo creció, entre la gente del barrio que os recordaba como algo suyo surge cierto recelo porque de repente Barricada es de todo el mundo.

Es algo muy normal. Ese sentimiento tuyo de repente ya no es tan tuyo, es de mucha gente. También me ha pasado a mí con otras cosas. Lo entiendo. En el momento no, claro, me resultó muy duro. Enfrentarse a ciertas críticas no gusta, pero al final todo eso te va preparando para recibir las hostias enormes que me supuso Barricada. Me refiero a que me expulsaran del grupo. Así que me vino bien endurecerme para cuando llegó algo que jamás hubiese imaginado.

Tuvisteis que coger un mánager, Cristóbal Cintas, que se moviera bien por Madrid, de los que conseguían contratos saliendo de noche, poniéndose hasta el culo con los directivos y los promotores.

Era así. Gente que parecía elegante en la forma de vestir, que no pegaba con nosotros por nuestras barbas de tres días y pelos largos, las chupas rotas, etcétera, pero que eran los que meneaban el negocio discográfico, sobre todo su negocio, tanto el discográfico como el nasal. Al principio tú te metías en el rollo porque te hacía gracia, luego ya ninguna. De ese Madrid de negocios nocturnos la mayoría de las cosas me han pasado muy desapercibidas, porque el grado de inconsciencia al que llegaba era muy preocupante, al menos en mi caso. Tan preocupante que llegó un momento en el que corté y fuera.

En «No hay tregua» hay un chelo y lo toca nada menos que un guardia civil.

Un picoleto, sí. Era de la banda de música que estaba grabando con Concha Velasco las canciones de un especial de Navidad o de Nochevieja. A Rosendo se le ocurrió la idea de que una parte de «No hay tregua» necesitaba un chelo, bajó el tío y se la tocó. Luego nos dijeron que era brigada. Espero que no se enterase de dónde había estado [risas]. Pero fue casualidad, no fuimos a buscarlo al cuartel. Es que esto era muy típico en la SGAE, hasta que no llegaron Víctor Manuel, Teddy Bautista y demás, Autores era una sociedad de gestión llevada por músicos de bandas militares. A las asambleas de la SGAE de aquel entonces la gente iba con pistolas. Eran militares la mayoría. Hasta que entraron estos y se abrió un poco. Digamos que al menos fue un buen inicio.

La primera vez que cobrasteis unos royalties os detuvo la policía pensando que habíais robado un banco.

Fue flipante. Recuerdo que pasaba por poco las cien mil pelas. Para nosotros era una fiesta. Fuimos al banco, lo sacamos, nos repartimos la pasta, íbamos para casa y, de pronto, se cruzó un coche, se bajó el tío con la pistola, yo di una patada en la puerta gritando «¡Me cago en la puta!». Se creó una tensión enorme. Nos registraron y, vaya, encontraron ciento y poco mil pelas, que entonces era la hostia. Llamaron por radio y dijeron: «Ya los tenemos«. Resulta que habían atracado un banco y creían que habíamos sido nosotros.

1987. No sé qué hacer contigo. Ahí os quisisteis quitar la etiqueta de grupo político.

Nos la querían hacer quitar, yo nunca he querido, porque Barricada no es otra cosa, es lo que su propio nombre indica. En ese disco una de las canciones, «Bahía de Pasaia», nos la quitaron de ahí, iba sobre una emboscada que le hizo la policía a los Comandos Autónomos en Pasajes y asesinaron a cuatro. Ahora hay un monolito y su silueta pintada en las rocas. Yo conocía a uno de ellos, Rafa Delas, como he dicho antes, era de los del pañuelo negro. Era una buena persona. Estaba en una coordinadora de presos comunes que tenían su historia fuera de las cárceles, sus apoyos en grupos anarquistas, les ayudaban a sacar fanzines escritos dentro de prisión, etcétera. A mí todo esto me llamaba más la atención que solo el tema político. Siempre he dicho que no he sido independentista, soy internacionalista si tengo que ser algo, o apátrida o como se quiera. Pero vamos, que me da igual eso. Sin embargo, los movimientos que ayudaban a los presos comunes me parecían gente interesante. Estaba por ahí la CNT. No solías verlos en asambleas ni nada de eso, era en bares tomando unas cervezas, generalmente más oscuros, te hacías un peta y ahí a escondidas hablabas de miles de cosas.

Un bar como en el que ETA puso una bomba.

Por ejemplo, sí. ETA entonces tenía mucha obsesión con la historia de las drogas. Podías hacer una reunión vasca y ponerte de alcohol hasta las cartolas, pero joder, a ir más allá le tenían un miedo… Ese miedo también del propio sistema, estaban más asimilados de lo que se veía. Y nosotros no rompíamos con eso ni por un lado ni por el otro, simplemente la ruptura éramos nosotros mismos.

«Bahía de Pasaia» censurada al final triunfó más que el disco, donde igual hubiera pasado desapercibida.

Cogió un empaque que fue la hostia. No sé si lo hizo queriendo el tío de la Polygram. Luego el mismo tío me quitó «En nombre de Dios» por la Iglesia, creo que era el típico directivo del Opus Dei. Ahí, ya desesperado, le dije: «Mira, te reto a navaja y a hostias». Vaya por delante que yo iba hasta las cartolas, por eso dije «¡Un reto a cuchillo!». Pero ¿qué hago si no? A mí las canciones me cuestan mucho curro y que luego venga uno y te la quite… La de «Bahía de Pasaia» lo pude entender, pero es que «En nombre de Dios» era una canción graciosa, coño. He hecho muy pocas canciones graciosas en mi vida y si me quitas una… «Sacramento, sacrosanto, sacristán, sacrificado, sacrilegio consagrado, la señal del Santo Cristo». Joder, es un juego gracioso de palabras. Para una vez que me sale algo así. De todas formas, aunque me quitaran «Bahía de Pasaia», para hacer esa canción me estuve documentando mucho. Me leí todos los periódicos del momento de la emboscada. Fue un trabajo diferente. No quise dar mi punto de vista, sino reflejar lo que ocurrió. Me pareció muy bonito todo el proceso y después lo he empleado para La tierra es sorda.

Ese disco le gustó mucho a Pepe Risi, guitarrista de Burning.

Sobre todo la canción «No sé qué hacer contigo». Para mí fue la hostia. Creo que nos estaba entrevistando Mariano García y me pasó una llamada: «Hola, soy Pepe Risi, esa canción es muy guapa, mola, muy Burning». Y sí, es que es así, es muy Burning. Tenía el punto de «Qué hace una chica como tú en un sitio como este». Para mí sus primeros discos son… ¡buah! Cuando estábamos con Rosendo coincidimos en algún bar con Pepe y Johnny, y qué gozada [imita la voz de Pepe Risi]: «Chico, cómo está el mundo del rock and roll» [risas]. Siempre me ha gustado como guitarrista, ahí con su Les Paul… Y ahí estaba yo, en la cresta de la ola, codeándome con Pepe Risi, cuando mi madre me dijo: «Oye, por qué no echas la solicitud a la Volkswagen, que están cogiendo gente» [risas]. Y yo: «Hostia, mamá, pero que he salido en la tele, que es el cuarto disco». En pleno éxito de Barricada mi madre me pedía que trabajara en una fábrica. Qué cosa lo de las madres…

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 5

Los conciertos seguían siendo caóticos pese al éxito.

Había algunos en los que estabas tocando y de repente veías una mano que aparecía y cogía tu pedal de distorsión. Tú, claro, ibas hasta las cartolas y… bueno… era la época… ibas igual que la gente que te iba a ver.

Te refieres a farlopa y speed.

Sí, farlopa y speed generalmente. Y priva. Los conciertos solían acabar con la policía cargando. Hubo uno en Terrassa que acabó con el que montó el bolo en la cárcel, en el calabozo. Fue en un campo de fútbol, con la taquilla reventada, a la quinta o sexta canción tuvimos que salir corriendo con los instrumentos a un coche. No había manera de controlar aquello. No hacían ni puto caso. Además, a mí no me gustaba eso de pedir «Oye, tranquilos». Era una mierda, ibas a pasarlo bien y acababa todo mal. Siempre que volvías en la furgoneta veías pasar en sentido contrario las patrullas de la poli con la sirena, y al día siguiente en todos los periódicos: «Un festival de Barricada acaba en batalla campal».

También tocamos en un Aquapark. Era un sitio alucinante, pero tocábamos en la sala de fiestas dentro del sitio. Era muy flipante ver a la gente con vaqueros y chupas rotas entre los críos y las madres en traje de baño tirándose por los toboganes. Era surrealista todo aquello y acabó de manera surrealista. Entró la guardia civil, pero no recuerdo concretamente por qué. Volaron sillas dentro de la sala, pero no recuerdo el detonante de la suspensión, así como en otros sí. En el de Terrassa por ejemplo fue que la gente entró a saco y arrasó.

Pero bueno, hubo otros en los que ni llegamos a salir. En la Barceloneta una vez acabó el bombo de Rosendo en el mar. O en Santander, donde nos reventaron el bus, en Tanos, en Torrelavega. Nuestro bus se llamaba el Zambombo, que lo habían usado Leño, Obús y luego nosotros. Cuando estábamos haciendo la prueba de sonido empezó a llover. Era en una plaza de toros portátil, de estas de hierro. Estaba el cuadro de electricidad ahí puesto, atornillado, se veían todos los cables. Cayó una tromba de agua de las que caen allí, dejamos la prueba de sonido para esperar a que amainase, pero no paraba. Cayó tal chuza que el suelo se encharcó, fue subiendo el nivel, hasta que uno tocó la pared de la plaza de toros y dijo: «Hostia, esto da calambre». Toda la plaza de toros daba calambre [risas]. Pero no pusieron ni carteles para anunciar que se anulaba, así que llegó la gente, cada vez más. ¿Que no hay festival, que no hay concierto? ¡Me cago en la puta! Y todos borrachos, en fiestas, cogió uno un jeep y, ¡zas!, contra la plaza de toros. Mira, estuve toda la puta noche oyendo sirenas. Nuestros técnicos se refugiaron en el camión, en el Zambombo, que lo reventaron a hostias. No les pasó nada porque no les dio por lincharlos.

¿Qué pasó en la Barceloneta para que acabara el bombo de Rosendo en el mar?

Éramos Tijuana in Blue, Rosendo y nosotros. Salió Tijuana y tocó delante de diez mil personas, por decir. Había seguridad para parar un carro y todavía no les habían quitado las pistolas a los jurados. Si no han pasado cosas peores en estos sitios ha sido de milagro. Con Tijuana, que eran tirando a punk, la gente se puso como loca. Empezaron a tirar la valla. Salió Rosendo y en lugar de tranquilizarse se pusieron peor. De tal manera que yo me estaba cambiando para salir y me dijo Cristóbal Cintas: ¡nos vamos! Me sacaron de la roulotte y vi cómo los seguratas huían en masa y las vallas estaban volando. Había gente subida en el escenario, por debajo. Me metieron en un coche y al puto hotel. Al día siguiente, la batería de Rosendo en el agua, la gente se había llevado los amplificadores…

Rojo se graba en Ibiza con Dennis Herman.

Era un tío de Ohio que había vivido todo el rollo hippie en Estados Unidos, en Los Ángeles, y acabó de técnico en los estudios Mediterráneo, que eran del batería de Judas Priest y Mariscal Romero. Cuando fuimos a Ibiza, ¡cayó una nevada! No había caído una en treinta años. Estar currando ahí fue muy tranquilo. Si querías airearte tenías que irte a Sant Antoni, que en esa época no tenía nada de marcha. Me gustaba mucho porque te metías en los bares y era un rollo muy familiar. Siempre me ha gustado más eso que la isla multitudinaria de neones y demás que vino después.

La canción «Rojo», con letra de Fernando, ¿es taurina o antitaurina?

Él la hizo taurina y yo la canto antitaurina. Y ese pulso acaba con la canción siendo antitaurina. El secreto está ahí, en la lectura que tú hagas. No me importa la lectura que dé el autor de la letra, Barricada se tenía que definir como grupo antitaurino. Para taurinos ya tenemos a Sabina y Calamaro.

En la multinacional veías que cobraba todo el mundo por vuestras canciones, pero de merchandising, por ejemplo, no veías un duro.

El porcentaje que nos llevábamos en general era una porquería. Para lo que se generaba, muy poco, pero para lo que era un grupo de rock, era más que suficiente para vivir. Con lo que nos daban nos pagábamos la casa y los vicios. Ojalá me lo hubiera gastado en jamones, pero lo vivido, vivido está, tampoco le voy a dar vueltas. No he tenido mucho problema con lo que se quedaba el sello. No me duele el dinero de Barricada que nos robaron, sino que nos tomaran por tontos, porque posiblemente lo seríamos, pero no había otra manera de funcionar. Eras feliz viendo a una persona con una camiseta que pusiera Barricada y de lo que había por detrás no eras consciente. Creo que al final es más fácil que te dé un infarto tratando de engañar a los demás, intentando que no se entere nadie, que siendo un gilipollas como yo, que me vendrá el infarto por otro lado, no por ese.

Has dicho que Doble directo, uno de los discos más relevantes de la historia del rock español, te dejó mal sabor de boca, que lo grabasteis demasiado agarrotados porque había demasiada cocaína alrededor.

Es por la propia época. Ya no le doy vueltas. Me jode no haber sido más consciente de lo que estábamos viviendo por haber disfrutado esas sensaciones que se han perdido. Hicimos dos conciertos en Madrid y uno en Barcelona, era una grabación de tres días, en total noventa canciones. Ponte luego a escuchar eso. Era un puto aburrimiento. Y los conciertos, un puto circo. Mover al equipo de grabación, a los fotógrafos. Una locura. Y todo venía acompañado de la histeria que trae con sí la farlopa. Vamos, que todo era caótico. El día de Barcelona, hora y media antes de salir, a mí se me taponó un oído y me dio una paranoia… Creía que el cerebro se me había caído para un lado y me había tapado la oreja [risas]. ¡A urgencias! En el hospital me mira el tío y me dice: «Es un tapón». Y yo: «¿Seguro? A ver si no es el cerebro». Me llegó el tío con una jeringa de la hostia y me acojonó: «¡No me irás a meter eso por la oreja! ¡Voy de farlopa hasta las cartolas, a ver si me vas a meter algo que sea incompatible!». Yo emparanoiado perdido, histérico. El tío se descojonó. Me metieron el agua para destaponar, salió el tapón y de repente empecé a escuchar… joder… de la hostia [risas]. Estábamos a media de hora de salir para el tercer día de grabación en directo. Llegué justo. Mira, ahora escucho las canciones del directo y sé cuáles son las grabadas en Barcelona por la hostia que llevamos, por la velocidad. Esa histeria está en el disco. Ojalá hubiese sido más consciente de haber disfrutado más la música, que es lo que hago ahora. Y hay una gran diferencia. Me alegro de haber vivido lo que he vivido, pero haber salido antes de ese mundo me hubiese permitido tener otro tipo de sensaciones, que es lo que me habría gustado.

Por instinto entró en la radiofórmula. Eso fue un hito.

Eso dijeron, pero no lo vivimos así. Solo nos pareció algo peculiar. Para nosotros fue todo lo contrario: ¡más farlopa! Solo eres consciente porque de repente sigue subiendo el nivel, empiezas a llenar pabellones, haces unas giras que son la hostia, te llaman para ir a programas de televisión sin sentido, como uno que hicimos en Ibiza, que estuvimos tres días de viaje, hicimos un playback, estaba el hijo de Bob Marley, grupos ingleses, no sabíamos qué coño hacíamos allí, debió de costar un pastón todo aquello… Eran situaciones muy ridículas, que no te quedaba otra que tomarte como unas vacaciones.

«Blanco y negro» fue vuestra canción más conocida.

Habla de lo que había vivido en el casco viejo de Pamplona, de sus calles en los ochenta. El riff salió de la línea de bajo. Esto era muy habitual en Barricada, y me jode que parezca que pasé como una sombra por el grupo, porque aparte de haber hecho las letras, la gran mayoría de las canciones surgieron de empezar una melodía con mi bajo.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 6

En el siguiente disco, de la canción «Oveja negra» mucha gente pensó que era una canción racista.

Evaristo, de La Polla, escribe así, en primera persona. Para mí fue la primera canción que hice con esa técnica y dijeron que era racista, si lo hubiese hecho Evaristo a nadie se le hubiera pasado por la cabeza. Para grabar el vídeo el equipo se fue a Tarifa a rodar la llegada de una patera, y como los extras realmente eran gente que había llegado en patera en algún momento, cuando la guardia civil vio todo aquello actuó [risas]. También Polygram nos hizo quitar del vídeo imágenes de Felipe González, Aznar y Pedro Piqueras y así se hizo. En fin.

¿El grupo digirió mal el éxito?

Empezamos a vivir momentos como era tocar en una sala, pabellón o plaza de toros, y estar la furgoneta en marcha para, en cuanto acabáramos, salir de ahí. Nunca habíamos funcionado así. Yo no me encontraba cómodo con esa actitud. Y a mí las «lentejuelas» me gustan. Yo me pongo la luz para afeitarme y me pongo a cantar automáticamente, pero eso de sentirse el rey del mambo siendo republicano no puede ser. No tiene razón de ser. Viví muchas situaciones que no iban conmigo. Ese ambiente de Madrid, por ejemplo, eso de: venga, a cerrar el bar y poner unas rayas de la hostia, kilométricas, yo no…. joder, soy el Drogas, pero por otra cosa. Estoy por la legalización, no por eso. No me encontraba cómodo conmigo mismo.

¿Por eso montaste Txarrena como proyecto propio?

Me apetecía salir de esa estructura que teníamos como grupo. Siempre las mismas cuatro personas. Conocía a más gente, tenía gustos musicales personales, concretos. La pena es que no calculé bien lo de Txarrena y solo tocamos ocho veces, muy poco, porque no habíamos parado Barricada. Fue una putada.

El LP La araña tuvo muchísima promoción, pero Barricada inició ahí la cuesta abajo.

Veníamos de Por instinto y Balas blancas, que son discos de platino. Pasamos de ciento veinte copias a vender setenta mil, que sigue siendo muchísimo.

Pero llevabais otra ropa muy distinta, ahí dijimos todos: aquí se han acabado los ochenta ya en serio.

El pelo seguía siendo largo. Y me aburría de un disco a otro si la cosa se repetía. Balas blancas es una repetición de Por instinto musicalmente hablando. Seguimos teniendo una gran carga política y social. «La araña» era contra la patada en la puerta de Corcuera. «El pan de los ángeles» es sobre los meninos da rúa, sobre los comandos de comerciantes que salían a matarlos por la noche. Pero ya eran otros tiempos, el grunge había entrado a saco y tratamos de entender esa nueva corriente a nuestra manera. Yo pensaba que no iba a descubrir ya ningún grupo nuevo y de repente aparecieron Rage Against the Machine y tomé nota. Y aunque La araña es el disco que marca el declive de Barricada, es el tercero más vendido. Se grabó en Inglaterra en el estudio de Phil Manzanera, el de Roxy Music, y, joder, qué hambre pasamos. Nos encontramos con un gitano, Queco, que luego fue el autor del «Aserejé» y nos alegramos mutuamente la vida. Él porque por fin pudo hablar en su idioma y nosotros porque su mujer, una mocetica de unos dieciséis o diecisiete años, hacía tortillas de patatas. ¡Por fin algo que se podía comer!

Allí también la tuvisteis con la policía.

Una tarde de domingo nos dijimos: ¡Vamos a quemar Londres! Y nos fuimos donde grabó Motörhead, al Hammersmith. Llegamos y en la sala éramos nosotros, nuestro chófer y un montón de japoneses echándole fotos a todo. Tocaba un grupo de puta madre, eso sí, pero a las siete y media echaron una reja en la barra y a tomar por culo, aquello se había acabado, ya no se podía beber. ¡Pues a buscar costo! Conseguimos por ahí, yo tenía una piedra, Alfredo otra. Nos fuimos al coche y en esto que llega la policía. Eran cuatro, dos delante y dos detrás. Nos pillaron la china y nos llevaron a comisaría. Nos hicieron bajar unas escaleras, nos pusieron en pelotas y a hacer flexiones para ver si teníamos más costo. Me hablaban en inglés y yo contestaba: «I’m The Drugs, Slash, Guns N’Roses, The Clash». A ver si me entendían [risas]. Me dijeron que si me volvían a detener no podría volver a Gran Bretaña, cosa que de alguna manera me daba igual, porque tampoco es que me entusiasme. Cuando volvimos a nuestro coche miramos por el suelo y encontramos la china que habían tirado. Así que al menos pudimos celebrar algo.

En las Ventas, en el Monstruos del Rock, tocáis La araña entera del tirón y el público se queda frío.

Siempre estábamos los mismos grupos en todos los festivales. Yo estaba hasta los cojones. A los demás no les iba a cambiar el repertorio, pero al menos hice que nosotros tiráramos por La araña y… fue nuestra crucifixión. No nos volvieron a llamar, pero me alegro. Siguen llamando a los mismos para que hagan lo mismo. ¡Que han pasado años, tú!

Cómo vives la etapa, digamos, de aterrizaje, de Insolencia y Salud y rocanrol hasta La venganza de la abuela.

Fueron diferentes tipos de bajones. Insolencia lo viví muy bien, por ejemplo. Grabamos todos a la vez, otra vez con Dennis Herman, en Las Landas, que encima hubo un huracán, se cayeron árboles, se cortó la carretera, pero fue una forma muy bonita de trabajar. Es el disco menos vendido, una hostia comercial del copón, pero a mí me gustó, fue muy bonito. Salud y rocanrol, otro directo, creo que es un disco que sobra, pero teníamos que terminar el contrato con Polygram y un disco en estudio cuesta la hostia y para mí era un curro del copón. Yo no podía tampoco ponerme a hacer un rollo de relleno, así que llegamos a este acuerdo.

En tu siguiente proyecto en solitario, La Venganza de la Abuela, te metiste de lleno en las nuevas tendencias de entonces, Marilyn Manson, etc.

Estuve siete años preparándolo. Como aprendí de Txarrena, paré Barricada para dedicarme exclusivamente a esto, pero mientras que Txarrena vendió cuarenta mil copias y pico, este no lo compró ni mi familia. Incluso mi pareja me preguntaba qué hostias había grabado, si es que estaba majara. Íbamos a los pueblos a tocar y había más gente en la prueba de sonido que en el bolo, pero sigo pensando que fue una experiencia bonita.

Creo que es muy difícil que un grupo tenga más de tres discos seguidos buenos, pero Barricada tiene ocho. Hablar de declive después de La araña igual es un tanto relativo…

Nos sobraron trabajos, como el disco en directo, como la banda sonora de la película Suerte, el recopilatorio de singles, el del veinticinco aniversario y, personalmente, creo que desde La tierra está sorda hasta que ellos dejan el grupo sobra todo también. Sin todo eso sería más comprensible cada paso que se ha dado y el porqué. Es más fácil seguir a Los Suaves, Rosendo, a Fito, a Extremoduro que a Barricada. Con Acción directa comenzó otra época para el grupo, pero más en el plano comercial que personal. Las relaciones entre nosotros estaban muy tocadas por todo el rollo de la perica. Unos pensábamos que había que ir frenando y otros no… A mí me empezó a cansar tener que estar empujando. No le iba a pedir a nadie que escribiera las letras de las canciones, pero ¡aporta algo con la batería o con la guitarra! Luego enlazábamos un trabajo con otro y yo también quería disfrutar de mi familia, como todos. Llegó el Bésame, que nos lo curramos entre Alfredo y yo, y ahí dije se acabó. Vi que los discos sonaban bien pero habíamos perdido el poder de sorpresa, que para mí es fundamental. En la gira de Bésame les dije que lo iba a dejar. Fernando, el batera, no aportaba absolutamente nada más que mal rollo cuando íbamos a tocar. Boni llevaba sin hacer una canción desde Por instinto. Estaba agotado y las relaciones eran catastróficas, pero me convencieron para seguir. Entró Ibi, nuevo batería, y desde el primer día le pusimos al 25%. Tanto Alfredo como Fernando no estaban en el primer disco y también les puse al 25% a cada uno en todo. Esa fue una decisión mía. Pero en cuanto nos metimos a grabar vi que Ibi no había entrado en Barricada, sino en la banda de Alfredo. «Este no ha entendido nada», me dije.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 7

Pero llegáis a la La tierra está sorda, el disco conceptual sobre la Guerra Civil. Un curro de documentación enorme, el libreto tenía ciento ochenta páginas.

Me leí La voz dormida de Dulce Chacón y me di cuenta de que no tenía ni idea de la Guerra Civil. Yo creía que los de los ochenta éramos la rehostia, que habíamos cambiado el sistema político, y lo que hicimos fue bailar sobre la tumba de los nuestros. Me pasé entonces cuatro años rulando por el país investigando el tema, escuchando a la gente y leyendo libros. Y me fui con mi socia, no me acompañó nadie del grupo. Para que luego digan que me han hecho un favor dejando que esto salga con Barricada. El trabajo me lo eché yo a la espalda y salió por pelotas, porque de hecho es que fue así como habíamos sacado los anteriores discos. Pero ellos se lo perdieron. Fue muy enriquecedor y hubiese estado bien que se hubiesen enriquecido todos, tanto por la aportación musical como por la temática. Me he leído unos cuatrocientos libros sobre la represión en España. Es ya una obsesión. Y por eso fue la primera vez que les dije, ya cansado, que en ese disco no íbamos a repartir todo en autores al mismo porcentaje como hasta el momento. Aunque, ojo, solo cambié el porcentaje, les seguí poniendo de autores y había canciones escritas y compuestas íntegramente por mí. Podría haber sido una hostia comercial, pero resulta que sí que dio. Volvimos a un lugar en el que hacía tiempo que no estábamos.

En la gira decidí que el disco se tocase íntegro, yo no hago canciones de relleno, todo tiene un sentido. También me puse en contacto con gente de la CGT de enseñanza en Aragón y buscamos cómo entrar a los institutos a tocar. Un maestro me dijo que era muy interesante para los de bachiller, que estaban dando la Guerra Civil. Hasta ese momento no sé cuántos grupos habrán entrado en un instituto a tocar. Para mí fue un logro; un logro precioso, entrar en el instituto un día de diario por la mañana, tocar, explicar cada canción, que los alumnos preguntasen.

En el libreto me esforcé para que no estuviera distorsionado por mi punto de vista. Soy anticlerical, antimonárquico, pero lo que quise plasmar fue el hecho histórico. En un principio, con que se hubiese interesado una sola persona por la guerra, me habría dado por satisfecho, pero es que fueron más de uno. Todo esto me ha servido para ahora girar con la gente con la que estoy por salas de cultura y teatros y tengo pensado hacer una toma de lugares relacionados con la memoria, como los Pozos de Caudé, el campo de concentración de Castuera, el monumento de Santacruz de Moia en Cuenca a los guerrilleros. Ir con un generador y una furgoneta a tomar esos lugares y hacer un acto de apoyo, porque son monumentos levantados gracias al tiempo y a la constancia de mucha gente que está en las asociaciones de memoria histórica.

Y en los camerinos, Aquarius.

[risas], hace casi diez años que dejé el alcohol y todo tipo de sustancias. Ahora disfruto mucho más todo lo que hago. Y ahora precisamente es cuando soy menos políticamente correcto. Me llevo muy mal con los periodistas en general. Yo no voy a pagar trescientos euros por poner una faja en una revista, ni voy a poner un banner en tu puta web ni pollas. Si quieres hablar del Drogas, habla. Si no hablas de mi disco, tú eres el que está eclipsando al público. A mí… qué cojones, yo ya sé quién soy.

Rescataste Txarrena y te expulsaron de Barricada.

Decidí parar Barricada después de La tierra está sorda porque fue un trabajo denso de cojones. Me junté con Brigi Duque, de Koma, y unos amigos a hacer algo más liviano. Al repertorio que hicimos lo llamamos Azulejo frío y le pusimos el nombre de Txarrena, porque no lo había disfrutado en su momento. Grabamos, echamos a andar un año y tan a gusto. De Barricada no tenía ni idea de qué pasaba. Andaban toreando y de repente me enteré de que habían pillado bajista. Aquello fue el no va más. Decían que yo quería seguir con Txarrena. Realmente, si hubiese querido dejar Barricada me habría llamado el Drogas desde el primer momento. Ahí hubo un momento muy jodido en el que empecé a recibir hostias por todos los lados. La gente empezó a decir que me he ido de Barricada, ¡que me he portado mal con el grupo! Todo muy cultivado por el Boni y por Alfredo. Pero ahí se quedó la historia, porque justo en esas fechas es cuando diagnosticaron alzhéimer a mi madre y ya pasé a vivir las veinticuatro horas con eso.

Con Barricada quería hacer parones largos, como los de cuatro años que hacen Extremoduro o Marea, pero al expulsarme cogí y, con la misma gente con la que estaba en Txarrena, pasé a llamarme El Drogas y saqué ese disco, Demasiado tonto en la corteza, dedicado tanto a lo vivido con mi madre por la enfermedad, lo de Barricada y la historia política. Sacamos el disco un 28 de diciembre e hicimos la presentación por las calles de Pamplona en tres sitios diferentes sin pedir permiso ni hostias. Lo gracioso es que estos bolos improvisados me coincidieron con la despedida de Barricada, que iban a tocar aquí. Hasta los cojones acabé. Saco un disco con un curro del copón y toda la prensa preguntándome si iba a ir al concierto. Pero ¿para qué iba a ir a tocar a la despedida si me habían dado la puta patada? Así que contesté que sí, que un día estaría en las puertas pares y otro en las impares. Y nada, el periodista lo puso en primera página del periódico de aquí. Se montó la de dios. ¡El Drogas! ¡Qué hijo de puta! [risas]. ¡Vamos a tener que apedrearlo! Luego ya venía explicado en la noticia que era una broma y claramente no iría, pero al redactor le dio por meterlo y fue un gol por toda la escuadra. Eso sí, a partir de ahí me empecé a llevar mal con todo dios.

Ahora te estás marcando conciertos de tres horas.

Solo hay dos artistas que hagan conciertos tan largos: Bruce Springsteen y Raphael. Son cuarenta canciones, pero antes nos telonea un grupo de música melódica cristiana, Ángel Casto y los Honestos, que somos nosotros disfrazados como los de «Amo a Laura». En la batería llevamos el smiley que dice: «Sonríe, Dios te ama». Lo gracioso es que me invento chorradas, como que el Drogas obliga a Ángel Casto a pagarle por actuar y la gente, con el rollo del Facebook y tal, se lo cree [risas]. Me acusan por ahí de pesetero por lo que le he hecho a Ángel Casto [risas].

También has escrito un libro de poesía , Tres puntadas [Desacorde Ed.].

Fue por Nine Inch Nails. Después de escuchar eso vi que lo único que podía hacer era leer poesía y dejarme de música.

Dices en una que la lluvia es tu patria.

Sí, porque llueve donde quiere y cuando quiere. Las gotas no tienen banderas. Quiero que mi patria sea tu piel y tu sombra, mi bandera. La lluvia y el gitano es lo mismo. El apátrida. Soy parte de donde piso y tú eres parte de donde pisas…

Luego hay otra sobre la eutanasia.

Creo que es tan importante vivir con calidad de vida como morir con calidad de muerte. Si la vida es un aprendizaje desde que naces hasta que mueres, por favor, que lo último no sea la nota que te pone el maestro, porque ahí suspendemos todos. Es decir, quiero ser yo quien decida el cuándo y el cómo. Y sobre todo le tengo mucho miedo al dolor. He visto morir a mi padre de cáncer y son dos años muy jodidos. Tengo a mi madre con alzhéimer y lleva un degenere del copón. Es una enfermedad muy cruel.

Y ahora has sacado uno de poesías para niños, Las zapatillas de volar [Desacorde Ed.].

Era un reto más. Lo de los críos siempre me ha llamado la atención, sobre todo quería que fuese una historia ilustrada. Fueron un conjunto de cosas que se dieron en mi cabeza y lo tenía que sacar adelante. Lo he hecho en formato de haikus porque me gusta la escritura breve. Bueno, yo lo llamo así pero no son exactamente haikus. Mi intención es que vaya dirigido al niño que todos llevamos dentro. No tanto el público infantil entendido como edad, sino el espíritu.

Me ha llamado la atención el verso «rápido mosquito como un navajazo». Aunque sea un libro para niños, ¡tiene que haber un navajazo!

Joder, cuando les pique un mosquito lo van a saber. Sobre todo cuando se rasquen el picotazo, que es la sensación del navajazo. Los críos entienden todo eso. Yo de hecho he llevado más veces navaja cuando era crío que luego, para coger una rama y pulirla para hacer un tirachinas, cosas de esas. De niños todos llevábamos navaja para hacer nuestras cosillas y a nadie se le ocurría ni por lo más remoto pinchar a otro con ella.

Enrique Villarreal «el Drogas» para Jot Down 8

Fotografía: Humberto Bilbao

La entrada El Drogas: «En pleno éxito de Barricada mi madre me pedía que trabajara en una fábrica» aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

El papel, o papelón, de los indios en el cine (I): el salvaje despiadado

$
0
0
Representación de un nativo americano apuñalando al coronel Custer , en una escena del Pawnee Bill's Wild West Show. Imagen: Representación de un nativo americano apuñalando al coronel Custer , en una escena del Pawnee Bill's Wild West Show. Imagen: Library of Congress (DP)

Representación de un nativo americano apuñalando al coronel Custer, en una escena del Pawnee Bill’s Wild West Show. Imagen: Library of Congress (DP)

La historia de la civilización euroamericana está estructurada como una comedia con final feliz, en el que los personajes que se oponen al avance blanco son superados justamente, por lo que no debe sentirse piedad o terror por su derrota. Del mismo modo, la historia del salvaje indio está estructurada como una tragedia en la que el orden final de las cosas es justo y bueno, y hay que resignarse a él porque es necesario e inalterable. A partir de esta construcción de la historia, los americanos no solo consiguen su objetivo colonizador, sino que además son capaces de hacerlo con la apariencia del resto a las leyes humanitarias. (Arnold Krupat, Ethnocriticism: Ethnograpy, History, Literature, citado por Silvia Martínez Falquina)

Somos como el conejito de Duracell, porque la nación más poderosa del mundo trató de exterminarnos, anglicanizarnos, cristianizarnos, americanizarnos, pero nosotros seguimos ahí. Creo que ese conejito debe ser indio, porque siempre va tocando el tambor. Siempre digo que la próxima vez que tengamos asamblea el conejito debería encabezar el congreso. Y después, deberíamos reunirnos y comérnoslo porque nosotros no desperdiciamos nada. (Charlie Hill, cómico oneida-mohawk-cree)

En 2015, los dos estrenos más gordos del año han estado rodeados de estúpidas polémicas. Las acusaciones de «burda propaganda feminista» a Mad Max: Fury Road por el protagonismo que tenían las mujeres en la cinta y la conmoción en el espacio-tiempo que ha supuesto que haya un negro, con nombre y todo, partiendo la pana en Star Wars. Y para una polémica que hubo con cierto sentido, porque el estereotipo que se proyectaba no era positivo, pasó más desapercibida. Claro que la película de la que se trataba no era de gran calidad: The Ridiculous Six, protagonizada por Adam Sandler. Una parodia del wéstern para Netflix.

Durante el rodaje, un grupo de actores indios y un asesor cultural abandonaron el set (se fueron cinco y se quedaron unos cien, matizó la productora) al leer los nombres de sus personajes en el guion —«Aliento de castor» o «Sin sujetador»— y cuando vieron que el personaje de una india, al ponerse en cuclillas para encender su pipa, aprovechaba para mear, y el de otra que, tras desmayarse, se despertaba cuando dos blancos le daban alcohol —si de algo tienen fama los nativos en Estados Unidos es de borrachos.

En principio parece una chorrada, y de hecho lo es, pero a los extras y actores que protestaron el cabreo les viene de largo. A raíz de este incidente, el New York Times entrevistó a una serie de actores nativos americanos y para todos ellos el problema del humor de la película de Sandler era que perpetuaba los estereotipos negativos sobre los indios que se habían instaurado durante décadas de wésterns.

Uno de los actores que dio el plantón al director, Loren Anthony, se quejó de que los nativos americanos jóvenes no sabían quiénes eran, no estaban orgullosos de sus orígenes y que, cuando ponían la televisión en prime time, nunca encontraban a un solo personaje que fuese como ellos. Y este aspecto psicológico no es un asunto baladí. Los nativos americanos son la etnia estadounidense con el mayor índice de suicidios. No solo están expuestos al paro y el alcohol y la droga, sino que además, decía Ted Hamilton en el diario, un profesor de escuela en una reserva, «intentan mantener su propia cultura, pero por todas partes les llega el mensaje de que no es una cultura capaz o competente».

Hace años en La 2 emitieron un documental sobre la imagen que se daba de los indios en el cine americano que explicaba muy bien todo este hartazgo. Se llamaba Reel Injun (Indios de película) y estaba filmado por un canadiense de la etnia cree de nombre, simpático cuando menos, Neil Diamond. El documental diferenciaba entre tres periodos. Uno inicial, con el cine mudo, en el que los indios eran mostrados como nobles nativos, luego la etapa loca de los wésterns en la que aparecían como salvajes y finalmente, y hasta hoy, un lavado de conciencia en el que los indios vienen a ser individuos maravillosos de profunda sabiduría, muy místicos y tal.

La primera vez que se filmó a los indios fue en 1894, cuando Thomas Alva Edison grabó a los nativos del espectáculo El salvaje Oeste de Buffalo Bill, una especie de circo temático del oeste muy popular. Las imágenes causaron gran expectación, pero tan solo cuatro años antes se había producido la masacre de Wounded Knee, en la que el regimiento del 7º de Caballería abrió fuego contra un campamento de siux asesinando a noventa hombres y doscientas mujeres y niños, que se habían rendido, con la excusa de que no querían entregar las armas. La aparición del cine coincidió en el tiempo con las últimas masacres de indios.

Sin embargo, paradójicamente, las primeras películas no les demonizaban. En el cine mudo los nativos eran personajes muy populares. Protagonizaban todo tipo de argumentos. No era extraño que estas películas tratasen de enfrentamientos entre colonos e indios, pero a veces, como en Kit Carson, de 1903, la historia era sobre una india que salva a un colono secuestrado por los indios. O en The call of the wild, 1908, donde un indio enamorado de una blanca la salva cuando la secuestran otros indios, aunque luego ella rechaza su amor y él se va cabalgando triste y solitario.

Más revelador del papel de los indios en aquella época es The aborigene’s devotion, 1909, sobre un cazador, su hijo y un amigo indio. El cazador deja el niño al cuidado del indio, cuando un ladrón le roba todo lo que lleva encima y le mata. Su amigo indio seguirá sus huellas, acabará con su vida e irá junto al hijo a la tumba del padre, que se les aparecerá en una visión para bendecirlos. En The indian runner’s romance, 1909, es un blanco el que rapta a la novia de un indio, este les encuentra, lo mata y happy end. O en A mohawk’s way, 1910, donde un doctor no quiere curar a un niño indio y se ocupa de él su mujer. Luego los indios arrasan el campamento matando a todo el mundo menos a esa mujer. Más final feliz. En For the papoose, 1912, un blanco aburrido de su novia india quiere beneficiarse a la hija de un colono. Convence a sus amigos indios para que ataquen el campamento, momento que aprovecha para huir con la blanca, pero le cogen los indios y le matan. Cine de principios.

Abundaban también los melodramas. Es destacable por ejemplo Ramona, 1910, sobre una huérfana española que se enamora de un indio y renuncia al mundo de los blancos ante la incomprensión general. Hubo una segunda versión en 1916. En The heart of Wetona, 1919, un blanco se gana el corazón de una india ante su tribu para poder casarse con ella. En Comata, the sioux, 1909, una india deja su pueblo para irse con un blanco ignorando a su pretendiente indio. El blanco la abandona, esta vuelve al poblado y se casa con el indio, que siempre la amó. En The chief’s daughter, 1911, un blanco se enamora de una india, de repente aparece su verdadera novia del este y al final pierde a las dos, a la india y a la novia.

Escena de The heart of Wetona. Imagen: Norma Talmadge Film Corporation.

Escena de The heart of Wetona. Imagen: Norma Talmadge Film Corporation.

Había también dramones. En Her indian mother, 1910, un tío se casa con una india, tiene una hija, pero las abandona. Años después, regresa, se encuentra a su hija y se la lleva a Canadá donde la chica, lejos de la naturaleza y la tribu, se deprime. En Frozen justice, 1929, un individuo secuestra a una esquimal, la pone a cantar en un bar, su marido la rescata, pero ambos terminan muriendo.

Esto no quiere decir que no hubiera películas en las que los indios fuesen ladrones, violadores, saqueadores brutales y despiadados, pero la variedad argumental hacía que cada película resultase distinta y no se pudiese hablar de un estereotipo de indio. Aunque se repitieran tramas, como las del niño blanco criado con los indios o el niño indio que no se adapta a la vida blanca. Del mismo modo que muchos blancos se enamoraban de indias y las conseguían, nunca al revés, eso sí, pero existía el mestizaje como fenómeno natural.

Y así se llegó hasta The silent enemy en 1930, rodada cuando solo quedaban doscientos cicuenta mil nativos en todo Estados Unidos. Era casi un documental porque existía un deseo de conservar algo de ellos antes de que desaparecieran definitivamente. En aquel entonces había curiosidad por lo exótico y se rodaban películas etnográficas, como In Africa, de 1910, sobre Kenia y sus pobladores. Chang, de 1927, sobre Tailandia y sus elefantes y monos. Y en el caso de The silent enemy, auténticos nativos aparecían cazando y buscándose la vida. Tal y como los había soñado uno de sus protagonistas, Long Lance, uno de los actores nativos más famosos de la época.

¿Nativo? Bueno. No del todo. En realidad Long Lance era hijo de un negro. Uno de los indios que participaron en el rodaje como asesor cultural, Chauncey Yellow Robe, sospechó que no era de los suyos. El error surgió años atrás cuando el dueño de un espectáculo itinerante sobre el salvaje Oeste le confundió. Aprovechando la confusión, Long Lance se creó una nueva identidad para buscarse la vida. Aprendió el idioma de los cherokees y empezó a ganarse la vida como periodista especializado en estas cuestiones. Su autobiografía, inventada, fue un gran éxito editorial. Se convirtió en una celebrity y fue invitado al elitista y exclusivo club social Explorer’s de Nueva York. En el aludido documental se le ve con su esmoquin dándolo todo entre la jet. Claro que cuando se enteraron de que en realidad era un negro, ¡un negro!, se quedó sin amigos y perdió su trabajo. Todos los que le aclamaban le dieron la espalda. Se alcoholizó y se ganó la vida como guardaespaldas hasta que se metió un tiro en la cabeza. Eso sí, donando todo su dinero a una reserva india. Graciosamente, años después, el profesor de la Universidad de Manitoba, Alexander D. Gregor, encontró que sí que tenía sangre india, por parte de madre y parte de padre, en sus antepasados.

Escena de The silent enemy. Imagen: Paramount Pictures.

Escena de The silent enemy. Imagen: Paramount Pictures.

El caso es que ser indio entonces era sagrado. Se les trataba con tal reverencia y respeto que, precisamente por eso, a Long Lace no le perdonaron la impostura. No obstante, todo cambió en la década siguiente. En los años treinta empezó a desarrollarse la maquinaria de Hollywood. El cine comercial, cine orientado a obtener beneficios económicos a gran escala. De este modo, cuando los indios eran protagonistas de las películas, la taquilla fracasaba. Pero cuando se les mostraba como salvajes, era un éxito. No hacía falta saber más. Desde entonces, los nativos pasaron a aparecer en el cine como seres brutales.

Diamond cuenta que el paradigma de este modelo de película fue La diligencia, de John Ford. «Una de las que más daño ha hecho a la imagen de los nativos a lo largo de la historia». La diligencia atraviesa el lado salvaje de Norteamérica acosada por los nativos. Los indios son unos salvajes que impiden el progreso. Están atrasados y son sanguinarios. En 1939 el género del wéstern estaba en declive hasta que Ford filmó esta, una de sus obras maestras, que volvió a hacerlo resurgir.

La emoción del guión se encontraba en el peligro, miedo, que generaban en unos indios, los apaches, y su líder, Gerónimo, que vienen a ser como los critters comandados por alien, el octavo pasajero o el mismo Leatherface. El doctor Boone, el personaje de un médico alcohólico, así lo pone de manifiesto cuando escucha su nombre y dice: «Geronimo, nice name for a butcher». Hay también escenas que pretenden ser alivios cómicos, pero siempre a costa de la brutalidad india. Por ejemplo, una en la que el personaje que es vendedor de una marca de whisky confunde a unas mexicanas con unas «salvajes» y su marido, el mexicano, le contesta: «Sí que es un poco salvaje, sí».

Ford ya había rodado una película en estos términos, Iron horse, en 1924, en la que los blancos construían el ferrocarril, eran la civilización, ante la amenaza de los indios, los salvajes. En este sentido, la imagen que se pretendía transmitir de los indios queda patente cuando hacen su aparición en La diligencia. Lo hacen clavándole una flecha en el corazón al aludido vendedor, que había hecho gala minutos antes de lo buen cristiano que era. En ningún momento de la cinta se personaliza a los indios. Son asesinos, depredadores que ataca en manada la diligencia hasta que llega el 7º de caballería, los arrasan en una nube de polvo, y se acabó.

Este esquema y esta imagen no tardó en ser asumida por los estadounidenses, incluso por muchos de los propios nativos. Hasta se creó un lenguaje simplificado para ellos. En lugar de su propia lengua, aparecían hablando inglés al revés. Solían ser blancos con la cara pintada. De hecho, todas las grandes estrellas hicieron de indio: Kirk Douglas, Charles Bronson, Burt Reynolds, Anthony Quinn, Burt Lancaster, hasta el mismísimo Elvis hizo de navajo en Stay away, Joe en 1968. Clint Eastwood declara en Reel Injun que a veces se proponían buscar indios reales para las películas pero no encontraban ni uno.

Escena de Stay away, Joe. Imagen: MGM.

Escena de Stay away, Joe. Imagen: MGM.

En cuanto a la vestimenta, Diamond cuenta que Hollywood empezó a colocarles cintas en la cabeza a todos para sujetarles las pelucas para cuando se tiraban encima de alguien que iba a caballo, la típica escena. Poco a poco esta indumentaria fue apareciendo en más y más películas hasta convertirse en la genuina, por artificiosa que fuera. Al reunir las características de todas las tribus en una sola les estaban robando la identidad. Los nativos eran perfectamente conscientes. En una entrevista a dos figurantes de John Ford, los indios utilizaban su propio idioma en las escenas, lengua que nadie entendía, y se las arreglaban para burlarse colando diálogos de besugos. Eso sí, nadie se dio cuenta.

Dos nativos recuerdan que, de niños, cuando ponían esas películas en el cine, a la salida de la sesión el resto de los niños les pegaba. Para el cineasta Jim Jarmusch era natural que esto se produjera: el mensaje que se transmitía era que el vaquero representaba a Estados Unidos, fuerte y musculoso, no muy listo pero que siempre hacía lo correcto, y su cometido era echar a los indios del lugar y casarse con la profesora del pueblo.

Sin embargo, con la explosión de la cultura hippie y los cambios que experimentó la sociedad americana en los sesenta, los nativos pasaron a ser progresivamente considerados como una figura alegórica para la defensa de los pueblos oprimidos. Las tribus se unieron a los movimientos de derechos civiles, surgió el llamado Red Power, e incluso los nativos tuvieron visibilidad en la música rock.

Lincoln St. Exit fue un excelente grupo de garage y psicodelia fundado en 1964 en Albuquerque por nativos siux de Nuevo México. En los setenta pasaron a llamarse XIT y fueron fichados por Motown. Su disco de 1972 Plight of the redman es un álbum conceptual sobre la vida de los indios en América desde la llegada de Colón. Más célebres fueron Redbone, con un número uno en el Billboard, el single «Come and get your love», cuyo nombre significaba «mestizo» en lengua cajún. O los Blackfoot, cuyo líder Rickey Medlocke es descendiente de las tribus de pies negros.

El momento de mayor relevancia del Red Power fue en recuerdo de la aludida masacre de Wounded Knee en 1973. Doscientos nativos dirigidos por Russel Means, un activista lakota, y Dennis Banks, anishinaabe, hicieron una manifestación no autorizada en esta localidad que terminó con los indios atrincherados y rodeados por el FBI, francotiradores y tanques. El encierro duró setenta y un días y fue uno de los desórdenes civiles más prolongados en la historia de Estados Unidos. ¿Y quién vino a poner cordura en todo esto? Otra vez el cine, en la figura de Marlon Brando.

(Continuará)

Cartel de Reel Injun. Imagen: Rezolution Pictures.

Cartel de Reel Injun. Imagen: Rezolution Pictures.

La entrada El papel, o papelón, de los indios en el cine (I): el salvaje despiadado aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

El papel, o papelón, de los indios en el cine ( y II): lavando la conciencia

$
0
0
Sitio de Wounded Knee. Foto: Corbis.

Sitio de Wounded Knee. Foto: Corbis.

Viene de la primera parte.

Quiso la casualidad que, mientras se producía el sitio de Wounded Knee —un grupo de nativos americanos cercados por la policía y el ejército—, se celebrara la 45 edición de los Premios Óscar. Marlon Brando había sido premiado por su papel de Vito Corleone en El Padrino. Una película, un actor y una actuación a los que se les han dedicado todos los superlativos habidos y por haber. Pero Brando no quiso recoger el premio en protesta por el tratamiento de los indios en la televisión y en el cine y de paso por el asedio de Wounded Knee. En su lugar había enviado a Sacheen Littlefeather, «Pequeña Pluma», de madre blanca y padre apache, una activista pro derechos de los indios y aspirante a actriz. Tenía delante a ochenta y cinco millones de espectadores viendo la gala por televisión.

En principio iba a leer un texto que le había dado Brando, pero el director de la gala, Howard W. Koch, le advirtió que su discurso no durara más de un minuto, o haría que la arrestasen. La activista salió al escenario y rechazó la estatuilla que le ofrecía un desconcertado Roger Moore, y pronunció unas palabras explicando que no podía leer el discurso de Brando porque no había tiempo, pero que el galardonado no se había presentado en protesta y para llamar la atención por el trato que recibían los indios en la industria cinematográfica.

A Littlefeather, cuyo nombre verdadero era María Cruz, todavía la odian. Recientemente, el locutor Dennis Miller, que viene del Saturday Night Live y es de derechas, se mofó de que la candidata demócrata al Senado Elizabeth Miller declarara que tenía ascendencia cherokee, diciendo: «Es tan india como la tía buena stripper que mandó Brando a recoger su Óscar por El Padrino».

Pequeña Pluma tampoco es que hiciera mucho para eludir los chistes a su costa, dos meses después de la gala de los Óscar apareció desnuda en Playboy. Una decisión de la que se arrepentiría, pero que ahí quedó para siempre. Como nota curiosa, dijo en una entrevista años después que tras el follón se había ido a Europa a ver «de dónde venía el hombre blanco», ya que «¿no hacen ellos turismo por nuestras reservas?». El viaje la llevó a Madrid, donde probó los buñuelos y, sorprendida, declaró: «El pan indio viene a ser exactamente lo mismo… lo tomamos de los españoles».

Después de este incidente en la gala, apareció Clint Eastwood para entregar el premio a la mejor película. Se marcó un chistecito, dijo: «No sé si debería dedicar este premio a todos los cowboys de las películas de John Ford». Charlton Heston declaró después de la gala que el gesto había sido «una chiquillada» y que los indios necesitaban mejores amigos que Brando. Más pertinente fue una acusación que realizó la Columbian Coalition, una asociación de italoamericanos que le acusó de cometer una tremenda contradicción. Mientras se quejaba, decía la carta publicada en el New York Times, de que los indios son retratados de forma estereotipada, acababa de recibir un premio por «difamar», según ellos, a los italoamericanos en El Padrino. «Estamos de acuerdo en censurar a la industria del cine por la representación estereotipada de las minorías que hace solo pensando en los beneficios económicos que le reporta, pero los actores también son culpables cuando se prestan a representar estos papeles».

Pequeña Pluma, a la salida de la gala, recitó el discurso completo de Brando ante los medios, que lo publicaron al día siguiente. Venía a decir que durante doscientos años en Estados Unidos se les había enviado a los indios el mensaje de que, si abandonaban las armas, todos podrían vivir juntos, pero cuando las bajaban se les mentía, asesinaba y expulsaba de sus tierras. Se los había convertido en mendigos en la tierra que habitaban desde tiempos ancestrales y, encima, con la representación que se hacía de ellos en las películas, caracterizándolos como salvajes asesinos, el daño que se estaba haciendo a los niños nativos americanos era incalculable.

Al Wounded Knee, sitiado por la policía, Brando no consideró oportuno acudir porque, según dijo: «Todo lo que necesito es que me detengan y darles una excusa para decir que era un plan para conseguir titulares». Así que se esfumó del país rumbo a Tahití, donde tenía su pequeño paraíso privado, y desapareció unas semanas. A la vuelta, viajó a Nueva York para dar una entrevista al periodista de televisión Dick Cavett en la ABC. Uno de los nativos que estaba sitiado en Wounded Knee, Russel Means, recuerda en Reel Injun que, en el peor momento, cuando rodeados por el ejército y la policía pensaban que no iban a salir con vida de ahí, ver lo que pasó en la ceremonia de los Óscar les dio la vida.

Sacheen Littlefeather. Foto: Corbis.

Sacheen Littlefeather. Foto: Corbis.

En la entrevista en la ABC, a la que Brando acudió con algunos indios, dijo que todo lo que se sabía en Estados Unidos sobre los nativos era por las películas, por el cine. «Todo nos lo ha enseñado Hollywood, una imagen de los indios como salvajes, feos, repugnantes y sanguinarios». Todo lo que hace el indio está mal, seguía, pero en Estados Unidos se habían firmado cuatrocientos tratados con diferentes tribus de nativos y nunca se cumplió uno solo de ellos. «Nos gusta vernos como nos ve John Wayne, como un país que lucha por la libertad, por lo correcto, por la justicia, y, sencillamente, no es así, somos voraces, agresivos, destructivos, torturadores y monstruosos, arrasamos de costa a costa causando el caos entre los indios, por eso esto no se cuenta, porque no queremos ver esa imagen de nosotros mismos».

Cuando Stevan Riley recopiló todas las cintas que Marlon Brando grabó al final de su vida hablando consigo mismo, unas doscientas horas editadas en el documental Listen to me, Brando, el actor se refería a este episodio en uno de sus monólogos con la voz quebrada con esta sentencia: «Los americanos no quieren encarar la verdad, vivimos en una tierra robada».

Encima, cuando salió de la entrevista en la ABC, dio una vuelta por Chinatown con su entrevistador, un paparazzi le quiso tomar unas fotos, y Brando le pegó un puñetazo en la cara. El fotógrafo, Mr. Gaella, acabó con la mandíbula rota y le tuvieron que dar nueve puntos en la cabeza. Brando fue al hospital con una herida infectada en la mano. El hostión que se llevó ese fotógrafo apareció en todos los medios ensombreciendo la denuncia, pero, en sentido metafórico, el golpe también se lo llevó la conciencia americana.

Porque, ¿qué se conocía de los indios, de su idioma, de sus personajes históricos, de su ropa o de sus costumbres? Por lo general, nada. Solo las chorradas que aparecían en las películas. Lo mismo es válido para nosotros. ¿Sabemos algo de las tribus de nativos americanos? Los que peinamos canas y crecimos con películas del Oeste en cada sobremesa podríamos dibujar indios, hablar como ellos, sobre todo reproducir sus gritos, y confeccionar un disfraz de «piel roja» y ponerle nombre al personaje, Toro Sentado, en nueve de cada diez casos, por supuesto, pero ¿tenía eso algo que ver realmente con los nativos americanos? Ni de coña.

Se presentaba la frontera este-oeste como la división entre la civilización y los bárbaros. María Dolores Clemente, autora de El héroe del wéstern: América vista por sí misma, considera que el género cinematográfico del wéstern ofrecía una visión adulterada de ese proceso histórico, al mismo tiempo que mostraba al «piel roja» como aglutinante de una población muy heterogénea. Los salvajes que cabalgaban en hordas nunca existieron en la realidad. Pero mostrar una imagen de un antepasado anglosajón heroico que se enfrentaba a tales peligros para levantar un país del caos llenaba de orgullo a los espectadores. Esta profesora explicó en la revista Área Abierta que, mientras que para los colonialismos católicos el nativo contaba para convertirlo y explotarlo o, en el mejor de los casos, educarlo y contar con él, los protestantes en América tenían otra filosofía:

El protestantismo, con la libre interpretación de la Biblia y la importancia concedida al Antiguo Testamento, exaltó las virtudes del individuo y contribuyó a la creación de unos de los ideales más constitutivos de los actuales Estados Unidos: la creencia en el «Destino Manifiesto». Los colonos, ya fueran anglicanos puritanos, cuáqueros, etc., pensaban que estaban allí gracias a la voluntad de Dios, y que este les había concedido una nueva oportunidad en un paraíso virgen, una «tierra prometida» que debía ser conquistada y explotada. Dios, no obstante, no daba facilidades y los colonos y pioneros debían demostrar su valor enfrentándose y dominando no solo una naturaleza hostil, sino también a unos habitantes bestiales y paganos (…). De esta forma, el nativo americano fue considerado como un elemento anquilosado y anacrónico, una especie de «antepasado malévolo» que debía ser extirpado y exorcizado en el avance de la civilización.

Valga como ejemplo Duelo en Diablo, de Ralph Nelson en 1966, en la que un destacamento del ejército tiene que transportar un cargamento de municiones por territorio apache. La idea general de la película es que nada puede cambiar a los indios, pase lo que pase seguirán siendo unos salvajes y, por lo tanto, la única salida es acabar con ellos.

Porque ese «destino manifiesto» era la creencia de que Dios había escogido a Estados Unidos para expandirse entre el océano Atlántico y el Pacífico. John L. O´Sullivan lo enunció en 1845: «El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino». Bajo esta ideología, el nativo era un extranjero en su propia tierra. No en vano, en el cine eran mostrados en incontables ocasiones como los atacantes.

El Senado estadounidense estudió en 1969 durante dos años la imagen de los nativos en la sociedad, y el informe del comité concluyó que la percepción de los indios en Estados Unidos era un estereotipo que se reducía a «vagos, borrachos y sucios». Las razones que explicaban esos tópicos había que buscarlas, concluía, en «la historia creada por el hombre blanco para justificar la explotación de los indios, una historia que se recuerda continuamente en la escuela, la televisión, los libros y las películas».

El cambio de mentalidad de los cineastas se fue produciendo paulatinamente, no solo con el impacto que causó Marlon Brando con sus protestas simbólicas —un año después de la mencionada gala de los Óscar les donó a los nativos las tierras de su familia que había heredado, unas dieciséis hectáreas, una serie de acciones que le sirvieron para colarse en la letra de la canción de Neil Young «Pocahontas», del Rust Never Sleeps—. Tras la Segunda Guerra Mundial habían aparecido, digamos, ciertos escrúpulos con las actitudes de marcado carácter genocida.

Broken Arrow de Delmer Daves en 1950 ya mostraba un mensaje positivo sobre los indios. Era obra del guionista comunista Albert Maltz, que no aparecía en los créditos, porque le metieron en la lista negra ese mismo año durante la caza de brujas. El guion fue premiado y otro guionista, Michael Blankfort, un compañero que le puso el nombre para que lo aceptaran, figuró como ganador hasta 1991, cuando se rehabilitó la memoria de los profesionales señalados por McCarthy. En la película los indios de Arizona eran personas razonables y sensibles, aunque en los estudios sobre este género cinematográfico se suele tachar el perfil del protagonista nativo de esta película como artificial e impropio de un indio. Pero su director declaró algo tan revolucionario entonces como que quiso retratar a los indios «como seres humanos». En 1954 Daves volvería con Drum Beat y un protagonista con el perfil de Ethan Edwards (John Wayne en Centauros del desierto de John Ford, que se filmaría dos años después), un racista sediento de sangre india que, en esta versión previa, cambiaba sus puntos de vista al entrar en contacto con los indios a los que debía combatir.

Escena de Devil's Doorway. Imagen: MGM.

Escena de Devil’s Doorway. Imagen: MGM.

También cambiaron las tornas con Devil´s Doorway de Anthony Mann en 1950, donde un indio condecorado por su heroísmo en la guerra de Secesión al licenciarse y volver a su pueblo comprueba que sus familiares y los miembros de su comunidad viven en la miseria víctimas de injusticias de toda clase, por lo que inicia una nueva lucha, esta vez contra el sistema. El único pero era que el protagonista, Robert Taylor, era un blanco con la cara pintada de mala manera. Tampoco lucía mucho mejor un Burt Lancaster maquillado en Apache, rodada cuatro años después, en la que su personaje se enfrentaba por su cuenta y riesgo al ejército en lo que se estaba mostrando a todas luces como un genocidio contra su pueblo.

En Across the Wide Missouri, William A. Wellman, con Clark Gable como protagonista, volvía a la temática de las bodas mestizas del cine mudo que detallamos en la primera parte de este artículo. Era en una historia de tintes ecologistas y pacifistas. A Gable su padre le dijo tras verla que nunca había visto a los indios representados de esa manera en una película.

En los años sesenta, con la lucha por los derechos civiles revolucionando el país, otra visión de los indios aún más equitativa se vio reflejada en el cine y la televisión. Jay Silverheels, un actor nativo, exboxeador, que saltó a la fama interpretando a Tonto, el indio de la serie El llanero solitario, cuando alcanzó fama mundial empezó a ser un portavoz más de las reivindicaciones de los nativos y fundó en 1968 el Indian Actors Workshop, una escuela de arte dramático para indios, en la que se les enseñaba a ir más allá de los clichés de los papeles que tenían asignados por su raza y que además ofrecía educación en otras disciplinas. Se estaba produciendo una toma de conciencia colectiva.

En la pantalla seguía cambiando el rol. En The Unforgiven, en 1960, una familia que había recogido a un bebé indio se enfrentaba a los nativos que querían recuperarlo, pero también al racismo de su comunidad, que rechazaba a la cría. El racismo contra los indios no era ya el instinto de supervivencia de un sheriff o un soldado curtido en mil batallas contra ellos, sino algo censurable, una actitud racista más de los blancos. Las audiencias en aquel tiempo de apertura empezaron a ser más favorables a este tipo de temáticas que tan solo unos años atrás habrían ocasionado protestas y vituperios de toda clase, apunta Angela Aleiss en el libro Native Americans and Hollywood Movies, y empezó a surgir un rol inédito hasta entonces y nuevos géneros para abordar el tema.

Al principio de la década de los sesenta (…) en el peor de los casos, los nativos americanos eran hostiles oponentes de la civilización; en el mejor, eran víctimas y perseguidos en una sociedad racista. Unas pocas películas rompieron esta dicotomía y crearon el personaje del «Indio Romántico» asociado a animales populares, como Tonka (1958) [un caballo blanco domado por un indio] Island of Blue Dolphins (1964) [un niño indio y su perro] e Indian Paint (1965) [un poni]. Otras películas intentaron resolver las tensiones entre indios y blancos a través de la ironía. En la comedia del Oeste Cat Ballou (1965), Jackson Two-Bears (Tom Nardini) es un sioux «civilizado» entre un grupo de inadaptados. El educado comportamiento de Jackson representa a un indio que rompe con los estereotipos: viste ropas contemporáneas, rechaza el alcohol y habla un inglés perfecto (incluso corrigiéndoles la gramática a los demás). Hatari! (1962), una aventura épica africana, trataba acerca de la armonía racial a través de las transfusiones de sangre: un hombre blanco tenía la única compatible con un nativo americano herido (Bruce Cabot).

Más adelante, Abraham Polonsky, otro comunista incluido en la lista negra —fue calificado por un congresista como «un ciudadano muy peligroso»—, cuando dejó de trabajar con seudónimo lo hizo para dirigir Tell Them Willy Boy Is Here, un wéstern que enfatizaba la denuncia de genocidio. Era su regreso tras un veto de dieciocho años. El protagonista, Robert Redford, es otro «Ethan Edwards», un sheriff que busca por el desierto a un indio acusado de asesinato, aunque fue en defensa propia. Este, perseguido, en una sociedad que se ha impuesto a la suya arrinconándola, dice en un diálogo que dará título a la película: «Al menos se acordarán de Willie Boy».

Y en 1970 el lavado de conciencia empezó a ser la norma. En Soldier Blue, otra vez de Ralph Nelson, aparecía una escena icónica. El jefe del poblado indio, que tiene un acuerdo de paz firmado con el ejército y confía en él, cabalga con una bandera de Estados Unidos y una blanca para evitar que los soldados arrasen el poblado en venganza por un atraco. No le servirá de nada.

Soldier Blue. Imagen: AVCO Embassy Pictures.

Soldier Blue. Imagen: AVCO Embassy Pictures.

Little Big Man, de Arthur Penn con Dustin Hoffman de protagonista, era un repaso a la historia de Estados Unidos en la que el hombre blanco era presentado como una plaga que acababa con todo y no respetaba el medio ambiente como los indios, que sabían ver el espíritu de cada elemento de la naturaleza, de las piedras al agua, el viento… Y en A Man Called Horse de Elliot Silverstein un lord inglés secuestrado por los sioux se irá transformando poco a poco en uno de ellos. Las costumbres y vestuario de los nativos estaban reflejados con fidelidad. El director cuando se documentó quedó maravillado por el comportamiento de las tribus, que anteponían el interés del grupo al del individuo, al contrario que la cultura estadounidense. Y por ahí le vinieron los problemas. Una escena, en la que los sioux abandonan a una anciana en la nieve porque ya no puede valerse por sí misma y es una carga, enfureció a los activistas nativos del momento, con el aludido anteriormente Russel Means a la cabeza. Silverstein replicó que ese comportamiento sería «salvaje» si lo juzgaras desde una óptica judeocristiana, porque los indios a lo único que obedecían era a la supervivencia de la tribu en un duro entorno natural. Además, la película había contratado a un historiador de la cultura sioux como asesor técnico, Clyde David Dollar, pero que era de raza blanca. También por este motivo se las tuvo que ver con Means, era un intruso. Diversas asociaciones de derechos humanos denunciaron que mostrar a los indios de esa manera no hacía más que subrayar la superioridad del hombre caucásico. Todo en vano. La cinta recaudó seis millones de dólares en un año y tuvo dos secuelas: The Return of a Man Called Horse (1976) y Triumphs of a Man Called Horse (1982).

En Chato´s Land, de 1972, con Charles Bronson, el protagonista ya era un mestizo, medio indio, que se enfrentaba a un grupo de blancos sureños bastante psicópatas, al estilo típico del cine americano de uno contra todos al que nos acostumbró posteriormente su actor protagonista. Más calidad cinematográfica tuvo Jeremiah Johnson, también del 72, en la que Robert Redford huía de la civilización y encontraba la paz en plena naturaleza virgen, donde tenía que ganarse el respeto de los indios. Al final la cinta terminaba con una escena de paz entre el blanco y el indio, un mensaje al país del director Sidney Pollack —que contó entre los guionistas con el enfant terrible John Millius— que lo que traicionaba era la verdadera historia de Jeremiah, quien, en palabras de Eward Anhalt, otro de los guionistas, asesinó a doscientos cuarenta y siete nativos y se comió sus hígados. De hecho, era conocido por sus hábitos caníbales. Muy lejos del personaje que representó Redford.

La década de los setenta transcurrió en esta dirección mientras el género se apagaba e iba pasando de moda. Los wéstern crepusculares solían denunciar el racismo contra los indios y hacían predominante la figura del buen salvaje. En todos los ámbitos de la ficción los indios empezaron a ser retratados como hombres de exquisita sensibilidad, profunda sabiduría y gran espiritualidad. Un ejemplo paradigmático era Will Sampson, el loco cuerdo de Alguien voló sobre el nido del cuco. Claro que con el nuevo modelo y el final de la era hippy, que apreciaba los mitos del pasado edénico, los indios de nuevo interesaron menos y se pasaron de moda.

No fue hasta en el inicio de los noventa cuando en Bailando con lobos se volvió a rodar un wéstern de gran relevancia en el que los nativos tenían personalidades complejas. Premiada con siete Óscar, había palabras de Jon J. Dunbar, el personaje interpretado por Kevin Costner, que eran todo un lavado de conciencia:

Nada de lo que cuentan sobre los indios es cierto. No son mendigos ni ladrones. No son el coco. Son educados y tienen un sentido del humor con el que disfruto.

Los indios me atraen mucho, más allá de la curiosidad. Hay algo sabio en ellos, y en parte me atraen.

Escena de Bailando con lobos. Imagen: Orion Pictures.

Escena de Bailando con lobos. Imagen: Orion Pictures.

Claro que mestizaje, el justo. La mujer que Dunbar encuentra en la tribu con la que toma contacto y con la que inicia una relación no era nativa, sino una blanca acogida por los indios. Además, a estas alturas ya era tarde. En Reel Injun se recogen críticas a la película como que se trata de «las historias de un blanco con indios de fondo». Pero al hombre blanco le funcionó. Bailando con lobos ganó ciento ochenta y cuatro millones de dólares.

Ocurría lo mismo con El último mohicano, rodada dos años después por Michael Mann, que venía de producir Miami Vice, una serie de acción donde los protagonistas eran un blanco y un negro, ambos situados en un mismo plano y unidos por una fuerte amistad, amén de los modelitos ochenteros que nadie tiene valor hoy día de rescatar en esta fiebre revival. Los nativos sentían desapego ante una historia así, para empezar, porque el protagonista estaba interpretado por un blanco, Daniel Day-Lewis, y se suponía que era mestizo. Al igual que en Bailando con lobos, los indios formaban parte del atrezo. Así lo explica Silvia Martínez en el libro El cine, otra dimensión del discurso artístico:

La película de Michael Mann no es la elegía al indio desaparecido, sino el homenaje a los colonos de la frontera americana del siglo XVIII, al valor de los fundadores del país a quienes se vuelve constantemente, tanto en el cine como en literatura, en busca de las raíces de la identidad americana. Los verdaderos héroes de la película son Hawkeye y Cora, ambos blancos, buenos y fuertes, y por tanto con un futuro por delante.

Películas que reconforten a los nativos con su identidad elaboradas por blancos en este periodo se pueden contar con los dedos de una mano. Hay excepciones, como Banderas de nuestros padres, paradójicamente filmada por el cowboy Clint Eastwood. El indio de la película estaba humanizado. Hubo una labor de documentación recorriendo las reservas y estudiando los problemas de la comunidad india para tratar el alcoholismo del personaje —que en el fondo es un cliché sobre los nativos, pero también una realidad— sin caer en los estereotipos.

Pero, según Reel Injun, lo que necesitaban y demandaban los nativos era que un nativo escribiera el guion de una película dirigida por un nativo y protagonizada por nativos. El primer hito de lo que sería el cine nativo independiente, que ahora cuenta con festivales y literatura, fue la película Smoke Signals de Chris Eyre, un indio cheyenne. El argumento trata de dos chavales que tienen que salir de su reserva en busca del cadáver del padre de uno de ellos. También contaba con elementos biográficos. Chris Eyre creció en Portland en una familia adoptiva blanca. Pero cuando cumplió dieciocho años buscó a su familia biológica y entabló una relación con ella. Con su debut cinematográfico logró ganar tanto en Sundance como en el Festival de Cine Indígena de Estados Unidos.

En la banda sonora por supuesto aparecían músicos nativos. Jim Boyd, que puso tres canciones en la película, fue integrante durante los años ochenta del grupo de hard rock XIT, que se mencionó en la primera parte de este artículo. La única canción de un blanco es de Dar Williams, una cantautora country-folk.

De esta manera, Eyre se rebelaba contra la idea de que los nativos siempre tuvieran que representar un rol político en el cine americano. Ya fuera como salvajes o como buen salvaje. Aquí había una historia de perdón y redención que no puede entenderse sin el contexto de la marginación y exclusión de esta comunidad en Estados Unidos y los problemas asociados que acarrean este tipo situaciones, alcoholismo, miseria, pobreza, etcétera. Aún hoy siguen teniendo menor esperanza de vida y más alta tasa de suicidios que el resto. Por lo que ellos luchaban es por aparecer en la ficción como ellos mismos, con sus problemas, con sus historias. Seres humanos, no personas de alta carga simbólica que se cruzan con un blanco y sus vicisitudes.

La entrada El papel, o papelón, de los indios en el cine ( y II): lavando la conciencia aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Nacho Vegas: «Si Podemos se convierte en el nuevo PSOE tendremos que volver a las barricadas»

$
0
0

Nacho Vegas para JD 0

Llueve en Gijón, lo cual no es ninguna novedad. Pero entre el tiempo, que es invierno y que, según cuentan los lugareños, los jóvenes no hacen más que huir de esa ciudad en busca de trabajo, nos encontramos con que no hay un alma por la calle, ni por la zona de vinos siquiera, y es sábado. Pero nosotros buscamos a uno de los que no se va, Nacho Vegas (Gijón, 1974). Un curioso caso de cantautor del que dicen que con quien más crítico resulta es con su propia generación, tal vez por eso meta un público cada vez más joven en sus conciertos. Antes integró la vorágine indie de los noventa, de la que supo bajarse a tiempo para reivindicar las letras en castellano y que tuvieran contenido. No quería renunciar a comunicarse con su público. Tras una etapa intimista lleva años convertido en un cantautor político y comprometido de los más señalados. Damos con él en su bar favorito, La Vida Alegre, preparándose para un recital con poetas locales.

Si naces en el 74 tus primeros recuerdos musicales tienen que ser de la época de Aplauso.

Sí, justo de Aplauso y también de La bola de cristal. Recuerdo que con seis o siete años vi lo de Las Vulpes, que se montó un escándalo tremendo. También me influyó mucho mi hermano, que es dos años mayor que yo, que coleccionaba la Historia del Rock que sacó El País en fascículos coleccionables en los ochenta. La llevaba Diego Manrique y escribían Ordovás, Julián Ruiz, Julio Ruiz y todos estos periodistas. Era una historia muy chula, se la rompí a mi hermano siendo guaje y me arrepiento mogollón.

Fuiste un lector precoz, te enganchaste a Los tres investigadores.

Le pregunté un día a mi madre si éramos muy trastos de pequeños y dijo que leíamos bastante y que éramos tranquilos Mi hermano leía mucho. Siempre me dio rabia y le tuve envidia porque leía todo superrápido y yo tenía que ir a rebufo de él.

Campeón alevín de voleibol.

Fue el único deporte que hice. En el colegio me llevaban a voleibol, convencí a unos amigos para que nos apuntáramos y al final seguí. No se me daba mal. También estuve jugando en el instituto hasta que lo dejé porque me di cuenta de que no era lo mío.

Te fascinó El guardián entre el centeno y te decepcionas cuando conoces que era el libro favorito de millones de adolescentes en todo el mundo, cuando descubres que no eras especial.

Nos volvimos un poco tontos y hablábamos con frases de Holden Caulfield. Nos creíamos que los demás eran todos una gente ridícula y nosotros estábamos en posesión de la verdad. Pero luego leímos sobre el libro en una enciclopedia, eran los tiempos en los que no había internet, y nos dimos cuenta de que era un libro con el que mucha gente se había sentido identificada.

Creces en Asturias. Es la zona de España donde la depresión económica de finales de los setenta fue más fuerte. Al menos ahora tiene la tasa de mortalidad más alta y la de natalidad más baja. Tú lo has dicho alguna vez: «Entre la gente de mi edad no he visto nunca un momento de prosperidad».

De mi infancia y adolescencia tengo recuerdos de todas las luchas obreras que se vivían aquí. El sector textil, las trabajadoras de IKE, los astilleros, la minería, donde moría bastante gente. La reconversión nos afectó a todos, fue un conflicto en el que se llevó la lucha a la calle, se implicó a los vecinos, lo veías constantemente, pero también hubo sectores donde la lucha era más de puertas adentro. Lo que nos pasó a nosotros es que, ya cuando fui adolescente, en los noventa vimos cómo se iba acumulando derrota tras derrota y eso te destruye. No éramos como Euskadi, que al final tuvo suficiente tejido industrial, sólido, para salir adelante, además de toda su organización con cooperativas, que supongo que ayudaría. No sé exactamente por qué ellos salieron y nosotros no, supongo que en los lugares donde hay una burguesía que maneja los hilos empresariales termina teniendo muchos contactos con el poder y acaba construyéndose algo. Aquí mi generación se quedó sin trabajo. Vi cómo la mayoría de gente se marchaba. Y todavía no nos hemos recuperado de esa época. Esto es un páramo. Y afectó mucho a la cultura, a la oportunidad de que hubiera una escena musical bastante chula. Porque había gente con ganas de hacer cosas. De hecho, creo que a la gente le gusta hacer cosas, en general. El trabajo no es algo malo. El asalariado, sí. Pero cuando te encuentras con que las necesidades básicas no están cubiertas, te tienes que ir de aquí. Ahora mismo quedamos pocos.

Cuando empiezas a plantearte qué hacer con tu vida, la primera conclusión a la que llegas es que tienes que huir.

Sí. Eso lo vi mucho a mi alrededor. Yo tuve suerte porque pillé una época que no estuvo mal. Cuando tuve veintipico, que no sabía muy bien qué hacer, estuve aquí poniendo copas, justo antes de que se diera el éxodo brutal de jóvenes. En 2001 saqué el primer disco y con el segundo me di cuenta de que girando y haciendo conciertos solo me podía mantener. El primer piso en el que viví eran treinta mil pesetas y lo compartía con dos amigos. Aparte, el Ayuntamiento aquí en Gijón fue el primero que dio ayudas al alquiler para la gente joven con pocos recursos. Durante unos años te pagaba la mitad del alquiler. Así era asequible. Podía tirar. Luego vino el boom de los precios de los alquileres y los pisos y ya no había manera de seguir en Gijón. Mi suerte fue que estaba empezando a tocar y me mantuve, con temporadas buenas y malas, otras sin tener ni un duro, como cualquiera, pero dedicándome a la música.

¿Cuáles fueron tus primeros grupos favoritos?

Me gustaban mucho los Housemartins. Fue el primer grupo del que fui fan cuando tenía doce o trece años, cuando tuvieron el éxito de «Caravan of Love». Luego escuchaba mucho Radio Kras, una radio libre, que la descubrí gracias a mi hermano, y me enganché. Tito y David, los que luego formaron Penélope Trip, tenían programas ahí. Los locutores solían ser gente un poco mayor que yo, tenían ya dieciocho años, diecinueve, empezaban a estudiar todos Filología. Habían ido muchos a Londres y volvían con discos que no era fácil encontrar en cualquier tienda. Así empecé a escuchar muchos grupos de los que no había oído hablar y me fascinaban. Fue como una educación.

Aparte de esta educación musical ¿cómo era tu familia?

En realidad fue una familia bastante prototípica. Mis padres eran de izquierdas. Mi padre del Partido Comunista, luego del PSP de Tierno Galván y al final entró en el PSOE. Llegó a ocupar un cargo en el Gobierno del Principado. Mi madre siempre fue del PSOE. Pero a pesar de ser así, de izquierdas los dos, los roles estaban muy marcados. Mi madre fue maestra pero dejó de trabajar enseguida y mi padre estaba en la siderurgia. Había una estructura patriarcal, mi padre era bastante machista.

Has comentado que tu padre se suicidó pasivamente.

Tenía cuarenta y ocho años cuando murió. Antes le habían dado dos anginas de pecho. De joven era muy delgado, pero luego engordó mucho, ese tipo de obesidad rápida. Después de que muriera encontramos en su casa una carta que nos había empezado a escribir unos pocos meses antes de morir. Ocho o así. Estaba dirigida a mis hermanos y a mí y nos decía que sabía que había hecho las cosas mal y que probablemente moriría pronto. Y murió antes de acabar la carta. No tuvo tiempo. Era una carta bastante graciosa, de todas formas. Al final decía: «Sé que dejo muchas deudas, pero decidle a los que vengan a cobrarlas que las apunten en la playa, que ya vendrá la marea a llevárselas». Lo veía venir. Supongo que cuando te dan dos patatazos ves que el momento está más cercano. Las deudas que dejó se saldaron con la herencia.

En 1991, con dieciséis años, tienes tu primer grupo: Eliminator Jr.

Mi primera aparición en público fue en Candás con ese grupo. En un concierto por la insumisión, cuando este movimiento estaba en auge. Tocábamos con muchos grupos de la escena punk y de la indie, que entonces estaba surgiendo. En mi primer concierto lo pasé fatal. No sé si llegué a vomitar, pero recuerdo que tenía unas ganas horribles y sobre todo lo pasé fatal antes de salir. «Eliminator Jr.» era una canción de Sonic Youth. Hacíamos noise pop. Nos gustaba mucho Spacemen 3, Jesus and Mary Chain. Metíamos mucho ruido, pero con una vertiente pop. Como los Dinosaur Jr. o los Pixies.

Algunos de estos artistas, como por ejemplo Morrissey, te influyeron en tu identidad sexual.

Morrissey jugaba a soy gay pero no lo soy. A mí eso me resultaba bastante excitante. Esa masculinidad, digamos, novedosa. Venía un poco de lo glam, de Marc Bolan y David Bowie, pero él lo llevó un poco más allá y le daba la vuelta con ese cinismo elegante, como Oscar Wilde. A mí me resultó muy sugerente, pero tuve un amigo al que no.

Era un compañero de instituto, con el que leía El guardián entre el centeno. Con él empecé a formar mi primer grupo. Aprendimos juntos a tocar la guitarra, nos daba clases uno de una orquesta. A mí se me daba mal pero a él no, y luego se enfadó un poco conmigo cuando conocí a los de Eliminator Jr. y me fui con ellos. Se sintió un poco defraudado y dejamos de vernos un tiempo. Pues este chico era gay, y en aquella época en el instituto ser homosexual era lo peor. El maricón de la clase. Supongo que habrá cambiado, pero entonces era algo que se llevaba oculto. Hasta que llegué a la facultad no vi a la gente salir del armario y sentirse liberada. El caso es que este chico una vez me contó que los Smiths le habían hecho mucho daño con ese juego de así soy pero en realidad no soy, porque él estuvo reprimiendo su homosexualidad hasta los veinte. Lo había pasado muy mal.

En La Fonoteca al Xixón Sound lo llaman «artificiosa etiqueta» que tomaba impulso por su oposición a todo lo que significaba la movida.

Eso fue en general el indie. Los grupos de pop español habían tenido mucha visibilidad en la época de la Movida, salían en muchos medios. Y a finales de los ochenta y principios de los noventa estaban agonizantes. Decadentes incluso. Sacaban sus peores discos, morían de éxito. Y nosotros los veíamos como lo que no queríamos llegar a ser. Fue una postura muy reactiva y bastante idiota en el fondo, porque al final nosotros caímos en otro tipo de vicios. No a lo mejor en los suyos, pero sí en otros. Pero con el tiempo los grupos indies también supieron mirar hacia atrás y ver un poco lo que había de bueno en todo aquello y las lecciones que había que aprender para no repetirlas. Al final en todas las épocas se dan los mismos esquemas, en la del indie y en la de la Movida.

Nacho Vegas para JD 1

Ahora se dice que en los ochenta bailaban sobre la tumba de los muertos de la Guerra Civil, que eran ajenos a los conflictos sociales. Es una afirmación que no entiendo. En la Inglaterra de los setenta, cuando las huelgas fueron más duras, fue el apogeo del glam. En los años sesenta en Nueva York, con toda aquella efervescencia política que no se ha repetido, los puertorriqueños se sacaban de la manga el boogaloo para bailar y estar de fiesta. No entiendo por qué tiene que haber una relación directa entre la música del momento y la política.

Pero todos los procesos sociales, aunque sean una búsqueda de hedonismo, o el individualismo, lo que le pasó al rock en los sesenta, tienen que ver con lo que está ocurriendo. Son maneras diferentes de asimilar la realidad social. Un ejemplo es que la gente cuando se ve en un estado de emergencia también tiende a bailar, pero el problema de aquella época fue que la Movida la utilizó mucho el Gobierno del PSOE como hegemonía cultural para visibilizar un tipo de música hedonista que daba fe de que se había pasado del blanco y negro de la dictadura a la democracia y las libertades. Entonces surgieron unos músicos que más o menos eran afines a toda esa gran victoria del PSOE, pero también hubo otros músicos de los que todos hemos oído hablar cuando éramos guajes que consiguieron llegar a todos los públicos, La Polla Records y Kortatu por ejemplo, toda esa escena musical de Euskadi, que vendían muchísimo, más que los grupos que salían en los medios pero que le resultaban más útiles al discurso hegemónico. Tenemos lo que la música nos dice del momento en el que aparece, pero también por otro lado está la utilización que hace el poder de las escenas musicales. Y admito que esto también pasó con el indie, hicimos lo mismo. No se trata de hacer una crítica específica a los ochenta, porque como he dicho antes se repitieron los esquemas. Casi con más descaro. En El País de las Tentaciones salíamos grupos que vendíamos cuatro discos, mientras Soziedad Alkohólika tenía mucho menos espacio cuando era un grupo que llenaba sus conciertos.

¿Por qué elegiste estudiar Filología Hispánica?

No lo sé, supongo que siempre me gustó la lengua. Empecé antes Filología Inglesa, pero la dejé. En Hispánicas había profesores que me gustaron mucho, me interesó mucho la lingüística, por ejemplo. Recuerdo mucho de aquellos días en la universidad la lucha por la oficialidad del asturiano. Ese enfrentamiento que tuvieron Alarcos y Gustavo Bueno, porque las facultades de Humanidades y la de Filosofía estaban muy cerca. Gustavo Bueno fue un gran antiasturianista, pero en ese momento parecía que la oficialidad estaba muy cerca, al alcance de la mano. Me involucré un poco en todo aquello.

He leído que te gustaban poetas como Pessoa, Cernuda, Panero, la generación del 50. ¿Cómo te influyeron como letrista?

En segundo de carrera había una asignatura, «Teoría crítica literaria de narrativa y poesía», y el profesor era bastante malo, no aprendí absolutamente nada con él, pero hizo una cosa muy buena. El primer día de curso trajo un montón de folios fotocopiados con una especie de antología que había hecho él con poesías de todo tipo, muy diferentes, porque como era de esperar nadie leía poesía e intentaba que alguno por lo menos se enganchara. La verdad es que conmigo funcionó, porque leí algunos poemas que no conocía, de Pessoa o Panero. También estaban por ahí Kavafis, Tomas Tranströmer. En esa época leí bastante poesía y también conocí a Carver, que es uno de mis escritores favoritos, lo que más me gusta de la literatura americana, y aún hoy sigue siendo así. Y su poesía me gusta especialmente. Un campo en el que creo que está infravalorado.

Recuerdo también cuando empecé a leer a Pessoa, que me quedé con un verso. Parece una tontería pero es una cosa a la que le di muchas vueltas. Decía: « El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo / pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo / porque el Tajo no es el río que corre por mi pueblo». Ese relativismo poético me gustó mucho. Luego hay muchos poetas a los que les he robado algunos versos. Recuerdo un poema de Carver que se llamaba «Miedo». Empieza todos los versos con esa palabra, miedo: «Miedo a la muerte / Miedo a una llamada de madrugada / Miedo a que mi hija aparezca con un ojo morado». No recuerdo exactamente, pero era así. Al final acaba repitiendo «Miedo a la muerte. Eso ya lo he dicho». Ese catálogo de miedos es un poema al que luego añadí mi miedo particular, que era el miedo al zumbido de los mosquitos [risas], y titulé un disco así, con ese verso.

A Buero Vallejo le coges de prestado un título para una canción: «De repente, oscuridad». ¿Qué había detrás de esa letra?

Supongo que te refieres a las drogas y a la prostitución. No me gustaría vender la moto de que estaba tan desesperado que tuve que prostituirme para salir de una situación desesperada. Es verdad que no tenía un duro, pero para mí tenía más que ver con el morbo. Estaba descubriendo mi sexualidad en aquellos primeros años y en esa época empecé a irme con tíos, a meterme en el ambiente y conocer el sexo fugaz, que me fascinaba. Me da un poco de morbo. Fueron unos años bastante intensos. También empezaba a conocer y a probar las drogas y todo en el fondo estaba relacionado con la noche: el sexo, las drogas, lo anónimo, lo fugaz…

Tu etapa en la que hiciste chapas no debe dramatizarse entonces.

No, no. Desde luego no tuvo nada que ver con una situación económica desesperada.

¿En qué te cambió la experiencia de romper tabús de esa manera?

Acabas preguntándote qué significa exactamente la sordidez, porque al final lo que terminas encontrando es belleza en los sitios más insospechados, en las relaciones más fugaces, en los ambientes considerados casi por consenso en la sociedad como algo depravado. En realidad ahí no hay más que gente bonita y también personas con inseguridades, con problemas, muy necesitadas de cariño, de amor y de cuidados. Básicamente eso conocí y esa es la parte que más me interesaba. La verdad es que recuerdo todo esto como una de las mejores experiencias que he tenido. Haber hay gente de mal rollo en todas partes, pero yo conocí a gente muy bonita. Lo recuerdo con ternura. Hay un poemario de Dennis Cooper que se titula La ternura de los lobos y precisamente ese título hace referencia a esto que digo. Años después en «Cómo hacer crac» hablé un poco de esto cuando escribí «No tienes que temer; los lobos muestran ternura al morder».

Para ternura, la de ese episodio que has relatado alguna vez en el que un trabajador del metal, de un astillero, intenta ligar contigo.

Aquello fue hace bastante. Estaba trabajando en un bar de copas y con las canciones de mi primer disco, sería el 99 o por ahí. Y vino un trabajador de un astillero, prototípico, un paisano, que se fue emborrachando en el bar y empezó a preguntarme si yo era maricón. Todo el rato. A cada copa. A final le tuve que echar y no sabía cómo, estaba acojonado. Empecé a apagar las luces, a decirle que había que cerrar, y por fin, cuando ya estaba en la puerta, me dijo: «¿Pero de verdad que no eres maricón? ¡Porque yo sí!». Y se puso a llorar. Como estaba muy borracho le pude empujar y quedó ahí tirado. Ahí me di cuenta de la amargura que puede suponer ser homosexual en un ambiente como el de los talleres. Esta historia acabó luego en la canción «L’afoguin» de Canciones populistas. Creé el personaje Nicanor, que era parecido a este hombre.

Dijiste que el indie que surgía en aquellos años noventa tenía mucha fuerza en ciudades como Las Rozas, en Madrid, que eran «como no ser de ninguna parte».

En aquella época toqué con Migala mucho y participé en sus dos últimos discos. Son todos amigos míos, les quiero mucho, pero recuerdo que cuando hicieron el segundo fueron a Gijón a grabar algunas cosas, porque tenían algún amigo aquí, y querían que parte de las grabaciones fueran cerca del mar, porque el disco era un viaje del mar hacia el interior. Luego escuchabas el disco y esto estaba más en sus cabezas que en algo que pudiera apreciarse. A mí me pareció que en todo aquello había una búsqueda de identidad y de arraigo. Sentían la necesidad de buscar esa identidad que yo ya sentía, que no estaba desprovisto de ella. Probablemente tiene que ver con eso. Eran de las pocas gentes que conocí en Madrid que realmente eran de allí, de Las Rozas y de Villalba. La mayor parte de mis amigos de Madrid no son de Madrid. Es una ciudad que me gusta mucho porque creo que es muy bonito que la gente que se encuentra allí haya llegado de un montón de provincias y sientan la necesidad de crear una comunidad, porque están todos un poco arrancados de sus sitios. Así se crea algo muy bonito. Creo que al final se nota de dónde eres y lo que buscas.

Vosotros en Manta Ray, tu siguiente grupo, cantabais en inglés.

Cuando dejé Manta Ray fue por estas cosas. Se estilaba mucho que las letras fueran en inglés, pero cantábamos sin apenas saber qué es lo que decíamos, había un nivel muy pobre. Este aspecto en Manta Ray fue bastante sangrante, porque José Luis tiene una voz espectacular, un registro brutal, pero no sabía cantar en castellano, no le interesaba escribir letras en castellano. Teníamos muchos dilemas. Era muy difícil que pronunciáramos bien en inglés. Y al escribir al final no estábamos contando nada, sino encajando aquello para que sonara al estilo. Y Manta Ray era un grupo que no estaba exclusivamente centrado en su sonido, también nos preocupábamos por la faceta autoral, con referentes como Nick Cave y la pose tipo P. J. Harvey o Tom Waits. Por eso el hecho de encajar así las letras era bastante ridículo.

¿Estás de acuerdo con que el inglés era para no tener que decir nada, para no mojarse en ningún campo, ni social ni emocional?

Absolutamente, sí. Era no tomar riesgos. Y me dolía mucho que fuera así. Llegamos a pensar que las letras no se podían hacer buenas en castellano. Sentíamos que los grupos que cantaban en español hacían letras horribles y teníamos que irnos de ahí. Recuerdo una vez un concierto de un grupillo por aquí, que no siguió más, en el que el chico hizo una canción que me pareció muy chula. Le dije: «¿Cómo no te animas a hacer estas canciones en castellano?». Y me contestó: «No, eso es imposible, porque hay una canción que habla de una chica que conozco y si la canto en castellano se va a enterar». Ya ves. Comunica, es básico, sí [risas]. A mí me influyeron grupos como Le Mans, cuando eran Aventuras de Kirlian, que cantaban en castellano. Ibón, precisamente, me recomendó a Vainica Doble. Los Le Mans decían que realmente la música en español eran ripios y como ejemplo ponían las letras de Sabina. Ellos, en cambio, hacían letras muy chulas y muy bonitas, pero no rimaban y a mí siempre me daba mucha rabia. Los escuchaba y me preguntaba «¿Por qué no habrán cambiado esta palabra por esta otra? Si hubiera rimado habría encajado mucho mejor». Son cosas que no me explico. Vainica Doble es de los grupos que mejor sabe cantar en castellano y te hacen una rima estupenda, incluso a veces utilizando el ripio como recurso, como una figura retórica precisamente.

Nacho Vegas para JD 2

En cuanto a política, en estas fechas, año 1996, dices que es el principio del fin. El momento en el que se toman las medidas con las que germina todo lo que ha pasado ahora. ¿Tu generación se desinhibió?

Tengo muchas discusiones con la gente por esto porque no lo entienden. Solo quiero hacer autocrítica y aprender un poco de lo que pasó. Verlo con perspectiva. Ahora se están haciendo muchos relatos de lo que ocurrió en el indie con un discurso absolutamente acrítico. Eso me da mucha rabia. Creo que debemos aprender de aquello porque todavía no somos tan viejos, aún estamos en activo.

Para mí, en el 96 estábamos de espaldas a lo que sucedía. La política estaba restringida a círculos muy reducidos de militancia. No nos planteábamos que la actualidad tuviera relación directa con la música que hacíamos. Algunos lo sugeríamos, pero no llegamos muy lejos. Sí que hubo gente que hablaba de lo que sucedía, hubo letras con trasfondos sociopolíticos, pero en lo que fue la escena en general nunca hubo ninguna relación expresa con ningún movimiento político. Por eso estos discos no tenían trascendencia política, por mucho que tocaran el tema. Le pasó también al indie británico. Había grupos con letras muy políticas, pero que en realidad no tuvieron la menor trascendencia. No fueron como Billy Bragg, por poner un ejemplo de músico británico cuya música no es que solo estuviera influida por la canción protesta de los años cuarenta y sesenta, sino que él mismo apoyaba las huelgas y luchas obreras que había en Inglaterra en aquella época, incluso formaba parte de ese mismo tejido social.

En todo caso, esa desconexión entre la música y lo que ocurría en la realidad no quería decir que no tuviéramos conciencia política, simplemente lo que pasó fue que, de alguna manera tácita, se decidió que la música era algo que no tenía que ver necesariamente con lo que ocurría.

Hay una parte bonita en esto del rock comprometido, es cuando comentas que gracias a grupos británicos como los Housemartins, a finales de los ochenta, te diste cuenta de que a los británicos les estaba pasando lo mismo que a vosotros. Se estaban cerrando las fábricas, se desmantelaba el tejido industrial, huelgas. Y que todo esto te llegaba por sus canciones.

Aquí hubo un momento, cuando el movimiento por la insumisión, en el que se dio apoyo con conciertos. Fue en todo el Estado español. Un movimiento que al final triunfó, aunque luego se apuntó el tanto el PP, pero se acabó con el servicio militar obligatorio gracias al apoyo de la gente y a que muchos acabaran en la cárcel. En astilleros también tuvieron gran apoyo vecinal y muchos conciertos, pero el PSOE fue reprimiendo poco a poco todas las protestas y fagocitó la vida de los barrios. Se creó, incluso, un clima perverso en el que la gente pensaba que las movilizaciones, cuando los obreros quemaban unos neumáticos por ejemplo, eran actos vandálicos, no actos de lucha. Ahí surgió una desconexión entre las luchas obreras y la sociedad. Eso es lo que hizo que la escena cultural no estuviera en contacto con lo que ocurría entonces. Ahora lo estamos enmendando.

Todo esto antes lo habías vivido desde el otro lado. Leo en Cajas de música difíciles de parar (Lengua de trapo, 2012) que tu padre cuando formaba parte del Gobierno estuvo involucrado en el cierre de Camisetas IKE, y has contado que teníais llamadas anónimas en casa, que escupieron a tu madre, policías en el portal…

Realmente no sé cómo fue aquello, porque cuando le pregunto a mi madre tampoco quiere hablar mucho del tema. Simplemente sé que mi padre se vio en esa tesitura de haber militado en el PCE y luego estar ahí viviendo con júbilo las primeras victorias del PSOE para acabar entrando en el Gobierno del Principado sin experiencia política. Él venía de Ensidesa y tuvo que lidiar con esas luchas. Se encontró teniendo que ser uno de los peones de la reconversión industrial, uno de los agentes que la llevaron a cabo y la cara visible política. Obviamente, los obreros tenían que rebelarse e ir a por las caras políticas responsables. Lo de que escupieron a mi madre nos lo dijeron de pequeños, ahora no sé si ocurrió.

Años más tarde leí un poco del conflicto de IKE y pienso que es una de las luchas más admirables de las que se llevaron a cabo aquí. Un encierro de cuatro años en una fábrica. Parecía que las iban a desalojar al día siguiente y aguantaron cuatro años ahí metidas, que en realidad fueron diez de lucha y movilizaciones semanales. Además, eran un grupo de mujeres que no tenían experiencia reivindicativa, no eran como la gente de los astilleros o los mineros, que tenía bastante experiencia sindical. Era muy gracioso oír los relatos de cuando las mujeres iban a las primeras barricadas con faldas rectas y tacones [risas]. Pero luego se estuvieron peleando con los policías todas las semanas. Entablaron una lucha admirable y su derrota fue de las más tristes. El encierro rompió muchas familias, las trabajadoras acabaron con muchos problemas psicológicos.

Mi padre, con todo esto, lo que hizo fue estar cuatro años y salir por patas de ahí. En casa fue un momento un poco tenso porque mi hermano pequeño, Xabel, que era militante de izquierdas, se enfrentaba constantemente con él. Tenían discusiones bastante encendidas, llamándole fascista [risas]. Es una historia propia de Cuéntame. El hijo rebelde increpando así al padre, que le replica que él ha corrido delante de los grises…

Fue un papelón el de tu padre.

Sí, la verdad es que lo era, pero cuando te metes en eso, en la política institucional, y eres de izquierda, si te ves en una de estas lo mejor es dejarlo y no traicionarte.

En una celebración en los noventa del Festival de Cine de Gijón apareció de repente una pintada que decía «Muerte a los gafaspasta». Por lo visto te hizo pensar…

La primera vez que la vi es verdad que me llamó mucho la atención. Luego me di cuenta de que sin pretenderlo habíamos creado un ambiente en cierto modo elitista, aunque no fuéramos culpables de ello. Tanto la gente del Xixón Sound como los del festival en sus comienzos parecía que éramos como una especie de grupo cerrado. La gente te dice ahora recordándolo que entrabas al bar de la plaza durante el festival y te sentías un intruso. Yo no tengo la sensación de que nos comportáramos de esa manera, pero luego me insisten: «Es que claro, los que sois de los barrios de pasta…». Y ahí es donde tengo que decir que yo no vengo de ningún barrio bien. Parece que ese ambiente en el que había algo de superioridad cultural, exquisito y con gusto, frente a los demás que no tenían gusto, o lo tenían más ordinario, hacía que la gente relacionara eso con ser de clase alta, lo cual es una genealogía bastante lógica, pero en realidad no lo éramos. Al menos yo o la mayoría de la gente.

Has descrito a la mujer indie de aquellos años como un arquetipo que buscaba a un hombre guay, muy indie, que trabajase en algo que molase, aunque solo sea de nombre, y que tuviera mucha pasta, y necesariamente algo tenía que fallar siempre, lo que era muy frustrante.

Era la generación de Sexo en Nueva York, que era la serie favorita de aquel ambiente indie, sobre todo en Madrid. Mientras que en Gijón se nos echaba en cara un ambiente elitista que yo no notaba, en Madrid era muy obvio. Estaba perfectamente claro quién era guay y quién no. Y lo noté a la fuerza, porque en aquellos años fui portada de Rockdelux y pude comprobar cómo se me acercaba gente que antes no me saludaba, ahora querían hablar conmigo, empecé a ser guay. Percibí con claridad todo aquel ambiente viciado. Y recuerdo al grupo de amigas que tenían ese rollo, medio en broma, pero también en serio.

Nacho Vegas para JD 3

Manta Ray colaboró con Corcobado, ¿cómo fue la experiencia?

La verdad es que fue bastante guay. Un encuentro muy intenso. Nosotros al principio no éramos especialmente fans de él, lo descubrimos gracias a Nacho Álvarez, el bajista, que era diez años mayor que nosotros y nos descubría cosas antiguas. Era muy fan de Nick Cave y por eso en Manta Ray le escuchábamos tanto. Corcovado tenía que ver con esa música oscura que no estaba relacionada con la Movida madrileña aunque perteneciera a esos años. Y tampoco era del gusto indie por esa parte oscura. Además, en el momento en el que colaboramos con él, lo que empezó a predominar era el pop dulce y almibarado. No encajaba por ninguna parte.

Pero Corcobado era único. Un tipo de personaje que no formaba parte de ninguna escena. Nos resultaba interesante y fascinante. Surgió la oportunidad de colaborar con él en el festival de cine y le escribí una carta manuscrita, de las que ya no se escriben, para que viniera a hacer versiones de la banda sonora de El Crack, la película de Garci. Lo conocimos y es un tío que te impone, con su carisma. Así que decidimos hacer un disco con él, que ya fue otra cosa, se convirtió en una experiencia extraña, porque nos encerramos en Nava, un pueblo del interior de Asturias, en una casa durante un mes. Empezamos a componer canciones y Corcobado tenía días en los que estaba muy activo y muy fecundo, escribiendo mucho, y otros en los que estaba de bajonazo y se tenía que escapar a Madrid o alguien le tenía que subir de Madrid las vitaminas.

El disco se hizo con altibajos y luego la gira, donde nos conocimos más todavía, nos demostró que era un personaje que no formaba parte de nada ni de nadie. Era diferente a nosotros, ni siquiera salía con nosotros por ahí. De repente, en un concierto en Valencia, a mitad, a las tres canciones, se marchó del escenario y no volvió a aparecer… Y la gente había ido básicamente a verle a él, porque estaba en un buen momento. El público empezó a abuchearnos y no sabíamos qué hacer [risas]. Acabamos tocando nuestro repertorio, pero fue… Nos hacía cosas de estas. O desaparecer directamente. Pero bueno, acabamos con una relación muy buena, que sigue hasta hoy, y quedó mucho cariño.

Dejaste Manta Ray agotado y te lanzaste a una carrera en solitario. Tomaste la decisión escuchando el Blonde on Blonde de Bob Dylan.

Obviamente, ya llevaba tiempo pensándolo. Tenía que hacer malabarismos para intentar grabar mis canciones y seguir con Manta Ray. La única salida era que mis canciones formaran parte del repertorio del grupo, pero aquello no acababa de cuadrar. Me preocupó también que Corcobado me llamó para hacer una gira con él, aunque al final se suspendió. Pero había empezado a hacer mis canciones y cuidaba mucho las letras, creía que teníamos la obligación de ser honestos hasta el final y tomar la decisión de cantar en castellano. Y sí, recuerdo que un día escuchando el Blonde on Blonde me di cuenta de que aquello era lo que quería hacer. Estaba también en una fase muy dylaniana, que es una inspiración para cualquiera de los que nos dedicamos a esto. Hasta el punto de que en su forma de cantar ves una fuerza y una magia irrepetibles. Me dije que quería tirar por ese camino en ese momento. Y eso es lo que hicimos, yo me pasé a hacer algo más autoral y Manta Ray elaboró más su sonido, se volvieron más industriales, y fue un acierto para ambos.

Cuando debutas en solitario en el Nasty de Malasaña, te gritan «¡Vaya mierda!».

Venía de tocar en Oviedo, delante de quince personas, y estaba muy nervioso. Como cuando sentía náuseas horribles con Eliminator Jr. cuando empezaba. Tenía tal ataque de nervios que me preguntaba si realmente quería dedicarme a eso, si merecía la pena pasarlo tan mal, pero también descubrí que, una vez que sales, a no ser que las circunstancias sean extremadamente desfavorables, tienes un subidón de adrenalina que compensa. Al final cuando estás en un escenario no dejas de estar actuando de alguna manera, no engañas, pero si creas una especie de personaje para contar tus verdades tienes una especie de defensa, un escudo que te protege contra otras cosas. Como contra que te griten «¡Vaya mierda!».

Te decían también si es que ibas de Víctor Jara.

Eso lo dijeron cuando fui telonero de Manta Ray. Para los indies de entonces no se estilaba eso de tocar solo con una guitarra, con letras largas. Lo que predominaba era el sonido post-rock. Pero lo que hice no era nada espectacular, ya era bastante normal, lo que pasa es que en España todavía no.

Salir a tocar con tu nombre real también era novedoso.

Son tonterías que ahora parecen muy normales, pero que entonces no. Es como la música y la letra, que tuviera más protagonismo el texto no era normal. La escena indie anteponía la melodía por encima de todo lo demás. Utilizar tu nombre remitía a los cantautores, algo muy denostado. Les llamaban «cantautistas». No me puedo quejar tampoco de aquellos inicios. No fueron tan duros. Se me respetó. Solo me molestó lo típico de que la gente se pusiera a hablar en voz alta en los conciertos. Eso es muy frustrante.

Eso es muy habitual en Madrid venga quien venga.

Al menos encontré un nivel de atención suficiente para que me encontrara cómodo con lo que había y notara cierta empatía del público.

¿Qué tal en Benicassim?

Tengo recuerdos muy bonitos de las primeras ediciones, porque estuve en casi todas. Decidí arropar el sonido llevando un grupo. Quería demostrar que las mismas canciones podían tener ropajes totalmente diferentes. Lo que pasa es que me acuerdo de que en el grupo metí a mi compañero de piso, Jairo, porque en casa compartíamos un montón de música y conversaciones, pero que solo había tomado unos cursos en Gijón. El primer concierto de su vida fue Benicassim [risas]. Tiene gracia que debutara ante tantísima gente.

En cuanto al festival, a mí no me ha gustado cómo ha evolucionado, porque en los primeros años era realmente un lugar de encuentro entre los grupos. El festival en el que conocí a muchísima gente que ahora son amigos, porque era difícil que coincidiéramos en otro sitio. Hablábamos muchísimo, compartíamos un montón de cosas, surgían colaboraciones. Conocías a la gente de los sellos discográficos, a los periodistas, era muy bonito. Pero a medida que fue creciendo se fue convirtiendo en otra cosa. Como macroevento creció la parte elitista. La última vez que toqué, que fui con Cristina Rosenvinge, me bajé a ver un concierto en el público y el setenta por ciento eran británicos, jóvenes y estaban borrachos todos. Era un ambiente hostil. Me tuve que volver enseguida. Me caía cerveza por encima, había empujones, gente con colocones impresionantes. Antes también nos drogábamos, pero parecía que la gente no estaba tan alocada. Al final los macroeventos tienen poco que ver con lo que eran los festivales en su inicio. Supongo que si quieres que se conviertan en un negocio que gane dinero es inevitable que los festivales terminen siendo de este tipo. Hay otra forma de hacerlos, pero evidentemente no sería tan rentable.

La canción «El ángel Simón», sobre tu padre, la dejaste de tocar porque ya te afectaba.

Es que la toqué mucho. Y fue una canción muy importante para mí por lo que significó ese disco. Nunca esperé que tuviera buen acogida. Una canción de ocho minutos, sin estribillo… Pero fue muy bonito que gustara. Las veces que la toco, si me meto en ella, sí que me afecta. Es de esas canciones que pueden ser duras de tocar, difíciles, pero también es bonito, por eso lo que nunca he querido es tocarlas de forma mecánica y que lo pierdan todo. Las dejo descansar. Este año me estoy planteando si debería volver a ella.

Luego está «Blanca», sobre la cocaína…

Posiblemente una de las peores canciones sobre droga que se han hecho en este mundo. Me han dicho que saqué dos discos monográficos sobre drogas, pero en realidad las drogas eran una excusa para hablar de otras cosas. Era un referente simbólico. En cambio, en «Blanca», me dije que sí, que iba a hablar de la cocaína en base, que la había probado por primera vez y que te da un subidón muy rápido y un bajón también muy rápido. Intenté hacer lo mismo con la canción, pero creo que tiene un interés muy limitado.

«Gang Bang».

Esta canción surgió de un viaje que hicimos a Ámsterdam. Fuimos con la primera formación que tuve como grupo a una radio. Surgió de una línea de acordeón de Diego, que empezó tocándola en el camerino, le dije que siguiera y a partir de ahí la compuse. Describía el ambiente de lo que vimos en Holanda. Me impactó mucho ver ese supermercado del sexo, todo el mundo ofreciéndote droga en cada esquina. Era una especie de capitalismo salvaje muy impúdico. Algo que ahora me resulta un poco ingenuo, porque tampoco resulta sorprendente hoy día. Pero vi que todo era mercancía y ese ambiente aparentemente atractivo en realidad era muy sórdido.

Nacho Vegas para JD 4

De Cajas de música difíciles de parar te han dicho que era el disco con más heroína desde Los Chichos y Los Chunguitos.

Un día le dije a Jota de Los Planetas que yo no hablaba tanto de droga en las canciones y me contestó: «Cómo tienes tanto morro, si tienes un disco entero dedicado a la heroína». Y no. No es así, lo que pasa es que en un momento sí que es verdad que estaba muy presente en mi vida y además era un momento en el que todavía no le había visto su peor faceta. Digamos que todavía estaba muy de tonteo y fascinación, porque es una droga que te servía de metáfora de muchas cosas; es una droga analgésica, servía para hablar de esos refugios que uno busca en las situaciones más dolorosas de su vida. Pero creo que hubo un exceso. No sé si fue en el libro de Lengua de Trapo de Carlos Prieto donde alguien decía que la fotografía de la portada del disco, en blanco y negro con unas letras plateadas, era por el papel de plata de los chinos. Joder, elegí ese color porque me gustaba. Jamás se me había ocurrido tal relación, que me parece ridícula. Hay cosas que de verdad me sorprenden. Con este tema yo caí en obviedades y boutades, e hice espectáculo de ello, pero no hasta ese punto del que se me acusa.

Diste esta explicación al consumo: «Es una droga de cobardes, los que nos enganchamos lo hacemos porque le tenemos demasiado miedo al dolor, pero lo combatimos sabiendo que nos va a ser devuelto multiplicado».

Sí. La gente a la que le gusta tanto la heroína como para convertirse en un adicto al final termina enganchándose porque solamente la utiliza para no estar mal. No es como otras drogas recreativas, que tienen otro uso. No saber enfrentarse a la realidad cuando está muy cuesta arriba, a la realidad pura y dura, es lo que hace ver la heroína como un remedio estupendo. Los que no sabemos enfrentarnos a ciertas situaciones delicadas descubrimos en la heroína una cura para ello y nos aferramos a la sustancia. Pero es precisamente por eso, por no querer plantarle cara a la realidad. De hecho, es una droga muy desmoralizadora porque consigue que no te importe nada.

David López, del sello Limbo Starr, donde estabas, dijo: «Estábamos preocupados por si descuidaba sus obligaciones o se convertía en un mentiroso compulsivo, pero sí es cierto que el viaje por el lado oscuro retroalimentó su música, y el aura de peligro de una persona que lo exhibe atrajo a un nuevo público».

La verdad es que no sé si eso atrajo al público. Supongo que sí, no lo sé. Lo que te hace precisamente la heroína es combatir la tristeza. Otras drogas combaten el aburrimiento, la apatía o la imaginación limitada que tenemos, pero el caballo es la única droga que combate el dolor. Y no es que sea una droga especial, es como otra cualquiera, pero tiene su parte específica que me servía para hablar de situaciones un poco extremas, que son al final las que alimentan mis canciones. No porque yo sea una persona especialmente triste ni sufriente, sino porque los episodios de mi vida que me provocaban la urgencia de escribir una canción eran esos un poco extremos, porque las partes más armónicas de tu vida, precisamente por serlo, no me dan ganas de escribir una canción. Son más comprensibles. Las situaciones extremas son las que hacen que te cuestiones el mundo, que todo te parezca que está desordenado y que necesitas entenderlo de alguna manera. En mi caso, el método que utilizo son las canciones. Y con la heroína lidiaba con este tipo de sentimientos y experiencias. Me sirvió como metáfora. Si eso atrajo al público, no lo sé.

Tampoco le veo mucha diferencia a lo que hacía en esta etapa, enfrentarme a la realidad tomando partido, con lo que hago ahora con el posicionamiento político. Hasta en las canciones de amor que escribí me preocupaba de que fueran letras que hablaran de un amor real; de personas de la vida real, con sus dificultades, con o sin trabajo, de ahí salieron todas mis canciones. Eso no es un lado oscuro, reservado, o especialmente maldito de la vida bohemia. Son cosas que todos experimentamos y que esperamos que ocurran el menor número de veces. Nadie tiene una vida armónica todo el tiempo.

Saliste del asunto porque «por suerte» se te acabó antes el dinero que la salud. Luego vino la metadona y te viste de repente enganchado al alcohol. Tu camello tenía una máxima que se cumplió: «Drogadicto mal curao, alcohólico asegurao».

Fue una época bastante heavy. Al final, cuando te enganchas a la heroína, el ser yonqui es un trabajo de veinticuatro horas al día, porque cuando tienes te estás metiendo y cuando no tienes estás mal, tienes que preocuparte por buscarlo, como te quedes sin ello o tu camello no responda te pones a recorrer la ciudad en la que estés para conseguir. Te exige estar dedicado todo tu tiempo. Yo estuve dos años. En realidad, un poco de tonteo. Luego lo dejé y me vino la temporada de la coca, que es algo que no se puede sostener demasiado tiempo porque si no te vuelves loco. Y sí, supongo que el que se me acabara el dinero también me obligó a buscar una solución drástica, que es lo que no queremos en principio ninguno de los que nos metemos en esto: ir a la metadona. Porque sabes que es una terapia de mantenimiento, pero al final lo que hace es que te lo vayas quitando gradualmente y lo que tú haces es poder consumir sin tener mono, por lo que sigues consumiendo y tomando metadona a la vez. Tuve varios intentos de salir, Cristina [Rosenvinge] me puso un ultimátum y la dejé. Lo que pasa es que nunca había tenido problemas con el alcohol y esta es la primera droga a la que vas cuando tienes problemas con la heroína, porque también es un depresor del sistema nervioso. Es el sustituto que más se mantiene. Entonces tuve una época que se convirtió en un problema, pero con la metadona y el Antabuse conseguí moderar el consumo de alcohol, que tampoco era un problema. Era un abuso, no alcoholismo.

Hablas de un momento poético cuando estabas en el poblado de las Barranquillas de Madrid comprando heroína, cuando ves un cartel de publicidad de Carrefour que dice «Bienvenidos al futuro».

Lo conté en una entrevista y me llamó después uno de mis amigos con los que solía ir al poblado en aquella época, ofendido, porque él no lo recordaba así. Me decía: «Eso no fue en Las Barranquillas, fue en otro poblado, el cartel decía otra cosa y además no estabas tú». Me dijo un montón de cosas que yo creo que no eran así, pero los recuerdos de aquella época también se confunden. Y lo que le contesté a mi amigo fue: «Es mi anécdota» [risas]. Entrar en el mundo de los poblados supone verte en un montón de historietas que lo mejor es que te las tomes con bastante humor.

Cat Power, en un festival en Portugal, te vio las pupilas diminutas y se dio cuenta de que ibas puesto y de caballo, y se disgustó mucho.

Fue en Oporto. Me arrancó la camiseta de Bob Dylan y me obligó a que se la regalara. Le dije que no se la podía dar porque era un regalo que me habían hecho a mí, entonces me insultó y me dijo que me quedaba ridícula. Acordamos un intercambio, que yo saldría en top y ella con la camiseta, pero al final yo no salí con el top y se enfadó. Me dedicó una de su actuación, dijo: «Esta canción es para alguien que tiene problemas con la heroína». Menos mal que no dijo mi nombre. Su concierto fue un despropósito, estaba como una regadera. Las armó muy gordas. No acabó ni una sola canción, se paraba, se iba a hacer pis, se ponía a hablar con la técnico de sonido. Estaba obsesionada con Jack White y puso un cartel encima del piano para que estuviera presente. En el festival había cine y en mitad de las películas se ponía a gritar. La gente de la organización terminó muy harta y muchos del público pidieron que les devolvieran el dinero.

Tu amigo Víctor Lenore, para el que has escrito el prólogo de su libro Indies, hipsters y gafaspastas, se queja de que el indie se regodeaba en la melancolía. Te he leído que destacas una frase de Dylan que dice que el bluesman blanco está cómodo con su sufrimiento, que está a gusto de llorón, mientras que el negro si toca blues es precisamente para sacarse el sufrimiento de dentro, no para saborearlo.

Pasa lo mismo con el jazz. Son géneros que es muy peligrosos tocarlos como si fueran un ejercicio de estilo porque acaban perdiendo toda la esencia. Recuerdo que en la época del indie esto pasó también con la bossa nova. Hubo un momento en que todos los grupos tenían su canción de bossa nova en los discos. Le Mans empezó con ello y todo el mundo se puso a aprenderse los acordes, hacían el ritmo, sacaban canciones, pero estaban todas desprovistas de saudade, esa cosa tan chula que tienen las canciones de Gilberto Gil o de quien sea. Con el blues fue lo mismo. Cualquier estilo que tenga un significado especial en el lugar donde fue originado es muy difícil reproducirlo en otro sitio alegremente. Si tomas algo del blues, hazlo, pero con cierto respeto. Con el jazz igual, ves a muchos músicos blancos que lo hacen muy bien, pero no hay alma.

La fama te volvió «tontito» una temporada.

Lo bueno de mi generación es que en realidad nunca fuimos famosos de verdad. Teníamos cierta popularidad, pero era muy fácil asomarte al mundo real y darte cuenta de que en realidad era mucha tontería. No era como vivir realmente en una burbuja y creer que ese es el mundo, que es lo que les pasará a muchas de las grandes estrellas de rock que dejan de hacer cosas interesantes. A mí me hicieron un poquito de caso una temporada muy corta, pero afortunadamente mis amigos me dieron alguna colleja cuando tuvieron que dármela y creo que lo controlé bastante bien.

Colaboras con Bunbury. Si en los ochenta con diecisiete años escuchabas Sonic Youth, dudo mucho que te gustaran Héroes del Silencio.

Todo el mundo los escuchaba porque llegaron a estar por todos lados, pero no, a mí no fue un grupo que me gustara.

Nacho Vegas para JD 5

¿La colaboración qué finalidad tenía? ¿Un intento de Bunbury de acercarse a un artista con fama de maldito, lo que le venía bien a su imagen ya excesivamente mainstream, y para ti una forma de pescar nuevo público?

Eso es lo que le parecía a todo el mundo y me lo siguen diciendo. Una jugada maestra, dicen. En realidad no había premeditación. Te lo digo honestamente. Después de conocer a Bunbury y ver lo serio que es, lo que le importa su trabajo y lo que significa para él este oficio de hacer canciones, yo mismo vi que no había nada maquiavélico detrás. Además, ya le conocía. Cuando sacó su primer disco en solitario contó con Manta Ray para la gira de presentación del disco. Ahí le conocí y tuvimos una conexión un poco especial, porque hablamos mucho. A mí me empezaba a gustar el country y a él le encantaba. Me regaló un libro sobre música americana que guardo con mucho cariño. Luego me dijo que en su disco Viaje a ninguna parte se había inspirado de alguna manera en mi Cajas de música por el formato de disco doble. Me llevó a su show, con gente como Iván Ferreiro o Mercedes Ferré, gente diferente, y surgió la posibilidad de trabajar juntos. No fue un plan. De hecho le dimos muchas vueltas a ver si salía algo o no. Tanteamos. Él venía de la gira española de El Huracán Ambulante y había terminado muy agobiado. Estaba en un momento de transición. No sabía bien qué quería hacer, no tenía ganas de tocar en directo. Yo me quería tomar más tiempo para mi siguiente disco y nos encontramos en el camino. Podríamos haber hecho una gira extensa, pero solo tocamos en el Liceo, que también fue una casualidad, porque suspendieron un concierto y le llamaron a él. Hicimos esa fecha en España y cinco en México. Y ahí se quedó. No pensamos en el rédito que nos pudiera proporcionar la unión. Le estoy agradecido a Bunbury porque gracias a él entré en México, y mucho público que tengo ahora me conoció gracias a él, pero te aseguro que ese no era mi interés. En un momento dudé si presentar canciones que pudieran ir a un siguiente disco mío o descartes y decidí que no, que iba con las buenas.

Luego, Bunbury es un tío muy cariñoso y muy sencillo. Tiene esa impostura, pero en realidad es que lleva toda la vida sobre los escenarios. El que yo conozco es alguien que se toma el oficio con mucha seriedad y, lo que a mí más me gusta, con mucha humildad. Escucha todo tipo de música, tiene muchas ganas de aprender, grupos jóvenes, nuevos, antiguos. Lo normal sería que estuviera de vuelta, que pensase que la gente joven no tiene nada que enseñarle, pero carece de esa soberbia. Eso es lo que más admiro de él.

Me han dicho fans tuyos que en el disco con Cristina Rosenvinge es donde menos inspirado te encuentran. Me dicen: «Es como si la Rosenvinge le hubiera robado el magnetismo».

Ese disco no es como el de Bunbury. Es un disco menor. Siempre nos quedó un poco la espina de no haber parado y haber hecho un disco más serio. Lo hablo con ella a veces, pero iba a ser una especie de EP de quince minutos. Ahora he recuperado en directo «Me he perdido» de ese disco, y la gente la conoce y le gusta, pero sí es verdad que no parece que realmente pusiéramos en común nuestros universos. Nos acabábamos de conocer. Tendríamos que haber puesto más carne en el asador. Es en los discos siguientes que sacamos cada uno por nuestra cuenta donde se ve lo que yo aprendí de ella y lo que ella recogió de mí.

En 2011 llega Cómo hacer crac, inspirado por el 15M. ¿Cómo te vas politizando?

Era un disco de transición y de repente surgió el 15M, que fue un punto de inflexión. No por el hecho en sí, sino por lo que supuso de cambio de percepción de la gente de la política. La política de repente empezó a estar presente donde no había estado antes. Eso hizo que se colara en mis canciones. Los músicos fuimos dos pasos por detrás en todo esto. Aprendiendo de ello. Por eso no había músicos en primera fila. Se ha criticado mucho el 15M diciendo que no fue para tanto, yo creo que lo importante vino después, en el cambio de perspectiva que dejó. Luego hice el disco Resituación, que hablaba de cambiar la mirada y saber hablar de nosotros mismos con espíritu crítico, que es algo que no se había hecho hasta entonces.

Leo en Efe Eme que, a raíz de este cambio, te has encontrado con que en tus conciertos empieza a faltar gente de tu edad y tu público empieza a ser cada vez más joven.

Eso he notado en la última gira. Pero lo que noto más aún es que hay gente que no va a mis conciertos porque son caros para los jóvenes. Con dieciocho años no tienes ni un duro y es muy difícil pagar una entrada de veinte o veinticinco euros, que es lo que se estila los últimos años. Por eso en esta última gira negocié los conciertos teniendo en cuenta el precio de la entrada, intentando moderarlo en la medida de lo posible.

Aparece Jiménez Losantos en una de tus canciones.

Sí, como retrato de un liberal. Cuando la escribí Albert Rivera no era el personaje de primera línea que es hoy, pero al final lo que me quedó fue una semblanza de él [risas]. Es que es un poco así. Primero votó al PSOE, luego al PP y después se convirtió en un liberal con un discurso xenófobo encubierto con elegancia y la cara lavada.

El otro día en el Palau, en Barcelona, aprovechaste para protestar contra los desahucios en un concierto patrocinado por el Banco Sabadell, te mofaste de sus piezas publicitarias de «Conversaciones», El Mundo lo tituló como «Guerra de nervios». ¿Qué consecuencias tuvo todo aquello?

La semana posterior a la actuación fue bastante tensa. Salió en muchos medios y antes de que yo abriera la boca nos pidieron, eso sí, amablemente y sin exigencias, que por favor no hiciéramos más declaraciones, que les estábamos haciendo mucho daño. Yo no entendía nada, lo único que quería era hablar de la PAH y quitar el foco del Banco Sabadell, pero aun así claudicamos y, tras hablarlo mucho, decidimos dejar de intervenir en Hoy por Hoy, en Carne Cruda y de hacer una entrevista para eldiario.es. En fin, en mi opinión fue un pequeño chaparrón que podían haber dejado pasar y ya, pero entiendo que los promotores se preocuparan. No el Banco Sabadell, desde luego, a esos imagino que se la suda mucho nuestra acción. El caso es que el, digamos, trato, por llamarlo de algún modo, fue que publicaría un artículo en La Directa —es el mismo que publiqué en mi blog afuegos.wordpress.com— esa semana explicando la acción y que no haríamos nada más. Quisimos retomar lo de las radios unos días después, pero, como es natural, a la semana siguiente ya nadie estaba interesado. Nosotros estamos muy satisfechos: se visibilizó la labor de la PAH, se abrió, eso creo al menos, un pequeño debate sobre el patrocinio privado en los conciertos y festivales, y a la PAH de Asturias les quedó un dinero que buena falta les hace.

Dijiste que Ada Colau era tu política favorita.

Venía del activismo, de la calle. Todo lo que consiguió con la PAH me parece admirable. Se convirtió en el único agente social con capacidad transformadora. Hizo lo que no habían logrado los políticos, visibilizar algo tan dramático como los desahucios. Cambiar la agenda de los medios, que dejaran de hablar de la prima de riesgo y se pusieran con que estaban echando a la gente de sus casas.

Hemos empezado la entrevista hablando de las huelgas de los astilleros, con tu padre, un tío de izquierdas que pasa a la política institucional y de repente se ve cerrando fábricas. El otro día Ada Colau, en la huelga del metro de Barcelona, fue acusada por el sindicato CGT de usar los argumentos de la patronal e intentar criminalizar las movilizaciones de los trabajadores.

Por mucha Ada Colau que seas, cuando estás en una posición de poder y tomas ese tipo de decisiones, hay que ponerse siempre del lado débil, el de los trabajadores. Son los riesgos que conlleva el poder. Aunque el suceso está todavía muy cerca en el tiempo y me gustaría analizarlo con perspectiva, porque confío mucho en Ada Colau. Sé que está recibiendo críticas justas, pero otras son en plan «no era tan roja como creías», o que la acusan en plan «se creían que iban a cambiar el mundo»; críticas un poco de la vieja izquierda, que se aprovechan de estas cosas para cargar contra una forma de hacer política, ya que las viejas formaciones de izquierda, enclaustradas en rigideces y esos debates internos sobre quién es más rojo, de pedirle el carné de comunista a cualquiera, no han sido capaces de hacer lo que ha logrado la PAH. Y esto le ha dado mucha rabia a la gente que llevaba mucho tiempo en la militancia de izquierdas, que no ha sabido darse cuenta de que la derrota que hemos sufrido también es en parte culpa de la izquierda, que no ha sabido reaccionar.

¿No temes un eterno retorno, que otra vez la izquierda se vuelva verdugo de los trabajadores como dices que pasó en Asturias en los ochenta?

Por supuesto que sí. Por eso la lucha en la calle sigue siendo muy importante. Los que estaban en la calle el 15M y ahora están en las instituciones, que tengan presente que sigue existiendo este tipo de lucha. Confío en que tengan una visión de la política como lo que realmente tiene que ser una posición de poder: ser el altavoz de la gente. Pero bueno, hay mucha inexperiencia. Hay que verlo todo con un poco de perspectiva. Pero claro que tengo miedo a que Podemos se convierta en el nuevo PSOE. De momento confío porque conozco a mucha de la gente que está dentro. Algo impensable hasta hace poco, por cierto, tener amigos que de repente se convierten en diputados.

Confío en su pureza. En su manera de entender la política de forma diferente a como la entendían los que estaban en el poder hasta ahora. He tocado hace poco en Coruña y Santiago y conocí a los alcaldes, Xulio Ferreiro y Martiño Noriega. Fue curioso, la última vez que estuve por allí, que fue hace dos años, hubiera sido impensable que hubieran venido los alcaldes, haberlos conocido y haberlos percibido como gente normal. Mi sensación es que no están preocupados por el poder, sino por la gente. Si luego se vuelve a repetir el ciclo, si Podemos se convierte en el nuevo PSOE, tendremos que volver a estar ahí, en la resistencia y en las barricadas.

Nacho Vegas para JD 6

Fotografía: Humberto Bilbao

La entrada Nacho Vegas: «Si Podemos se convierte en el nuevo PSOE tendremos que volver a las barricadas» aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

La pulsión nazi del rock and roll

$
0
0
Imagen: Editorial Libros Crudos.

Detalle de la portada de Mercancía del horror: fascismo y nazismo en la cultura pop. Imagen: Editorial Libros Crudos.

BUF son las siglas de la British Union of Fascism, Unión Británica de Fascistas, partido formado en 1932 por Osward Mosley. Tomó como referente la ideología fascista de Mussolini para su programa y se alineó con el NSDAP de Hitler en los años treinta. Asqueroso, sí, pero la bandera del partido molaba mucho. El flash and circle fue adoptado, no se sabe si voluntaria o involuntariamente, por los americanos Grateful Dead, por ejemplo, convirtiéndose en su logotipo y un símbolo que es habitual ver en camisetas del grupo, parches en la cazadora, etcétera. Lo lucen sus fans por todo el mundo. Aunque más notorio es el ejemplo de David Bowie. Para la portada de su álbum Aladdin Sane de 1973 se lo pintó en la cara. Es su imagen icónica. Después de su muerte, cientos de miles de fans por todo el mundo se lo han colocado en su avatar de redes sociales. Niños y adultos se lo pintaron en la cara en el último carnaval. El símbolo fascista ha dado la vuelta al mundo gracias al rock and roll y la pregunta que cabe hacerse es: ¿estaba vacío de contenido?

Jaime Gonzalo es uno de los fundadores de la revista Ruta 66, dedicado ahora a investigar la contracultura y cultura popular en densos y jugosos volúmenes, como la serie de Poder Freak. En su última entrega, Mercancía del horror: fascismo y nazismo en la cultura pop (Libros Crudos) ha analizado cómo en el rock and roll sobrevivió durante años buena parte de la imaginería nacionalsocialista en un juego de seducción entre la provocación y el morbo a la que se prestó este estilo de música, sus artistas y sus fans. ¿Pero habría que tomársela en serio? Según Gonzalo, al que le remitimos unas preguntas, mejor que no: «Naturalmente que no hay que tomárselo en serio, como tantas otras cosas de la vida, empezando por uno mismo. Son muchos los judíos que en ese sentido relativizan, el libro está lleno de ejemplos: desde los escritores y lectores de stalags, las novelas pulp que transcurren en campos de concentración y donde los prisioneros son vejados sexualmente y deshumanizados con todo lujo de detalles, hasta el jewcore y esas bandas que ridiculizan al hardcore neonazi y se permiten bromear con el Holocausto. Esa paradoja hebrea constituye sana materia de reflexión».

Eso no quita que en el caso del rock and roll la tentación ha estado presente desde los primeros días, desde que Chuck Berry cantara «hail, hail, rock and roll» en 1957 hasta nuestros días, con ejemplos como los eslovenos Laibach, el nombre que los nazis dieron a Liubliana cuando la ocuparon en la Segunda Guerra Mundial, cuyo atrezo incluye todos los complementos del III Reich, aunque ellos manifiestan que son «tan nazis como Hitler pintor», y hay que entender que surgieron en el contexto de un país comunista que tenía penas de privación de libertad para cualquier tipo de apología del fascismo. Cada uno tiene una excusa. Chuck Berry también daría una explicación, pero lo cierto es que en cincuenta años de cultura rock las referencias nunca han cesado. Desde el primer día. En Estados Unidos la fascinación por la simbología fascista surgió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Fueron los propios veteranos los que se trajeron del frente la parafernalia aprehendida al enemigo. En la California anterior a la revolución hippie y el verano del amor también aparecieron los nazi surfs o punk surfers.

Nos lo explica el autor: «En la cultura surf californiana de los primeros sesentas, las bandas urbanas encuentran un equivalente en pandillas de surferos adolescentes de actitudes intimidatorias. Entre su simbología se encuentran cruces de hierro y cascos de la Wehrmacht. No son los primeros en utilizar esos adminículos disuasorios, antes ya lo han hecho veteranos de la guerra reciclados en motoristas, pero sí quienes lo popularizan. En ese sentido es indicativo que el diseñador Ed Roth empiece a comercializar dicha parafernalia nazi surf en una gama de productos —cascos de plástico, colgantes, medallas, camisetas, etc.— dirigida no ya tanto al mercado adolescente como al infantil».

Tomando este instante como punto de inicio, el libro estudia el fetichismo de la simbología nazi y fascista de la cultura pop y el rock. Manifestaciones culturales no alineadas con ninguna ideología per se, pero que dejaron un reguero de encuentros con el totalitarismo. Por ejemplo, Brian Jones, primer guitarrista de los Rolling Stones, se dio un paseo por Munich junto con Anita Pallenberg vistiendo un uniforme alquilado de las Waffen SS. Más adelante dio una sesión fotográfica en la revista danesa Borge en 1966 en la que aparecía vestido con el mismo uniforme aplastando con su bota una muñeca. Imagen que luego fue a parar a la portada del single Obediencia de nuestros Gabinete Caligari. Y también Keith Richards tenía esa debilidad. Apareció en televisión en el Ed Sullivan Show con una casaca de las divisiones Panzer tocando «Have You Seen Your Mother, Baby, Standing in the Shadow?».

Otro, Keith Moon, se dejó fotografiar caracterizado como Hitler. En su caso con cierta parodia, porque posaba junto a Viv Stanshall, de la Bonzo Dog Dah Band, disfrazado de Himmler, que hacía de ventrílocuo con un mini-Führer que era el batería de los Who poniendo mueca constreñida.

Certificando el fin de la era hippie, en Iggy & The Stooges las alusiones fueron frecuentes. Ron Asheton, su guitarrista, raro era que no apareciese con una cruz de hierro colgada del cuello, como después hizo Lemmy con Motörhead. La bandera de la esvástica se colocó como telón de fondo en algunos conciertos. Una de las fotos más impactantes de la formación era una en la que Ron aparecía vestido de nazi con brazalete incluido degollando a un Iggy envuelto en sangre. Pero eran simpáticas caracterizaciones, sin más, explicó el guitarrista: «Yo no era nazi, la bandera simplemente formaba parte de mi colección. Había tenido novias judías y colegas negros, no era mi intención promover o justificar el nazismo en absoluto. Tan solo me gustaban los uniformes». Su siguiente grupo tras disolver los Stooges se llamó, vaya, The New Order, derivado del Neuordnung hitleriano. Aunque, según cita Gonzalo, fue una decisión más contraproducente que otra cosa: «Aquello fue una lección de cómo no conseguir un contrato discografico en una industria gestionada principalmente por judíos».

Keith Moon y Viv Stanshall. Imagen cortesía de Vivian Stanshall Archive.

Keith Moon y Viv Stanshall. Imagen cortesía de Vivian Stanshall Archive.

New York Dolls, precursores tanto del glam como del punk, también tenían a Johnny Thunders poniéndose el brazalete con la esvástica en sus fotografías oficiales vestidos de putones. En los estertores de su carrera, el infausto mánager Malcolm McLaren ensayó con ellos proponiéndoles una estética provocadora a más no poder en Estados Unidos, que era vistiéndoles de rojo con una hoz y un martillo dentro de una estrella gigante como fondo de escenario. Era 1975 y no les hicieron ni caso. Pero ahí quedó, un doble coqueteo con las estéticas totalitaristas.

En el hard rock la cosa iba por los mismos derroteros. Blue Öyster Cult, en su mejor LP, Secret Teatries, de 1974, antes de convertirse al AOR, aparecían en la portada con un ME-262, el primer avión a reacción de combate desarrollado en el III Reich por la compañía Messerschmitt. El guitarrista Eric Bloom, quizá más célebre a día de hoy por el sketch de Saturday Night Live de «Needs more cowbell» que por BOC, salía dibujado con una capa y sosteniendo en su mano la correa de varios pastores alemanes. ¿Les gustaba la aviación? ¿Y los perros? ¿era todo una coincidencia? Fuera como fuere, las tiendas de discos en Alemania se negaron a vender ese elepé.

El recorrido por los setenta sería interminable. Ian Hunter, de Mott the Hoople, tenía una guitarra con forma de cruz de malta. Los propios Kiss, por muy judío que fuese Gene Simmons, pasearon por todo el planeta un logotipo en el que las dos últimas letras eran las SS con la misma forma rúnica que las SS nazis. Se dijo que en realidad eran rayos, pero en Alemania, desde 1980, sus discos se comercializaron con un logo neutralizado con dos S que ahora parecían dos Z del revés.

Ron Asheton con Iggy Pop. Imagen Columbia Records.

Ron Asheton con Iggy Pop. Imagen: Columbia Records.

En la new wave, el grupo más paradigmático del movimiento, Blondie, llevaba el nombre de la perra de Hitler. Cuenta el autor que Debbie Harry se acostaba con su novio Chris Stein, guitarrista del grupo y, por otra parte, judío, con una bandera del III Reich colgada del techo. Dee Dee, de los Ramones, coleccionó toda su vida insignias nazis y reliquias de la guerra. «Reuní tantas que empecé a comerciar con ellas. Me fascinaban los símbolos nazis, me encantaba encontrármelos entre los escombros. Tenían mucho glamur. Eran preciosos. A mis padres aquello no les gustaba nada. Una vez me encontré una espada de la Luttwaffe en una tienda. Un gran hallazgo, era preciosa. Cuando la llevé a casa mi padre se cabreó mucho. Me dijo “¿Te imaginas la de compatriotas nuestros que murieron por culpa de esa espada?”». Y del coleccionismo, de esta pasión morbosa, las referencias nazis se colarían irónicamente en las letras de los Ramones en canciones como «Today your love, tomorrow the world» («I´m a Nazi schatze / Y´know I fight for fatherland») o «Commando» («First rule is: the laws of Germany / second rule is: be nice to mommy / third rule is: don«t talk to commies / fourth rule is: eat kosher salamis»).

Siguiendo con la escena neoyorquina, si hubo un caso que llevó la simbología nazi hasta la hilaridad fue el de los Dead Boys. Su cantante Stiv Bators se hartó de llevar esvásticas en camisetas y cazadoras. Repartía medallas nazis entre su público. El bombo de la batería estaba decorado con las siglas de las SS y el hombre que la aporreaba, Johnny Blitz, también llevaba esvásticas por todas partes en la cazadora. Y le pudo salir muy caro. Así se narraba en Por favor, mátame, la crónica del punk de Nueva York de finales de los setenta, qué ocurrió un día que le apuñalaron unos puertorriqueños:

Tenía cinco heridas alrededor del corazón. Resulta que cuando yo oí las sirenas de la policía y me metí en el taxi, los polis vieron a Johnny [Blitz] con todos los órganos fuera. Se supone que no tienen que moverte hasta que llegue la ambulancia, pero estaban tan turbados que lo recogieron del suelo, lo metieron en el asiento trasero del coche patrulla y se lo llevaron a Bellevue. Si hubiesen esperado a la ambulancia, Johnny estaría muerto. Los médicos se pusieron a trabajar inmediatamente, pero cuando el cirujano vio la esvástica de Johnny, se detuvo. El cirujano era judío. Un médico negro se acercó y dijo: «No podemos dejarle así, tío». El médico negro le operó durante ocho horas. Y le salvó la vida. El tío se enrolló.

Así podríamos seguir hasta la saciedad. El trabajo de Jaime Gonzalo se detiene en grupos como Motley Crüe, que colocaron en el calendario el «nazi wednesday» para pasear maqueados de nazis por Sunset Boulevard, antes de entrar a valorar otro tipo de fascismo, que es el que lleva componentes raciales en Estados Unidos y que cristalizó a través de grupos de hardcore como Agnostic Front. Pero en lo tocante al rock and roll frívolo y hedonista, ¿por qué la obsesión?

A lo largo de la obra se dan varias respuestas. La esencial es la relativa al tabú de posguerra. Para las nuevas generaciones el nazismo significaba una forma de mal absoluto, pero a la vez los nazis salían en las películas, eran personajes que se confundía en las ficciones lúdicas de la época, y hasta estaba presente en los juguetes, como soldaditos, con los que se entretenían los niños. Llegado un momento, la comunión entre la estética macarra y el universo filofascista era hasta natural. «Provocar es también consustancial al rock y al periodo de nuestra vida en el que mayor lógica le encontramos, la juventud. Si el nazismo se basa en gran parte en su capacidad propagandística, como lo hace la democracia, nada más natural para alguien que desea llamar la atención que utilizar esa propaganda en sentido inverso», opina el autor.

Un caso paradigmático es el del grupo español Ilegales que viene analizado en Mercancía del horror. Cuando compusieron su canción de bucólico y evocador título «¡Heil Hitler!», se vieron inmersos en una gran polémica como era de esperar, pero su significado era meramente generacional. Liberador o emancipador incluso. Primero veamos la letra:

Hippies,
no me gustan los hippies.
Hippies,
no me gustan los hippies.
Hay una cosa que se llama jabón
mata los piojos y te quita el olor
¡Heil Hitler!
Nazis,
simpáticos los nazis.
Nazis,
conozco muchos nazis.
En la noche alemana,
los judíos rezan
¡Heil Hitler!
Rockers,
que pasa con los rockers.
Rockers,
yo soy un rocker.
Diez años de lucha solitaria,
son suficientes para reventar.

Y ahora la explicación de Jorge Martínez en el programa de radio Grande Rock en 2010: «Tuvimos muchos problemas con ella. Por eso hicimos la canción, para tener problemas. Ese miedo a tabúes como al nazismo del momento y ese miedo a contradecir a los hippies era a lo que teníamos que enfrentarnos (…) los hippies se habían convertido en una clase represiva. El movimiento se masificó y muchos ocupaban puestos de poder con el PSOE o con lo que fuese y eran realmente una muralla contra cualquier novedad (…) Y entonces dije, vamos a darle por el culo a todos estos hippies y tocamos «Heil Hitler», y en ese momento me puse una gorra nazi e hicimos el saludo a la romana y la gente se volvió loca, nos querían matar (…) Al día siguiente en el estudio de grabación estuvo sonando el teléfono toda la mañana, y nos ofrecieron doce contratos y cada uno subiendo el caché. La contrapublicidad funciona».

No obstante, hay un sentido más poderoso que trasciende la gamberrada. Tal y como declaró Bowie en la revista Playboy en 1976, Hitler fue una suerte de teen idol en su momento. En las fotos en las que se le veía rodeado de adolescentes, estas tenían la misma actitud y comportamiento histérico que las fans de los Beatles. El Duque lo aseveró sin ningún tipo de duda ni rodeos: «Hitler fue una de las primeras rock stars. Mira noticiarios de la época y fíjate cómo se movía. Creo que era tan bueno como Jagger. Es asombroso. Y tío, cuando tomaba el escenario, cómo se trabajaba al público. ¡Señor! No era un político. Era un artista mediático. Empleó política y teatro para crear ese rollo que gobernó y controló el chiringuito durante doce años. El mundo no volverá a ver nada parecido nunca. Manipuló a un país entero (…) La gente no es muy brillante ¿sabes? Dice que quiere libertad, pero cuando se le ofrece la oportunidad pasa de Nietzsche y escoge a Hitler porque Hitler desfilará y hablará, y la música y las luces surgirán en los momentos estratégicos».

En el artículo sobre Eva Braun de la Jot Down número 14 está documentado que el Führer tenía que lidiar con mujeres que se acercaban hasta su casa desnudas bajo chaquetones militares con la intención de que las desflorara. Le lanzaron ropa interior en los discursos y hubo casos de chicas que pretendían, arrojándose al coche que llevaba a Hitler entre la muchedumbre, que él se bajara a socorrerlas tras el atropello. Hitler habló de patria e identidad nacional, cosas bonitas para el público nacionalista de la época, Alemania para los alemanes básicamente y esas cosas, y difundió fotografías y discursos apasionados. El quid de la cuestión es que hay que ver que el esquema no fue muy diferente en los años cincuenta, cuando en Estados Unidos se crea la industria del rock, un negocio orientado a lucrarse con el dinero de los adolescentes, que por primera vez tuvieron capacidad de gasto, vendiéndoles líderes carismáticos que en lugar de patria le cantaban al nuevo bien absoluto: el amor romántico y la diversión.

En cuanto a la propia naturaleza del fanatismo por el rock and roll, Gonzalo también señala en su libro que encuentra similitudes con el comportamiento de los fans del rock y las masas que se dejaron atrapar por los totalitarismos. Primero, por el elitismo, «componente inalienable del rock», detalla, «la comunidad consumidora de esa cultura rock es como esas organizaciones que dicen disponer de la llave de la sabiduría, vetada al resto de los mortales. Una élite superior con sus dogmas, sus consignas, símbolos y ceremonias, cuyo principal cometido es elevar al individuo por encima de las masas, de la chusma popular. Los nazis fueron las primeras rock stars, los rock stars fueron los segundos nazis».

Para apoyar este punto de vista, Gonzalo recurre al pensamiento de Wilhem Reich. El rock sería una segunda «familia» para el fan, y según Reich la familia era la fábrica de la ideología y de los pensamientos reaccionarios. Si en este núcleo se hallan los solitarios, los incomprendidos, los rebeldes y los disconformes, los supuestamente antisociales, este funcionaría como red para evitar «la insignificancia social», «acabar degradado a vulgar clase inferior». Fue el mismo mecanismo que empleó el fascismo para seducir a sus huestes. El autor nos lo aclara también por mail: «El rock proyecta autoridad, algo a lo que someterse, como la religión, y muchos han encontrado en ese vasallaje un sentido a su existencia. Que rock y nazismo se fusionen no es tan antinatural, por lo tanto». De modo que al final volvemos a lo de siempre: cuando el hombre no cree en nada pasa mucho frío.

La entrada La pulsión nazi del rock and roll aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

La URSS de Alekséi Balabánov, el Tarantino ruso

$
0
0
Escena de Gruz 200. Imagen: Kinokompaniya CTB.

Escena de Gruz 200. Imagen: Kinokompaniya CTB.

Alguien dejó dicho que de cada líder soviético que tomó el poder el pueblo esperaba algo. De Lenin, la revolución; de Stalin, ganar la guerra; de Jrushchov, la desestalinización; de Brézhnev, la paz en el mundo; de Andrópov, un retorno a la disciplina. Pero cuando llegó Chernenko, la gente solo esperaba de él que se muriera.

Konstantín Ustínovich Chernenko gobernó la URSS entre el 13 de febrero de 1984 y el 10 de marzo de 1985. Catorce meses. Batió el récord de brevedad de su antecesor, Yuri Andrópov, de dieciséis, que estuvo conectado a una máquina de diálisis desde los tres meses de su nombramiento. Algo que no tenía mucho mérito a la vista del historial médico del anterior, Brézhnev. Insuficiencia cardíaca desde 1961, a partir de 1973 sufre microderrames cerebrales. En 1975 se le dice a la opinión pública que tuvo un infarto, pero se sospechaba que fue una hemorragia cerebral, hasta que su médico personal entre el 75 y el 82 confesó a un periodista británico en los noventa que lo que le había ocurrido realmente fue una sobredosis de somníferos y ansiolíticos a los que era adicto. También había antecedentes de ese tipo en Moscú. Kerensky, el menchevique, se metía en vena cocaína, si quería trabajar, o morfina, si lo que quería era mimir.

El caso es que desde 1975 hasta la llegada de Gorbachov en el 85, la URSS tuvo como líderes a ancianos con graves problemas de salud. El sistema soviético, la democracia más perfecta jamás concebida, por lo que fuera, que no viene al caso, tenía cierta inclinación por la sucesión gerontocrática de la jefatura del Estado. Es muy ilustrativo que Chernenko, a la muerte de Brézhnev, sonara como sustituto cuando tenía setenta y un años —setenta y un años del siglo XX— porque era «el joven».

Escribió Rafael Poch que cuando Konstantín llegó por fin al poder, en el 84, había sido jefe del departamento administrativo del Comité Central, «cuyo mayor talento era preparar reuniones y afilar los lápices», en palabras textuales del periodista catalán en su libro La gran transición. Hasta llegar a ese puesto no había hecho mucho más que acompañar a Breznev de cargo en cargo como su secretario. Pero la situación de la URSS a esas alturas era crítica. Los chinos, años antes, con el cadáver de Mao todavía caliente, ya habían empezado a emprender con premura las reformas que todos conocemos. La economía soviética llevaba años estancada y en los ochenta comenzaba una contracción, el nivel de vida era cada vez más bajo y el sistema productivo estaba próximo a la obsolescencia, y, de propina, se habían metido en una guerra que se apodaría como «su Vietnam». Ese era el cuadro general cuando accedió al poder absoluto el chaval, Chernenko, esa joven promesa que estaba empezando.

Los meses de gobierno del sexto secretario general del Comité Central del PCUS tienen un gran valor simbólico. Son los últimos años de la URSS auténtica. Tras la llegada de Gorbachov comenzaron los cambios, más accidentados que la propia decadencia, y ya nada fue igual. Ese punto muerto en el que se encontró el país ya lo tratamos aquí a través del libro que el corresponsal de El País, Felix Bayón, escribió antes de que empezara la Perestroika, y también dando voz a una fuente primaria, el testimonio de Dieter, un siberiano que fue niño en aquellos días. Ahora vamos a seguir con la obra maestra de Aleksei Balabanov, cineasta ruso fallecido hace tres años, Gruz 200.

La película, centrada en el año 1984, era una crítica despiadada del resultado de setenta años de revolución y comunismo en Rusia. El crédito de esa visión tan negativa es que su director, como se cansó de repetir en su día en entrevistas, era netamente soviético. Nacido en 1959 en Sverdlovsk —actual Ekaterimburgo—, en el límite entre Europa y Asia, en los montes Urales. Balabánov estuvo en los pioneros de niño, después en el Komsomol (juventudes comunistas) y más tarde en el ejército y en la guerra. Su madre era directora de un instituto de salud, ciencia y psicoterapia, militante del PCUS, y su padre editor de Na Smenu! (Por El Cambio), el periódico órgano del Komsomol local, también miembro del partido, por supuesto. Más soviético no podía ser ni él ni su entorno.

El cine fue una vocación tardía en Balabánov. Primero quiso ser nadador profesional, luego cosmonauta, pero terminó de intérprete del ejército en Oriente Medio y África. Hasta los veintiocho años no entró por fin en la Academia de Cine de Moscú. Culto, conocedor de la periferia soviética, recorrió la URSS de punta a punta, del partido desde dentro, del ejército y presente en una guerra; poca gente le podía discutir a Balabánov cómo era su país en aquellos tiempos. Para él, Gruz 200 no fue más que una película autobiográfica, un retrato de su generación. María Kuvshinova, una de las críticas de cine más importantes de Rusia, lo expresó con estas palabras: «En Gruz 200 la URSS se presenta como un cadáver en descomposición donde el único organismo sano son los gusanos».

El título hace referencia a los ataúdes de los cadáveres de los soldados que llegaban de Afganistán. Gruz significa «carga» en ruso, 200 era su nombre en clave. Este tipo de cargamento le sirvió de inspiración a Balabánov porque él estuvo involucrado en el transporte de los féretros. En declaración a Filmmaker Magazine, lo explicó: «En 1983 serví en el ejército, en la aviación de transporte. Llevaba y traía tropas, también sus cadáveres. Durante este tiempo dormía con un piloto que se había chupado toda la guerra de Afganistán y me contaba montones de historias. Por ejemplo, que no había un control real sobre el transporte de los muertos a casa, que a menudo desaparecían».

Imagen: Kinokompaniya CTB.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

Partiendo de esa idea, Balabánov situó la acción en una pequeña ciudad industrial de la Rusia de provincias. No se puede decir que la película tenga un género definido. Hay terror, hay cine negro, ingredientes de comedia y un marcado simbolismo sobre el colapso del universo soviético. Es, posiblemente, una de las películas más escalofriantes que se han rodado en este siglo. Angustiosa y desagradable. Traumática. Habrá quien no pueda terminar de verla, pero quien atienda a las metáforas podrá hasta descojonarse de risa.

Trata de la desaparición de la hija de un alto cargo del partido en la aludida localidad. No siga leyendo si tiene curiosidad por verla. El argumento no es original, es la adaptación de la novela maldita de William Faulkner Santuario. Balabánov, lector compulsivo desde niño, siempre tuvo especial interés por este escritor. No solo él. En los ochenta Faulkner ganó popularidad en las regiones al sur de Moscú como representante de un sur universal, no conectado con ningún país en particular, según ha explicado Frederic H. White, autor de Degeneración, decadencia y enfermedad en la Rusia de fin de siglo.

El «sur» de Faulkner, empobrecido, decadente y corrupto a todos los niveles, era para Balabánov perfectamente asimilable al mundo soviético que conoció en los ochenta. Como su productor no pudo comprar los derechos de la novela, para Gruz 200 adaptó una de las tramas de Santuario rusificando a cada personaje. Un ejemplo: cuando la chica es violada en la novela, lo hacen con una mazorca de maíz; en la película de Balabánov es con una botella de vodka. Fácil.

La comparación con Tarantino quizá no sea exacta, pero sí es pertinente y desde luego no es original. El New York Times destacó que el universo del director ruso estaba formado por «sicarios, impúdicos funcionarios corruptos y una sucesión de cadáveres en un pastiche cinematográfico que recuerda a la obra de Quentin Tarantino en la realización artística y el gusto por lo exuberante y descarado».

Además, ambos directores no solo comparten esa inquietante indiferencia por la violencia que muestran e imprimen un ritmo frenético a sus películas, también alcanzaron la fama con el cine de gánsteres. Balabánov lo hizo con Brat (Hermano), una película ultraviolenta que, no obstante, tenía más que ver con Rambo que con Tarantino. No por la acción, sino por el efecto social que causaba en el público. Mientras el personaje de Sylvester Stallone servía al espectador americano para digerir la humillante derrota de su país en Vietnam, Brat suponía también un alivio para los rusos, que habían visto cómo su imperio soviético se había hundido como un castillo de naipes y que la Rusia que emergió estuvo a punto de ser un Estado fallido hasta la llegada de Putin.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

El protagonista de Brat era un nacionalista de manual. Militar recién licenciado, despreciaba a los extranjeros —célebre fue cómo rechazaba la música occidental en una escena de la película—, encarnaba virtudes eslavas muy importantes, como mantener la palabra dada, y resolvía los problemas a tiros sin inmutarse en el San Petersburgo de los mafiosos arribistas y los nuevos ricos. Símbolo de la degradación de la Rusia de Yeltsin.

La película fue a Cannes, ganó el primer premio en el festival de cine de Sochi, Kinotavr, el más importante de Rusia, y su secuela, Brat 2, recaudó más de un millón de dólares en su país. Poco dinero para los grandes estudios de Hollywood, pero una auténtica barbaridad en Rusia para una película rusa. Más adelante llegó Voyná (La guerra), sobre hazañas bélicas de las tropas rusas en Chechenia, lo que le hizo ganarse a su autor la reputación de mejor director ruso del momento y la etiqueta de adscrito a los intereses nacionales.

Pero Balabánov no era un nacionalista que buscara el aplauso fácil e irreflexivo. Por si alguien se había equivocado y no era capaz de leer entre líneas, emprendió el proyecto de Gruz 200 para despejar dudas. En 2005, Vladimir Putin manifestó que la desaparición de la Unión Soviética era la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. Era cuando el presidente comenzaba a asentar su poder. A cambio de estabilidad, orden y cierta regeneración de los servicios sociales, además de volver a ser tomados en serio en la política exterior, los rusos aceptaron mayoritariamente un Gobierno con preocupantes rasgos despóticos. El problema era que en la década anterior, los noventa, hizo mucho frío, por decirlo de algún modo. Pero cuando Putin recuperó el himno de la URSS para Rusia e hizo acto de presencia la nostalgia por el pasado comunista, cuando en la sociedad volvieron esos tics de renuncia a derechos por un presunto bien colectivo, Balabánov decidió filmar esta película. Puso de manifiesto que rechazaba por igual a los oligarcas que a los comunistas.

Eso sí, nunca reconoció que fuese una película contra Putin ni contra nada en particular. El director insistía en que su trabajo era contar historias y que cada uno interpretase lo que quisiera. Dicho y hecho, el primero en actuar fue el Gobierno ruso. La película fue calificada para mayores de veintiún años y solo se proyectó en los cines de madrugada; el periodista y presentador de TV Leonid Parfenov admitió que probablemente nunca se estrenaría en televisión porque todo ese mensaje negativo y desagradable sobre la URSS tenía también cargas de profundidad contra su sucesora, la nueva Rusia.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

«Solo mostré la vida de la gente como yo recuerdo que era», explicó Balabánov sobre Gruz 200. Y no hicieron falta decorados. Se trasladaron a una localidad en la Rusia de provincias, Cherepovets, donde el paisaje no había cambiado en absoluto desde hacía más de treinta años. Les invito a recorrerla en Google Maps. Les sitúo en uno de los cruces de tuberías del tipo de los que salen en la película. En dirección contraria se adentrarán en la ciudad.

Algunos actores, como la que interpretaba a la madre loca y alcohólica del oficial corrupto de la milicia, vivían en el edificio comunal donde estaban rodando. No era actriz, era una vecina que estaba por allí. El único esfuerzo de ambientación fue reproducir los vestidos de los jóvenes propios de la moda soviética de los ochenta, la ropa con la que se salía de marcha; lo hizo la mujer de Balabánov.

Eran años de limitaciones con el alcohol y todo el mundo compraba vodka casero —alrededor de esto gira el argumento—, y las discotecas estaban llenas de jóvenes que solo pensaban en ponerse ciegos y divertirse. El futuro que les esperaba era lo que tenían sus padres, trabajos industriales sucios, insalubres y mal pagados, en los que uno no tardaba en abandonarse el alcoholismo. «Mostré la inmundicia en la que vivíamos. Estuvimos viviendo en una sociedad enferma desde 1917», declaró el director.

Consciente en ese momento de que su cine o se amaba o se odiaba, la extrema brutalidad de Gruz 200, la distancia irónica que pone Balabánov en escenas realmente abyectas, también le dio problemas en festivales internacionales. Se conoce que no fue fácil entender que la película simbolizaba el final de la vieja URSS. Uno de los personajes principales, un catedrático en Ateísmo Científico que está perdiendo la fe en el sistema con Chernenko y la guerra, termina convirtiéndose al cristianismo en la iglesia ortodoxa local cuando descubre lo podrido que está el sistema al enterarse por su cuenta de la trama de secuestros y asesinatos que suceden en el pueblo, que, por cierto, no se atreve a denunciar. O el militar encargado de gestionar la llegada de los muertos de Afganistán, que ve cómo van muriendo todos los antiguos compañeros de clase de su hija, al tiempo que descubre que su novio, pequeño comerciante un tanto oscuro, gana trapicheando tres veces más que él. La escena de un avión militar de transporte cargando soldados al trote mientras descarga ataúdes era terriblemente elocuente. Y una de las imágenes finales, con la chica violada, esposada a una cama en la que yacen tres cadáveres junto a su cuerpo —el de un psicópata carcelero de la milicia, el de un joven recluta muerto en el frente y el de un obrero alcohólico—, todo lleno de moscas, refleja, alegóricamente, el final de la sociedad soviética tras una larga agonía.

A la gente que vivió aquellos días, confesó Balabánov posteriormente, es a quienes menos les gustó la película. Quizá, de alguna manera, se ven vinculados a lo que ocurre, sugirió el director, que solo quería mostrar, muy a su manera, insistió, cómo la moral se transformó con el cambio de ideas políticas y sociales. De dónde surgió, en definitiva, la casta mafiosa de oligarcas que se zamparon el país en los noventa. Los aludidos sanos gusanos del cadáver. El crítico Vadim Rutkovskii escribió en GQ  ruso que era una «crónica de la defunción no declarada de la URSS».

Al margen de otras consideraciones, con Gruz 200 Balabánov alcanzó la maestría, un estilo propio inequívoco y una contundencia que no le abandonaron hasta su muerte. Al año siguiente rodó Morfijum (Morfina), adaptación esta vez de Mijáil Bulgákov, que, como su propio nombre indica, trata sobre la adicción al opiáceo. Kochegar, otro noir escalofriante, y la póstuma Ya tozhe jochú, una réplica a Stalker de Tarkovski, que rodó sabiendo que iba a morir y anunció que sería su última película.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

En el cajón se quedó su proyecto sobre Stalin, al que supuestamente iba a representar como a un capo dei capi. The American, que iba a protagonizar Willem Defoe, enamorado del cine de Balabánov desde que vio Voyná, pero que rechazó el papel porque no se veía en él. En su lugar se contrató a Michael Biehn (el que le hace un hijo a Sarah Connor en Terminator, o fiel camarada de Ripley en Alien II). Empezaron a filmar en Nueva York y todo fue bien. Luego fueron al norte de Siberia, y, tal y como contó Balabánov: «Michael empezó a beber vodka heavily, rodamos tres días y fuimos a Irkutsk, donde se armó la de dios, se dedicó a beber todos los días hasta perder el conocimiento y me negué a continuar filmando, de hecho el invierno se estaba pasando. Él se volvió a Los Ángeles y prometió devolver el dinero. No devolvió nada. Presentamos una demanda, de la que por supuesto no sabemos nada, perdimos nuestro dinero y eso es todo». Y también se quedó inconclusa, aunque se estrenara así en la televisión rusa, The River, porque la protagonista, Tuyaara Svinoboyeva, murió en un accidente de coche durante el rodaje.

Cuando Balabánov fue invitado al Festival de Cine de Gijón, dejó esta anécdota que relató así La Nueva España:

Varios ciudadanos alertan de madrugada a la Policía ante el temor de que un ciudadano pudiera encontrarse en apuros dentro del mar, a la altura de la escalera tres. El personaje en cuestión es el director de cine Alekséi Balabánov, que, después de presentar su película en el Festival Internacional de Cine de Gijón y de cenar en un restaurante de la ciudad, alrededor de la una de la madrugada pretendió darse un baño en San Lorenzo vestido y sin descalzarse. Era una escena que recordaba demasiado a la de un bañista en apuros y que alarmó a quienes la estaban observando desde el muro. Cuando los policías llegaron al lugar de los hechos comprobaron que a la altura de la escalera tres del arenal gijonés un hombre estaba entrando en el agua totalmente vestido. Los agentes se acercaron a él y trataron de hacerle razonar. Era extranjero y no los entendía. Mientras, muy cerca de la orilla del mar, el hijo y la mujer del cineasta ruso observaban la escena, según fuentes policiales, «divertidos ante la ocurrencia» del artista, empeñado en probar las frías aguas cantábricas.

Alekséi Balabánov falleció el 18 de mayo de 2013 con cincuenta y cuatro años de edad. El primer ministro, Dimitri Medvedev, escribió en su Facebook que sus películas eran un retrato de Rusia en sus tiempos más dramáticos. Para algunos colegas de profesión fue el director de cine ruso más importante de los últimos veinte años. El crítico del diario Kommersant, Mikhail Trofimenkov, le situó entre John Ford y Dostoievski. Pero el mejor epitafio se lo puso su colega, el director Andrei Zernov, cuando vio Gruz 200: «Todos queríamos filmar una película como esta y no teníamos el valor suficiente. Pero Balabánov la hizo».

Imagen: Kinokompaniya CTB.

Imagen: Kinokompaniya CTB.

La entrada La URSS de Alekséi Balabánov, el Tarantino ruso aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Eytan Fox, el conflicto árabe-israelí visto a través del amor

$
0
0
Yossi & Jagger. Imagen: .

Yossi & Jagger. Imagen:Lama Films .

En Israel ser gay significaba ser débil. Y ser débil era algo que, tal y como nos habían educado después del Holocausto, no nos podíamos permitir. (Eytan Fox)

El valor es una constante en el cine. El valor del guerrero, del soldado, del policía; el valor del ladrón, del revolucionario, del libertador; el valor de una abogada para enfrentarse a una multinacional corrupta, incluso el valor para amar al hombre equivocado de una damisela de buena familia y viceversa. Todo se presenta desde el valor o su carencia. Y con los años, conforme se han ido ensanchando los horizontes, un nuevo argumento se ha ido normalizando. El de gais, lesbianas o transgéneros, entre otros, que trataban de sobrevivir en una sociedad enferma. Podríamos llamarlo cine de temática gay y ha logrado, llegado el momento, que cualquier espectador que no tenga la mente castigada encuentre en él respuestas sea cual sea su condición. Ya es universal.

A esa conclusión llegó el director de cine israelí Eytan Fox (Nueva York, 1964) cuando proyectó en Tel Aviv su segundo largometraje Yossi & Jagger en 2002 en una sesión especial solo para militares. Un papelón. La película trata del romance entre dos soldados varones del ejército israelí en la ocupación del sur del Líbano. La unidad está en un puesto fronterizo de montaña y ahí, entre la nieve y largas horas sin hacer nada, transcurre la relación entre estos dos chicos, que llevan su idilio en secreto y disimulan como pueden cuando las mujeres soldados les tiran los tejos. Al acabar el film, un grupo de reclutas se acercó a Eytan Fox. Valor, de lo que hablábamos, es estar ahí delante mientras le pones tu película gay al ejército. Pero no hubo problemas. Los militares le dijeron al director que se habían emocionado con la historia. Hubo una frase en sus felicitaciones que se le quedó grabada al cineasta: «Hemos logrado olvidar que eran homosexuales».

Y eso no ocurrió porque Fox eludiese sutilmente la cuestión sexual en su película. Precisamente la historia se inicia con un polvazo en la nieve de los dos soldados protagonistas tras salir al bosque de la trinchera en «misión de vigilancia». Aparentemente da la impresión de que la película podría tratarse de un ejercicio de provocación envolviendo la causa gay en la bandera de Israel, pero no iban por ahí los tiros. Fox estaba hablando de lo que conocía. Él, como muchos jóvenes de su generación, también estuvo en la guerra del Líbano. Lo que llevó a la pantalla era un ejercicio de honestidad consigo mismo.

Un mes después de que Fox acabara el instituto en 1982, estalló el conflicto en el Líbano y fue llamado a filas, aunque tuvo mucha suerte. Al terminar la instrucción y ser enviado al frente ya se habían acabado los combates más duros. Se libró por pocos días de la primera fase de la guerra en la que se produjeron la mayoría de las víctimas, pero muchos de sus amigos murieron en esa guerra o volvieron heridos y con traumas mentales para el resto de su vida.

Yossi & Jagger. Imagen:Lama Films

Yossi & Jagger. Imagen:Lama Films

Fruto de esa mili atropellada que marcó al director, surgió su primer trabajo cinematográfico. Un mediometraje que ya anticipaba en cierto sentido la historia Yossi & Jagger. Se titulaba After, lo terminó en 1990 y en él contaba una experiencia biográfica. Nos ponemos en contacto con Eytan Fox para que lo explique con sus propias palabras: «Time Off, que así fue llamada After en el mercado internacional, está basada en una experiencia personal, aunque no fue tan extrema como la que mostré en la película. A mí en la instrucción un oficial me trató muy mal. Incluso yo diría que me torturó. Pero luego, en un Sabbath, un fin de semana, en Tel Aviv, salí a tomar algo con mis amigos y me lo encontré en un nightclub. No era un club gay, pero él estaba con otro hombre en una actitud, digamos, muy cercana y cariñosa, tocándose y tal». En la película, difícil de encontrar, un soldado es maltratado por un oficial durante la instrucción antes de ser enviado al Líbano a combatir. En un día en que todo el batallón está de permiso en Jerusalén, el soldado se encuentra al teniente haciendo cruising en un parque público.

El impacto de este primer trabajo le sirvió para poder rodar Shirat Ha´Sirena en 1994. En esta ocasión la acción se situaba en el contexto de la primera guerra del Golfo. Era el romance entre una yupi del mundo de la publicidad y un ingeniero alimentario poco sofisticado mientras Irak bombardeaba Israel con misiles Scud interrumpiendo la vida diaria. La película recaudó más que el resto de la cartelera junta.

Entonces por fin pudo llegar Yossi & Jagger en 2002. Filmada con un presupuesto escaso, la película se convirtió en un éxito instantáneamente. Nadie se lo esperaba y Fox tuvo que hacer rápidamente una copia en 35 mm para poder proyectarla en los cines porque fue incluida en el programa de la Berlinale y Tribeca, el festival fundado por Robert De Niro en Nueva York. Esta vez, al igual que After, la historia también estaba basada en hechos reales, explica el director: «Eran años en los que no podías decir la palabra gay en ninguna parte, especialmente en el ejército ¡el santuario de la masculinidad israelí! Aunque en el ejército, durante la guerra del Líbano, yo tuve un amigo que se lió con un francés, un voluntario de los llamados lone-soldier —voluntarios que no tenían familia en Israel. Se enamoraron, pero en una batalla alcanzaron al francés y murió en brazos de mi amigo, de su novio. Cuando la familia francesa volvió a Israel a recoger su cuerpo, mi amigo solo le pudo decir a sus padres que su hijo fue un soldado maravilloso. Les pudo contar quién era realmente, porque sus padres no sabían nada de su orientación sexual, pero no pudo, no fue capaz de confesarles que en realidad estaban enamorados. Mi amigo nunca más volvió a levantar cabeza».

El argumento de la película era el de esta experiencia narrado con ligeras variaciones. Ohad Knoller, uno de los actores protagonistas, fue premiado como mejor actor en Tribeca. La cinta empezó a obtener relevancia internacional y en ese momento el Ejército israelí decidió tomar cartas en el asunto. Pero en lugar de quejarse o exigir que se censurase o boicotease una película con ese contenido, optaron por instrumentalizarla. Proyectársela a sus soldados, recuerda Eytan Fox: «Era muy difícil hacer una película sobre el ejército sin su apoyo. Al principio, como sabían que iba a ser considerado homofobia negarse a participar en Yossi & Jagger, pusieron como excusa que los dos protagonistas no eran del mismo rango. Pero como todos mis actores habían hecho la mili, o habían estado involucrados con el Ejército de una manera o de otra, trajeron de su casa los uniformes y al final conseguimos todo el equipo militar que necesitábamos. Como luego la película se hizo muy famosa, propusieron esa proyección para los soldados. La verdad es que muchos se quedaron fuera de la sala. No obstante, durante la sesión, los que estaban en el cine lloraron, pude oír cómo sollozaban y se daban apoyo unos a otros. Eran las fechas de la segunda intifada, un periodo terrible de atentados suicidas, y creo que de una forma un tanto extraña sirvió para que el público se lamentara por nuestras pérdidas».

Yossi. Imagen: Lama Films.

Yossi. Imagen: Lama Films.

Diez años después, en 2012, con una carrera cinematográfica asentada a raíz de este éxito, Fox rodó la segunda parte del díptico en Yossi. Ahora mostraba cómo se encontraba el protagonista de Yossi & Jagger una década después. Seguía, como el personaje real en quien se inspiraba la historia, hundido. Sin superar la pérdida. En este caso, Fox añadió ingredientes de su cosecha a la historia. Planteo que el personaje aún no había salido del armario en el hospital donde trabajaba. Una idea deliberada para apoyar la causa LGTB en su país: «Para mí, ser gay nunca fue una opción. Me llevó tiempo asumir mi verdadera identidad. Con Yossi quise proyectar esa inseguridad en el personaje, que por el trauma de la muerte de su amante aún seguía en el armario. Mi intención era presentarle esta situación al nuevo mundo, a los soldados jóvenes actuales. Ahora mismo, en nuestra sociedad, la cultura gay está normalizada y ser homosexual ya no tiene por qué ser duro para nadie nunca más. La sociedad israelí ha aceptado que aquí hay diferentes formas de ser un hombre y también de ser un soldado. En la reseña de Yossi que hizo el New York Times, el redactor decía que no creía que la situación de los soldados gais en el ejército israelí fuese tan buena como en nuestra película. De verdad, fui feliz, pero de corazón, al ser consciente de que solamente era cosa suya, de que estaba equivocado, de que no sabía la realidad».

Porque la salida del armario de Eytan Fox no fue un camino de rosas precisamente. Su padre era rabino. Cuando se lo confesó casi se lo carga del disgusto, tuvo que estar bajo tratamiento psicológico. Su padre no aceptaba su orientación sexual y Eytan, por su parte, también se rebelaba contra los estereotipos de lo que se supone que debería ser un homosexual, tanto en su vida personal como en su cine: «En Israel había un director, Amos Guttman, muy influenciado por Rainer Werner Fassbinder. Murió de sida a los treinta y ocho años, en 1993. Su película Nagua (Israel, 1982) fue una de las primeras que fui a ver al Paris Theater, un centro cultural del Tel Aviv muy famoso. Nagua hablaba de sexo en el parque, de cruising. Cuando la vi me sentí intimidado. La verdad es que estaba en lo más profundo del armario todavía, pero me quedé con una imagen de que el cruising y el sexo de una noche en un aparcamiento era a lo que se reducía toda la cultura homosexual. Y entonces yo no quería serlo. Eso me marcó de tal manea que cuando empecé a hacer películas aún conservaba esa necesidad de mostrar que había otras formas de ser gay. En aquella época creía que era importante hacerlo. Time off se abre con una bandera israelí. Creo que lo que yo quería decir con eso era algo así como que yo también, gay, era parte de esa bandera y de esa cultura. Ahora ya hemos alcanzado tal punto de visibilidad que hay historias gais y personajes gais por todas partes, hay mucho espacio para representar nuestra condición. Mi padre, al final, sí logró aceptar mi sexualidad. Y tengo que subrayar que su vida cambió a mejor. Después de aceptarme, los últimos diez años que vivió, nuestra relación fue maravillosa. Vio todas mis películas, que en realidad no eran otra cosa que una especie de diálogos con él, y los usamos para profundizar en nuestra relación. Llegó a ser mejor padre para mí y para mis hermanos, mejor marido para su segunda mujer y hasta mejor jefe para sus empleados».

Demasiadas banderas de Israel. Llegados a este punto, la causa gay dejó de ser tan determinante para la crítica como la imagen parcial que proyectaban estas películas sobre el conflicto árabe-israelí. Por ejemplo, en el Festival Internacional de Cine Lésbico y Gay de San Francisco, un grupo de manifestantes irrumpió durante la proyección de Yossi & Jagger con pancartas que decían «17 000 civiles palestinos y libaneses murieron a manos de las fuerzas armadas israelíes en el Líbano». Protestaban porque la historia solo se presentaba desde el lado de un bando. Pero en ese momento Eytan Fox ya estaba inmerso en el rodaje de su siguiente y aún más polémica película, Caminar sobre las aguas. Una historia que abordaba los problemas de su país yendo directo al grano. Situaba en un mismo plano, a través de su protagonista, un agente del Mossad, a las atrocidades nazis y las cometidas en nombre de Israel: «Muchos israelíes piensan que comparar la experiencia de los judíos en el Holocausto y la situación de los palestinos en la actualidad es lo peor que puedes hacer. Pero yo creo que sí que es muy importante compararlo porque puede ayudarnos a aprender. Nos puede servir para prevenir tanto sufrimiento. Tenemos que darnos cuenta de las condiciones de vida tan terribles que infligimos a los palestinos y de que eso nos corrompe. Cualquier cosa que nos ayude a cambiar esta situación es importante. Cuando estrené Caminar sobre las aguas esta vez tuve una proyección especial en la Sorbona, en París, que siempre ha sido muy de izquierdas. Los estudiantes crearon una atmósfera muy tensa desde el principio. Lior Ashkenazi, el actor protagonista, se quería ir. La verdad es que nadie nos quería allí. Nos sentimos como que venían a pelear con nosotros, pero después de ver la película todo cambió. Tuvimos todos una charla muy agradable y al final un estudiante me dijo: ‘”Pensaba que en Israel erais todos malas personas, pero después de ver la película me doy cuenta de que las cosas son más complejas, allí también hay buena y mala gente, y personas que luchan por la justicia”».

Caminar sobre las aguas. Imagen: Lama Films.

Caminar sobre las aguas. Imagen: Lama Films.

Caminar sobre las aguas contaba la historia de Eyal, un asesino profesional del Mossad. Vemos en los primeros planos cómo es capaz de matar con eficacia a un hombre delante de su hijo pequeño. Sus superiores lo celebran, le condecoran, pero al volver a casa encuentra que su mujer se ha suicidado. Este suceso y su nueva misión, camelarse a los nietos de un exoficial nazi para dar con su paradero, cambiarán su vida. El nieto con el que entabla más amistad es un homosexual pacifista y liberal, típico alemán de su tiempo, pero también sujeto a contradicciones, como el homófobo agente del Mossad.

En los créditos finales, el director dedica la película a su madre. Su familia antes de ir a Israel en 1968 vivía en Nueva York. Su madre, recuerda, era una mujer «tipo Mad Men». Nunca salía de casa sin estar bien maquillada y sin su bolso. Tanto, que el pequeño Eytan le pedía que fuese a recogerle al colegio un par de calles más lejos porque le daba vergüenza. Las madres de sus amigos, de su barrio, iban mucho más casual a por sus hijos. Sin embargo, en Israel, cuando decidieron trasladarse allí, encontraron un entorno mucho menos cosmopolita todavía. Les costó años encajar y adaptarse. En un principio, como suele ocurrir, su madre se convirtió en «la más israelí de las israelíes», confiesa. Luego entró a trabajar en el Ayuntamiento de Jerusalén, en la planificación urbana, y le asignaron los vecindarios palestinos. Aquello la cambió también a ella. Desde entonces, dedicó su vida a que judíos y musulmanes pudieran convivir. Murió mientras su hijo filmaba Caminar sobre las aguas en Alemania y Eytan quiso incluirla porque ella siempre creyó, explica, que una solución al conflicto árabe-israelí era posible.

Este trabajo volvió a ser muy bien recibido internacionalmente, esta vez sin escraches y boicots de la izquierda. Empezaron a llegar entonces ofertas de Hollywood y Eytan Fox dio un paso decisivo en su carrera al rechazarlas todas. Tomó la determinación de, en el resto de su carrera como cineasta, no perder sus raíces. Entendió, como se dice habitualmente, que para poder ser internacional antes hay que ser local: «No acepté porque me dio miedo perder mi identidad israelí. Suelo usar el ejemplo de Almodóvar para explicarlo. Él está muy circunscrito a España. Si hubiera trabajado en Estados Unidos habría perdido a sus mujeres españolas, su lenguaje, los colores de sus películas. A mí me asustaba perder los ingredientes específicos de mi alma si me iba a trabajar al extranjero. Los productores me contestaron que la comparación no era pertinente, que yo tenía un público muy pequeño de hebreohablantes y que Almodóvar tiene millones de hablantes de español en todo el mundo, pero creo que se puede tener éxito sin contar con Estados Unidos. Siempre he insistido en llevar nuestro pequeño mundo en Israel al resto del planeta desde Israel».

La burbuja. Imagen: Metro Productions.

La burbuja. Imagen: Metro Productions.

En 2006, por si al trazar analogías entre los nazis y las políticas contra los palestinos no hubiese metido suficiente el dedo en la yaga, presentó Hu-Buah (La burbuja aka Solos contra el mundo). El argumento planteaba el más difícil todavía en cuestión de tabús. Iba directo al grano: un soldado israelí se enamoraba de un terrorista palestino. El escenario era de los jóvenes urbanitas de Tel Aviv. Un entorno donde se intenta cerrar los ojos ante el conflicto y vivir el carpe diem. Gente que no comulga con los valores tradicionales de Israel, que es odiada por la extrema derecha israelí, pero también por los palestinos radicales. Víctimas por ambos lados, pero inmersos en el confort y el hedonismo.

Eyan Fox quería retratar a estas generaciones que no corresponden al arquetipo que termina generando el relato de los medios de comunicación cuando abordan el conflicto: «Por toda Israel muchos jóvenes escapan a Tel Aviv para huir de la tensión política. Pero de Tel Aviv mucha gente joven también está emigrando al extranjero por el mismo motivo, incluso huyen a Berlín. Con todo, una de las experiencias más importantes para mí cuando rodé Ha-Buah, sobre estas nuevas generaciones pacifistas, fue la reacción de una chica iraní que estudiaba en Inglaterra. Se tropezó con una proyección del film y me escribió por Facebook que durante toda su vida en Irán le habían enseñado que Israel era Satán, pero que después de ver esta historia se dio cuenta de que su educación no podía ser correcta. Había visto que mucha gente como nosotros estaba luchando, moviéndose para acabar con el conflicto y que, evidentemente, nada era o blanco o negro. Fue la reacción más importante a una película mía en toda mi vida. Me pude reafirmar en la idea de que el cine puede cambiar cómo la gente ve el mundo».

Sin embargo, no han faltado críticas a todos los productos culturales LGTB salidos de Israel, subvencionados por el Gobierno, al considerarlos un arma de guerra. Audaz propaganda. Una forma de marcar la frontera entre los valores occidentales, liberales, y la sociedad islámica, homófoba. Eytan reconoce que el fenómeno existe pero confiesa que está fuera de su alcance: «Por supuesto que conozco el término pink washing (lavado rosa). Puede que mi Gobierno esté usando mis películas para cubrir los aspectos negativos de sus políticas, como diciendo “mira qué liberales somos con los gais, qué progresistas, ¿cómo se os ocurre criticarnos?”, pero yo no puedo controlarlo. Como sabes, he mostrado en mi obra las dos caras de nuestra problemática existencia. Pero los fondos del Gobierno para el cine respaldan mis películas tanto como otras que son abiertamente antibélicas y antiocupación. A directores muy críticos con Israel. De modo que tampoco es tan sencillo. Yo jamás he intentado denunciar la homofobia de los países islámicos. Aunque pienso que debe combatirse allá donde exista, me da más miedo colaborar con la islamofobia, un odio que me asusta tanto como la homofobia. No me gusta nada, por ejemplo, lo que pasó hace dos años en Gaza. Es terrible, terrible. Creo que llevará años superar tantas pérdidas humanas. Matar solo lleva a matar más y más. Nuestro Gobierno, especialmente Benjamín Netanyahu, piensa que el conflicto se puede resolver con la guerra y la muerte y creo que está muy equivocado. Nunca en toda la historia ha funcionado. Esos niños cuyas casas han sido destruidas y sus familias asesinadas serán fanáticos asesinos el día de mañana, querrán venganza».

Florentine. Imagen: T. H. Productions.

Florentine. Imagen: T. H. Productions.

Amante del cine de Robert Altman, Pedro Almodóvar, los hermanos Dardenne, Gianni Amelio, Stanley Donen, el primer Bertolucci y Billy Wilder, entre muchos otros, el cine de Eytan Fox es de tramas intrincadas, barrocas, y metrajes largos, pero tiene la capacidad de llegar a cualquier tipo de público. Los desenlaces de sus historias, a veces rozando lo inverosímil, los firmaría muy a gusto nuestro Almodóvar. Su trabajo más sobrio y el más destacado sigue siendo el díptico de Yossi & Jagger (2002) y Yossi (2012), que pese a las limitaciones técnicas de la primera parte es una obra esencial del cine mal llamado «del mundo» en este nuevo siglo. Ya saben, películas de los ciento noventa y tres países de este mundo que no son Estados Unidos.

El último trabajo de Eytan Fox ha sido una serie para la televisión pública. El primer beso gay en la pequeña pantalla israelí fue cosa suya cuando codirigía la serie Florentine. Una escena recordada como un acontecimiento histórico de la cultura popular de los noventa en Israel. Y una película, Cupcackes, una comedia sobre un grupo de vecinos que forma un grupo con la intención de ir a Eurovisión. También, el año pasado, en Francia editaron sus primeros cortometrajes en DVD. Sin ninguna duda, su próximo largometraje sobre la situación de su región tendrá rango de ley: «No me gusta alardear de mis logros, pero siento que mis películas han desempeñado un papel muy importante en el cambio de de percepción de la homosexualidad en Israel. Nuestra sociedad ha pasado de ser homófoba a gay friendly. Me siento afortunado de formar parte de una nueva ola de directores israelíes, del grupo formado por mis compañeros de clase de la Tel Aviv University Film School. Ari Folman (Vals con Bahir, Israel 2008) o Hagai Levi (Be´Tipul, Serie de TV de 2005, precursora de In Treatment de HBO). Además de Eran Kolirin (The Band´s visit, Israel 2007) o Shlomi Elkabetz (Shiva, Israel 2008). Nuestras películas son muy diferentes, pero todos andamos en la misma línea y estamos consiguiendo llegar al mundo enviando un mensaje».

Yossi & Jagger. Imagen: Lama Films .

Yossi & Jagger. Imagen: Lama Films .

La entrada Eytan Fox, el conflicto árabe-israelí visto a través del amor aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.


Alejo Alberdi: «Estoy harto de la expresión “movida madrileña”; la explosión fue en todas partes»

$
0
0

Alejo Alberdi para JD 0

Contó el crítico Rafa Cervera que la biografía de Derribos Arias no podría ni ser albergada en una novela, que la única palabra que describía al grupo era «caos». Novela todavía no hay, pero sí tenemos Licencia para aberrar (66 RPM), su primera biografía, por Carlos Rego. Un texto que ha vuelto a poner de actualidad a un grupo del que solo podíamos intuir su azarosa trayectoria trazando una línea por lo comentado en contadas entrevistas, las memorias de Sabino Méndez, o el libro de la movida del aludido Cervera. Pero al margen de la épica, Derribos firmaron dos hits, «A flúor» y «Branquias bajo el agua», que no tenían ni precedentes ni comparación posible con grupo alguno extranjero. Canciones que para los que fuimos adolescentes en los noventa mostraban que en el pasado hubo una locura mucho mayor a la que creíamos estar viviendo entre tanto postrock, sonidos extremos e indies de toda clase. Sus letras inclasificables se quedaban grabadas en el córtex y su carácter de grupo insólito estimulaba la curiosidad del oyente atento. Alejo Alberdi (San Sebastián, 1960), guitarrista y productor, es un gran conversador sobre todo lo que aconteció en aquella época, además de un concienzudo activista en contra de la prohibición de las drogas. Nos presentamos en su casa.

Háblame del bar El Huerto.

Era un antro amplio, oscuro y ruidoso, situado en un sótano en una calle del centro de San Sebastián, junto a la iglesia del Buen Pastor. La música sonaba a un volumen atronador. La gestión del bar era caótica, en aquella época pagar las copas era algo exótico y algunos parroquianos se consideraba con derecho a barra libre. De vez en cuando se podía ver a grupos actuando en un escenario muy pequeño. Por allí pasaron Gabinete Caligari, mucho antes de tener éxito. Con Jaime Urrutia, que tiene cierta tendencia a acordarse más de los inicios que de cuando estaban en la cima, he recordado alguna vez aquel día.

Por allí se movía gente muy variopinta a finales de los setenta. En la barra solían estar Borja Zulueta, hermano de Iván y cantante de Brakaman. Ángel Altolaguirre, de Ángel y las Güais, productor de Desechables, Alaska y Dinarama, actualmente profesor de yoga. Rafa Balmaseda, que luego sería bajista de Parálisis Permanente, era el que pinchaba, y en ese momento tocaba en Negativo junto con los otros dos citados. El dueño del bar era Javi, un hippie con unas melenas hasta la cintura. El Huerto era el centro neurálgico de la pequeña escena donostiarra de aquel entonces.

¿Cómo llegaste a ese bar? Porque tú de crío escuchabas rock sinfónico, como casi todos los niños de tu edad entonces.

Escuchaba rock sinfónico y progresivo. Alguna vez llegué a asistir a eventos como disco-fórum donde ponían el Dark Side of The Moon, de Pink Floyd, y luego un señor con barba lo comentaba. Era una cosa realmente alucinante, pero es que en aquella época o tenías el disco o lo escuchabas en la radio, o no tenías acceso a él de ninguna manera. Ahora no tengo a Pink Floyd en muy alta estima.

También andaba metido en un fanzine anarquista capitaneado por Mikel Insausti, luego crítico de cine de Egin, que me machacaba por mis gustos musicales. Para ellos, los buenos eran Dr. Feelgood. En mi cambio de gustos fue determinante que mis padres me enviaran a Inglaterra a aprender inglés en el 77 y en el 78, primero a Bournemouth y luego a Cambridge, donde había bastante oferta de conciertos.

¿Cómo percibiste el cambio que pegó la cultura popular en Inglaterra ese año?

En que los discos de progresivo estaban tirados de precio. Pero para mí lo sorprendente fue ver a The Clash con Richard Hell de telonero, a Stranglers, a los Jam cuando sacaron el segundo, Radio Birdman con Flamin’ Groovies de teloneros… Todo en locales pequeños o de tamaño medio. Entonces empecé a comprar otro tipo de discos como un loco. En ese momento se estaba produciendo la transición del punk a la new wave. Cuando vi a los Clash, unos tíos que eran como armarios de tres cuerpos arrancaron varias filas de asientos, se montó un pollo bastante respetable. También vi a AC/DC con Bon Scott en un ballroom, un local diáfano para unas ochocientas personas. Sonaron increíbles, lo que pasa es que yo no era consciente de estar viendo uno de los últimos conciertos del grupo con Bon Scott.

Me guiaba por lo que me decía la gente de la tienda de discos de segunda mano donde solía ir a comprar, que eran amabilísimos. Te ofrecían té, te informaban de si un grupo valía la pena o no, te hacían recomendaciones, como que fuera a ver a The Pirates, el grupo de Mick Green, el que enseñó a tocar a Wilko Johnson. Green desarrolló una técnica que consistía en hacer la rítmica y una especie de punteo a la vez. Salían disfrazados de piratas, con botas enormes y su directo era apabullante. Hay en YouTube algunos vídeos espectaculares de ellos con muy buen sonido. En fin, que solo vi prácticamente actuaciones de este tipo. Quizá una de las más especiales fue ver a The Rich Kids, el grupo de Glen Matlock después de irse de Sex Pistols y el que luego fue cantante de Ultravox, Midge Ure. Tengo alguna foto por ahí. Antes no era como ahora que sacas fotos a todo, te lo tenías que pensar mucho. Aun así, las que hice eran todas una basurilla [risas].

¿El punk entró en España a tiempo, como se dice, o no?

Por lo general se suele presentar como si hubiera unas líneas de corte definidas y no es así. Hay solapamientos y mutaciones. Por ejemplo, cuando se habla de la movida se obvia completamente a La Cochu (Laboratorios Colectivos Chueca), el Ateneo de Prosperidad, la Vaquería o PREMAMA (Prensa Marginal Madrileña), el colectivo donde estaba El Zurdo. Es decir, que aquello salió del underground. Al principio de forma confusa y luego se fue definiendo, pero entre Kaka de Luxe y Dinarama hay una distancia enorme. Cuando leo esas cosas de tebeo de que, de repente, llegaron unos con el pelo de colores y todo el mundo se desmovilizó políticamente, o que todo se gestó en unos despachos del poder para aniquilar a la contestación —la teoría de Pepe Ribas— no puedo decir más que ¡váyanse ustedes a la mierda!

Volvamos a San Sebastián. De repente, el rock sinfónico se quedó atrás y aterrizaste de Inglaterra con un máster acelerado en pub rock, power pop, punk y new wave

Mi cambio de gustos fue radical, aunque ahora, con el tiempo, he recuperado lo más salvable del rock progresivo. Y el máster… más bien es que no tenía mucho que hacer cuando estaba en Inglaterra y los conciertos eran baratos, poco más de un par de libras. El problema del rock progresivo es que exigía una formación musical, tirarse horas practicando, dominar los instrumentos, aunque para mí muchas veces es más pirotecnia que virtuosismo. Pero el virtuosismo es para la música clásica o el jazz. El rock no es una música de virtuosos, y no hay más que ver a Jerry Lewis o a Little Richard; lo suyo tenía que ver más con el ritmo, con la estridencia. Así que para mí fue fácil dar el paso definitivo, porque una cosa podía hacerla y la otra no. No me podía meter tres meses en un estudio como Pink Floyd solo para afinar los instrumentos. De todas formas, volvemos a lo mismo. En esto también hubo solapamientos entre el punk y el rock de los setenta. Iggy Pop era un fan acérrimo de Neu!. Y escuchas los Stooges y dices: «Coño, es verdad, aquí hay algo de Neu!». Damned eran fans de Jethro Tull pero no se atrevían a decirlo. Johnny Rotten reconoció que no podía decir cuál era la música que le gustaba porque eran grupos que no molaba que te gustasen. La influencia del rock alemán en PiL es evidente. Y luego está el glam, porque el punk y la new wave tienen mucho de regreso al glam. Está todo mucho más conectado de lo que se cree. Hay vericuetos por todas partes. Tendemos a clasificarlo todo en estilos, pero las fronteras son porosas. Al volver a España, lo más importante fue que conocí a Poch, porque un tipo con el que alternaba no paraba de hablar de él. Yo ya le había visto en directo con La Banda Sin Futuro en El Huerto, o con Cocoflash, no recuerdo bien, y el caso es que al final acabé en su grupo.

Pero no tenías nivel tocando.

Apenas sabía tocar y aprendí con Poch, que valoraba más la afinidad de gustos que el nivel musical. Y supongo que querría a alguien que fuera maleable antes que a un tío que viniera del rock duro o del jazz. Cuando debuté en directo en El Huerto estaba hecho un manojo de nervios. Después sobrevivíamos a base de salidas de tono. Por ejemplo, el día en que murió John Lennon, dedicamos el concierto a Mark David Chapman, el asesino del ex-Beatle. Eran provocaciones, más infantiles que juveniles. Porque éramos los últimos monos de la pequeña escena donostiarra, con Puskarra, Negativo, Asco, Mogollón, UHF… Algunos de ellos tocaban en verbenas para pagarse un equipo con vistas a hacer lo que realmente les gustaba, aunque solía ocurrir que, al final, se quedaran en las verbenas, que era lo que daba pasta y los grupos quedaban arrumbados. A Tensión, de Pamplona, también los conocí por aquella época porque Josetxo Ezponda era guipuzcoano. Vivía en Burlada pero pasaba mucho por Donostia. Iba siempre hecho un rey del glam y dedicaba muchísimo tiempo al cuidado de su imagen. Literalmente horas, porque lo tuve aquí en casa y diría que estuvo una hora solo para peinarse con laca.

En el ambiente político que se vivía en el País Vasco, cada vez más politizado, grupos como vosotros chirriabais.

Sí, la verdad es que chirría que pongan una bomba, con gente dentro, en el bar donde te reúnes con tus amigos. Fue una suerte que el local fuera muy amplio, porque ETA puso la bomba en los baños y la barra estaba al otro extremo. La del Huerto no fue la única, también pusieron otra en el Tanit. Todo estaba relacionado con la campaña de ETA, anunciada en Egin mediante un comunicado en 1981, de que iban a por los camellos y los locales sospechosos de tráfico de drogas. Mataron a unos treinta supuestos camellos porque les colgaron este sambenito, y si ETA es juez, jurado, fiscal y ejecutor no hay forma de saber si era verdad o no. Como mucho serían camelletes de medio pelo, no narcos precisamente.

Cuando se cargaron al primer objetivo de esa lista nosotros estábamos al lado. En la zona de Reyes Católicos, donde estaba El Huerto, fuimos a tomar un bocadillo y en la calle le metieron cinco tiros a Juan Carlos Fernández Azpiazu, dueño del bar Kopos, un local muy pequeñito. Un amigo mío se asomó y le vio muerto, yo no tuve el cuajo. Otra vez ahí al lado ametrallaron a unos guardias civiles, no sé si serían cuatro o cinco, que estaban cenando. Los mataron a todos. Nosotros vivíamos todo aquello con bastante inconsciencia. Creo que se reaccionó contra todo esto mucho después. Más a toro pasado que cuando realmente estaba ocurriendo.

Los años de plomo.

Turbulento es poco para describir aquel tiempo. Una vez conseguimos tocar como La Banda Sin Futuro en la plaza de la Trinidad, en una fiesta local. Estábamos muy contentos porque apenas teníamos posibilidades de tocar, sobre todo después de que El Huerto hubiera cerrado, y nada más terminar la primera canción aparecieron dos tíos y nos dijeron que la policía había matado a Gladys del Estal, una ecologista navarra, y que había que anular el concierto. Nos echaron, pero cuando salimos de la plaza la fiesta no se había parado. Los bares estaban llenos de gente emborrachándose y de juerga y el luto era solo para los cuatro pringaos del grupo de rock que estaba tocando. Tuvieron que descubrir el rock después, porque por aquel entonces pensaban que era música imperialista y extranjerizante, las típicas bobadas de la izquierda de ayer y de hoy. Ante un clima así, lo que buscas es cambiar de aires. A finales del 81 nos surgió la posibilidad de ir a Madrid y así lo hicimos.

¿Qué fueron Los Confiscadores de Polos?

No es más que un nombre que nos pusimos para una actuación que nos salió a los dos días de llegar a Madrid, en octubre del 81. Era muy frecuente usar alias para no gastar el nombre principal. Como Derribos Arias ya habíamos tocado en septiembre en el Peine del viento, con Asco, Negativo y UHF. Poch también hizo un concierto conjunto con los miembros de Gabinete, mezclando repertorios, y salieron como Derribos. Hay una época de andanzas de Poch que cronológicamente es un lío. Creo que Carlos Rego lo ha resuelto muy bien en su libro. Porque Poch estuvo estudiando Medicina en Huesca, tocando con Ejecutivos Agresivos en Madrid y una temporada con Alaska cuando Carlos Berlanga se fue a la mili.

Alejo Alberdi para JD 1

Poch estudiaba Medicina. Tenía una enfermedad congénita. ¿Fue al estudiar cuando se dio cuenta del alcance que tenía su problema, de que era una enfermedad degenerativa e irremediable?

Es que Poch heredó el mote de su hermano, al que llamaban Pochete. Es el chico que sale en la portada de Nuevos sistemas para adelgazar. Se llamaba Javi y también padecía la enfermedad. Entonces, o bien Poch ve la evolución de Javi y sabe o intuye que le va a pasar lo mismo, o bien lo descubre al estudiar Medicina. No lo sé, porque todo esto era un tema tabú con Poch. Me habían llegado rumores, pero no coges y le preguntas a alguien si tiene una enfermedad degenerativa del sistema nervioso. Era algo que se obviaba. Lo cierto es que al principio no mostraba ningún síntoma. Era un tío ingeniosísimo, con un humor absurdo increíble, y muy inteligente. Sacó tres cursos de Medicina con la chorra.

A donde quiero ir es a que él, en un momento dado, ve que la enfermedad no tiene remedio y decide vivir la vida a lo loco, aprovechando al máximo.

Intuyo que en un momento dado se tuvo que plantear: «¿Para qué voy a estudiar Medicina si no voy a poder ni ejercer?». Esto le generó un conflicto muy fuerte con su padre, que era médico, y por eso Poch no tuvo apoyo familiar cuando se vino a Madrid. Andaba como puta por rastrojo en casas de amigos, incluso durmiendo en el local de Gabinete. Y siempre estuvo a verlas venir. La enfermedad tiene una evolución muy lenta y se manifiesta con movimientos involuntarios. Al principio no es demasiado, pero al final los involuntarios dominan sobre los voluntarios. Algo como coger un vaso, o un cigarro, era imposible. Cualquier actividad cotidiana era titánica para él, pero en esa fase estuvo durante sus últimos seis años de vida. Murió en el 98, tras un periodo largo en el que se fue reduciendo su capacidad de movimiento hasta que quedó confinado en casa con sus hermanas.

Diego Manrique dijo en El País que la única forma de eludir las consecuencias de la enfermedad era llevar una vida muy tranquila y cuidarse mucho y que él decidió hacer justo lo contrario.

No sé si lo decidió o simplemente dijo «de perdidos al río». O sea, «voy a vivir lo que me quede de vida, me lo voy a pasar bien». Hubo antes algún episodio de intento de suicidio, como me contó Carlos Entrena, alguna vez lo rescataron los surfistas cuando se estaba bañando en la playa de Gros o en Zarauz, pero son todo especulaciones. Ya te digo que de estas cosas no se hablaba.

Antes de que tú llegaras a Madrid estuvo en Ejecutivos Agresivos con Carlos Entrena, al que has aludido.

Era un grupo perfecto para una compañía independiente, pero no las había todavía. Una vez les acompañé para una actuación en la plaza de toros de Ciudad Real y fue una odisea. No quisieron pagar, Poch robó las llaves de la plaza para poder negociar y al final les pagaron en sacos de monedas del bar, aunque no todo lo convenido. Como Derribos Arias luego nos encontramos infinitas de esas. Los mánager tenían que hacer malabarismos para cobrar.

Lo de Ejecutivos fue una pena, porque valían mucho más que «Mari Pili», la canción que más sonó. Pero las compañías estaban pensadas para otro tipo de músicos, estaban acostumbrados a profesionales de estudio, como los del sonido Torrelaguna. La industria era una maquinaria bien engrasada y de repente aparecieron todos estos desahogados que no tocaban una mierda y en Hispavox no sabían cómo llevarlos. Además, tenían como productor a Honorio Herrero, que fuera el productor de Parchís y que venía de La Charanga del Tío Honorio. También produjo el primero de Radio Futura y a Los Zombies, pero en aquel momento, con un tío así, fue un choque de trenes. De ahí no podía salir nada y Ejecutivos terminaron mal.

Cuando tú llegas a Madrid, caes en el momento justo en el lugar adecuado.

Dos años antes o dos años después y nuestra carrera hubiese sido muy distinta. Lo de estar en el lugar adecuado en el momento preciso se cumplió con nosotros a rajatabla. También fue una suerte que Poch tuviera toda esa experiencia previa con Ejecutivos y con Alaska; no era desconocido para los medios y cuando empezamos a tocar nos encontramos con el viento de cara. El apoyo de la crítica en aquella época tenía mucha más importancia que ahora. Si hablaba de ti José Manuel Costa en El País, encima entusiásticamente, tenía mucho más impacto de lo que hoy puede hacer cualquier reseña, así que todo nos fue rodado. Éramos un grupo modular. En Caminos tocamos como dúo, sintetizador, caja de ritmos, guitarra y voz. La siguiente vez fue como trío. Luego cuarteto y después otra vez trío. Hasta que no se incorporó Juan Verdera al bajo no empezamos a sonar de verdad. Con él fue amor (musical) a primera vista, hubo una sintonía perfecta y a partir de ahí todo fue rodado durante al menos dos o tres años.

¿Ese Madrid del 81 era una ciudad gris, sin atractivos, muy poco urbana?

Para mí no lo era. Al venir de Donosti, Madrid me pareció Jauja. Había una escena reducida de unos pocos cientos de personas, entre grupos y fans, pero ibas al Pentagrama y ahí estaba Ana Curra, ibas al Sol y te encontrabas a Ouka Lele con un cerdo de plástico en la cabeza con luces en los ojos. Flipaba a cada paso. Al principio estuvimos en casas de amigos como Eugenio Haro o Mariví Ibarrola, hasta que alquilamos un piso en Reina Victoria que fue el horror. Estábamos Poch, Ángel Altolaguirre y yo, luego se apuntó Rafa Balmaseda y el piso solo tenía dos habitaciones. Al principio éramos cuatro, pero podíamos juntarnos seis o más. Había un armario empotrado en un alto en el que dormía gente. Como no teníamos televisor, salíamos todos los días y al llegar a casa nos podíamos poner a tocar hasta las cinco de la mañana con los amplificadores a todo trapo. Nunca supimos nada de los vecinos hasta el día en que nos marchamos y salieron todos gritando: «¡Ya era hora, hijos de puta!». A mí me hace eso un vecino ahora y lo mato.

Carlos Rego viene a decir que fueron unos años en los que querer era poder, valía todo y no había fronteras.

La época de UCD fue un descontrol. La primera etapa del PSOE también, pero ahí ya se empezaron a acotar determinados espacios de poder. Con UCD hubo una especie de vacío de poder. De todas formas, hasta que el PSOE no reformó la ley de estupefacientes, en España, del 69 al 83, si te cogían con un porro te podían llevar a la cárcel sin juicio. Se supone que te tenían que internar en una casa de templanza, que era lo que preveía la ley de peligrosidad social, pero como no existían, ibas a prisión hasta que le apeteciera al psiquiatra de la cárcel. En cuestiones como la homosexualidad, fueron los de la generación anterior los que se partieron el pecho. Ahí estaba Ocaña, al que en el primer desfile del Orgullo Gay en Barcelona lo llevaron a la comisaría de la Vía Layetana y le dieron una espectacular manta de hostias. Aquellos pioneros se batieron el cobre y cuando luego llegaron Almodóvar y McNamara fue todo mucho más fácil.

Se habla de movida madrileña, pero en realidad la movida es lo que pasaba en toda España.

Para mí esto es primordial. Estoy harto de la expresión «movida madrileña». La explosión de grupos se dio en todas partes. Había escenas en Valladolid, en Murcia, en Barcelona, en Valencia, Asturias, Galicia… en todas partes. Era cosa del baby boom tardío, que en EE. UU. fue en los cincuenta y aquí fue diez años más tarde. Recuerdo un debate en televisión en el que salían Enrique Gil Calvo y Loquillo. Cuando Loquillo dijo alguna loquillada, Gil Calvo le contestó: «No, no, no es eso, es que sois muchos y tenéis que destacar». Me quedé: «Joder, este tío lo ha clavado». Éramos tantos que había que destacar para que se fijaran en ti, para ligar y pasártelo bien.

Por eso, a partir del año 84, empezaron a salir tal cantidad de discos que muchísimos nacieron condenados al olvido. No imagino cuántas maquetas le podían llegar al principio a Ordovás, pero la cifra era tan abrumadora y su tiempo tan limitado que esas microescenas o escenas locales se quedaban sin difusión. Hace tiempo, entre los miembros de un grupo de melómanos que tenemos en Facebook, creamos una lista de Youtube con un buen puñado de canciones olvidadas o poco conocidas, pero estupendas. En su día no había canales para dar salida a todo eso. Solo ahora he podido descubrir un montón de cosas de la segunda mitad de los ochenta que son interesantísimas y que pasaron sin pena ni gloria, como Los Raros, de Bilbao, o Los Cafres, de Vigo, producidos por Alberto Torrado, de Siniestro Total. Ciudad Jardín tienen cosas de alucinar, ahora los estoy descubriendo gracias a Spotify. La idea que ha prevalecido de la época es que se dividía entre los de los pelos de colores, por un lado, y Los Secretos y Nacha Pop, por otro, y esto es una caricatura. Todo era mucho más variado. Había techno-pop, punk, rockabilly y muchos estilos inclasificables. La visión que se está dando de todo aquello es injustamente reduccionista y maniquea.

Alejo Alberdi para JD 2

Derribos promovisteis las Hornadas Irritantes. ¿Qué fue todo aquello?

Fue una charlotada. Una noche, en un bar, creamos el tribunal de las Hornadas Irritantes, acompañado de un manifiesto contra los babosos. Fue una gilipollez que trascendió porque se hicieron eco los periodistas, que en aquella época se hacían eco de hasta cuando te tirabas un pedo, y ha quedado como si fuese todo un movimiento artístico. Si me llegan a decir aquel día en el Iris, con los canutos y los botellines, que aquello iba a ser recordado treinta años después, habría pensado que mi interlocutor estaba loco. Se ha magnificado hasta el delirio.

Hicimos algunos conciertos con ese lema, pero era para alborotar el gallinero. Íbamos contra el locutor Gonzalo Garrido, que en gloria esté y que era un tío majísimo, pero tenía una querencia por este tipo de grupos más popis, los que Fernando Márquez «el Zurdo» llamaba «los sanos», por mucho que algunos de sus miembros fueran bastante insanos. Fue una bobada que se hinchó hasta el punto de que me fascina que a Álvaro Urquijo de Los Secretos, años después, le hagan una entrevista y siga diciendo que le dolió mucho todo aquello… pero ¡si han vendido más discos que todos nosotros juntos! Si los cadáveres de los grupos de las Hornadas los he visto pasar por delante a todos, a veces con sus integrantes incluidos. Tío, no llores. Además, a mí los Secretos me gustaban. «Déjame» es una canción excelente.

Hombre, decía que a raíz de aquello le empezaban a llamar «baboso de mierda» cada vez que salía de casa y le cortaba un poco el rollo.

Nosotros no nos lo tomamos en serio nunca. Además, íbamos más a por grupos excesivamente blandengues, como Trementina, yo qué sé, no necesariamente Nacha Pop y Los Secretos. De hecho, con Nacha Pop tocamos muchísimo y nunca me vino Antonio Vega a decirme: «Oye, ¿por qué vais diciendo que si somos babosos?». Está todo muy sacado de quicio, pero así ha quedado para la historia.

¿Cómo recuerdas el Rock-Ola?

Fue la primera sala con una programación estable, había conciertos todos los días y fue el aglutinante de todo aquello. Fue el primer sitio donde se podía ver a los grupos con un buen equipo y en un local decente, aunque esto último es un poco más discutible. Desde luego que el alcohol no era decente, porque el propio equipo de la sala te reconocerá que rellenaban las botellas a la vista de la gente. Convenía no pasar de la cerveza.

Luego estaba un aspecto más oscuro que sacó a la luz Miguel Ángel Arenas en el tocho aquel sobre la movida que publicó Esperanza Aguirre hace unos años. Arenas contaba que el dueño era un pied noir argelino relacionado con la OAS [Organización del Ejército Secreto; paramilitares franceses de ultraderecha], que Rock-ola había servido como centro de reclutamiento para la guerra sucia contra ETA y que el tío tenía relación con Juan José Rosón, ministro del Interior. La única mención que he visto de esta historia está ahí, en el libro. [Se levanta y lo coge de la estantería] Mira, aquí está. Página 327: «La movida y el GAL. Seguramente el tema más desconocido es el apoyo indirecto que recibió la movida en relación con el GAL. Un ministro del Interior ya fallecido protegía a Rock-Ola a cambio del servicio especial de sicarios franceses argelinos, los llamados pies negros. Feo asunto que empezó con UCD y continuó con el PSOE. No fue casualidad que cuando la guerra sucia terminó, Rock-Ola tuviera los días contados». Es posible que Arenas se pase de conspiranoico, pero ahí lo dejó dicho.

Lo cierto es que en Rock-Ola había un servicio de seguridad formado por unos tíos mazados, de gimnasio, con una pinta de patibularios que alucinas y que pegaban unas palizas de muerte. A Las Vulpes les dieron una somanta cuando fueron a tocar allí y dijeron no sé qué del País Vasco en alguna letra. Los de seguridad las acorralaron en la parte donde estaban las escaleras internas que bajaban al antiguo Marquee, cerraron por un lado y por el otro y les dieron hasta en el DNI.

Estas historias eran bastante habituales. No sé si serían de la OAS o Guerrilleros de Cristo Rey, pero desde luego no era gente con la que te apeteciera tratar. Esto es algo que se ha olvidado también. Había una violencia muy bestia en aquella época. Estaban las peleas entre mods y rockers, especialmente la muerte de un rocker en Rock-Ola, aunque fue con su propia navaja, que la había sacado él.

Yo en aquella época decía: «Joder, ya vale con los sesenta, a ver si se acaba ya el puto revival». Y, quién me lo iba a decir a mí, lo que nunca se me pasó por la cabeza es que nuestro revival, el de los ochenta, se iba a convertir en perpetuo, porque lleva ya por lo menos quince años largos. Estaba aquel artículo de Francisco Casavella, muy crítico y sarcástico con el revival de la movida, pero ¡es que lo escribió en 2000! [risas] Si el pobre llega a ver lo de A mi manera de La Sexta…

Leo que usasteis secadores de pelo para grabar efectos en alguna canción.

¿Secadores? No me suena. Sí usamos papeleras metálicas como percusión, pero secadores no. Igual fue en «Cinco tiernos minutos», la canción que hicimos para el disco del Villa de Madrid, que ahí utilizamos juguetes y de todo. Es una locura de cinco minutos prácticamente improvisados porque no queríamos quemar canciones de nuestro repertorio. Preferíamos sacarlas nosotros, no que aparecieran en un recopilatorio con Tritón y heavies de estos. El tema no está mal, es parecido a lo que luego hicimos en nuestro LP con algunas canciones, pero mejor, aunque hay que admitir que aquella canción no era una canción [risas].

Ese Villa de Madrid que fue tongo a vuestro favor.

Fue un concierto desastroso, de los peores que dimos nunca. Lo recuerdo como atroz. Fatal. Los Nikis quedaron segundos y La UVI en el tercer puesto y sí, realmente fue un tongo. No es que sobornáramos a los miembros del jurado, pero no fue justo. De heavies ganaron Tritón con su hit «A tope de amor y lujo» [risas].

Otras canciones vuestras, «Dios salve al lehendakari».

Una traslación del «God save the Queen», de Sex Pistols, a la situación vasca.

De «Europa» me gusta esta parte: «Norteamérica es el ideal, si es que eres subnormal, Rusia no sé cómo será, no me puedo enterar».

Esta la hicieron a medias entre Iñaki Glutamato y Poch, aunque no sé qué parte corresponde a cada cual. Cuando luego hicimos el disco de homenaje a Poch la regrabamos y quedó bastante curiosa. Cambiamos Rusia por China porque ya había pasado la perestroika. Pero si miras esa letra con un poco de atención es un poco antiinmigración. Hay una parte, que fue omitida en las grabaciones, que dice «Europa, dorada como una copa del más precioso cristal, manchada de tanto usar». Iñaki nunca fue nazi ni facha, pero de repente se iba al Valle de los Caídos a una concentración falangista y luego llevaba el bigotillo y tal…

Algo ultra sí que sería…

Iba bastante pasado de rosca. Entre eso y la versión que hicieron del himno del Atleti, Glutamato tenían una reputación de fachas injustificada, porque eran más jipiosos comedores de tripis que neonazis.

«Branquias bajo el agua» fue vuestro primer hit. ¿Cómo surgió?

Hay algo de lo que me he dado cuenta ahora escuchando reggae, que llevo bastante tiempo metido en el género, y es que la precariedad de medios y la premura son un incentivo. Incluso cuando se trabajaba en cadena, como en Motown. Los estudios de reggae, a otro nivel, también eran como factorías. Allí no había tiempo para divagar, se tomaban todas las decisiones en el momento, y creo que la precariedad de medios combinada con la urgencia multiplican la creatividad. Así surgen cosas de repente que se meten en las canciones y pueden ser mucho más fructíferas que alquilar un estudio y pasarse ahí tres meses, como cuando la gente se iba al Ibiza Sound. Así pierdes la perspectiva y terminas por no saber si lo que haces está bien o está mal. Nuestro EP con «Branquias bajo el agua», «Dios salve al lehendakari» y «Vírgenes sangrantes en el matadero» se grabó y mezcló en quince horas y me encanta. Si sale bien, sale bien. Depende un poco de cómo tengas el día, de lo que hayas comido…

¿Y las letras, de dónde salían?

Se suele decir que son surrealistas, pero es mentira. Eran chistes privados o cosas que le habían pasado a Poch, pero como no se entiende nada le ponen la etiqueta de «surrealista».

Alejo Alberdi para JD 3

¿Qué pasó entonces para que escribiera «A flúor», otra de vuestras mejores canciones?

Poch tenía un buen puñado de obsesiones. Le podía dar por los jureles, las pinzas, los martillos de feria que hacen ruido al golpear… Aquí, de repente, le dio por la pasta de dientes e hizo una canción. Tenía muchos tipos de letras, unas casi telegráficas como esta, que son dos frases, dice: «A flúor es la sensación que tienes después de comer». Como un eslogan publicitario. Y luego «nanananana» y ya. Otro tipo podían ser puros ripios: «El lehendakari no es un rastafari, es un txistulari». Y finalmente otras que no rimaban ni en asonante.

Poch era muy variado a la hora de hacer letras. La de «Branquias bajo el agua» es muy peculiar. Podría tener relación con el origen de la vida, con las cianobacterias que transformaron una atmósfera irrespirable mediante la fotosíntesis y así prepararon el planeta para la vida. Es una conexión bonita, aunque seguramente no sea cierta [risas]. En cualquier caso, meter la palabra «cianofíceas» en una canción pop tiene su mérito.

Tocasteis en el Festival de Benidorm.

Fue una locura que les dio a los del festival, que no sabían por dónde tirar y pasaron de hacerlo melódico y competitivo a montar un concierto con grupos, sin ganadores ni votaciones. Fue una experiencia divertida. Era un escenario fallero con todos los colores del arco iris. Después de actuar, acabamos en una discoteca donde se celebraba un concurso de misses, con el que luego fuera magnate de RCA, el señor Cámara, que por entonces todavía aceptaba que le llamaras sin el «señor» por delante. Tengo un recuerdo borroso de todo aquello. Es la única vez que he estado en Benidorm.

Sales en una foto de una actuación con el sintetizador Korg y unas gafas con luces como las de Chimo Bayo unos años después.

Eran unas gafas que se anunciaban en páginas llenas de productos pop, como gafas de rayos X para ver a la vecina en bolas, los Space Monkeys, etc. y esto debía de ser lo único útil de todo el catálogo. Me las prestaron para cambiar los presets del ordenador cuando apagaban las luces entre canción y canción y el efecto era alucinante. En realidad eran unas gafas para leer por la noche sin molestar a la parienta, así que no llevaban cristales. Aparte del efecto visual que pudiera tener alguien con unas gafas de las que salían chorritos de luz en un escenario apagado, eran utilísimas y valían más de lo que costaban. Lo que pasa es que se las tuve que devolver a su dueño ese mismo día y nunca las volví a ver. Tendría que haberme comprado unas, porque eran la bomba.

Cuando tocabais con Nacha Pop, ¿cómo reaccionaba la gente al tener enfrente dos grupos tan diferentes?

Hicimos muchos bolos juntos, pero no sé qué pensaría el público. Tocamos Nacha Pop, Dinarama y nosotros en fiestas de Calatayud y fue tremendo. Cuando salió Alaska, no sé si con algún pregrabado o con caja de ritmos, el público se sublevó al creer que era playback y hubo que llamar a la Guardia Civil. Salieron de la plaza de toros con protección y casi los linchan. Otras veces, después del concierto empezaba la verbena y en Castuera, un pueblo de Badajoz, los que nos llevaban el sonido tuvieron que esperar seis horas hasta que acabó la orquesta para desmontar. Y no podían hacer nada, porque la gente se cabreaba… No para tirarte al pilón, pero había una tensión brutal.

Una vez, a Nacha Pop, por un error de la oficina de contratación, les tocó actuar un mismo día en San Sebastián y en Zaragoza. Tuvieron que ir a probar a San Sebastián, de allí a Zaragoza, a tocar a San Sebastián y de nuevo a Zaragoza. No sé cómo lo hicieron pero fue algo de locos. Fue precisamente viajando para ese concierto cuando se mató Eduardo Benavente. Nosotros en un año fuimos los segundos de nuestra oficina de management que más conciertos dimos después de Alaska. Todo ello sin apenas repertorio ni discos en el mercado.

Entre el 84 y el 85 todo lo que se llamó movida tocó techo.

Hay un momento determinante que es cuando Rafael Revert, al frente de la Cadena Ser, se decide a apoyar a estos grupos en Los 40 y demás. Hasta entonces estaban confinados a Radio 3, los programas de emisoras locales y así. También, a la hora de explicar la relevancia de la movida hay que tener en cuenta la importancia de la televisión. Había una gran cantidad de programas musicales, como Caja de Ritmos o Musical Exprés. El director de este último, Ángel Casas, era muy refractario a las nuevas corrientes musicales, pero dedicó mucho tiempo en su programa a estos grupos y dejó cantidad de material grabado. A Poch lo entrevistó e hicimos una actuación en directo.

Aunque solo hubiera dos cadenas de televisión, la oferta de programas musicales era abrumadora. Esto ha contribuido mucho a la perpetuación de esa escena a través de YouTube. Cuando Miguel Ríos quiso hacer Qué noche de la de aquel año tuvo que pedir imágenes de archivo de los grupos españoles de los sesenta y setenta a la televisión alemana porque en España se regrababan las cintas. Se perdieron cantidades ingentes de material de archivo. Esto cambió radicalmente en los ochenta. Se grabaron muchísimos clips y actuaciones, como los vídeos de La bola de cristal, y ahora esa generación de músicos es predominante en YouTube por todo el material que les grabaron en la tele.

El declive lo marca el momento en el que aparece la «cultura del éxito».

Nosotros estábamos en GASA (Grabaciones Accidentales), un proyecto de Paco Trinidad, Carlos Entrena y Lars Mertanen, ambos de Décima Víctima, y la gente de Esclarecidos, otros dos grupos a reivindicar. A Esclarecidos no se les suele tener en cuenta y también se salían de todos los esquemas. Eran inclasificables y no hay forma de encajarlos en un estilo. GASA fue una compañía muy especial. También sacó a El Último Sueño. Editaron todo el catálogo de Discos del Crepúsculo. Tenía el espíritu del sello Nuevos Medios, buscar cosas especiales. Por eso sacaron nuestro LP, para el que hicieron un esfuerzo económico brutal, aunque eran cifras que comparadas con lo que ha habido después en España eran ridículas. Aun así, les costó bastante recuperar lo que pusieron para nuestro disco, que no estuvo a la altura de las expectativas. De las mías no, desde luego. Siempre he abominado de nuestro álbum. No es que quiera excusarme, pero cambiamos de estudio, no tuvimos al ingeniero de sonido que queríamos y para que saliera más barato reservamos horas nocturnas. Llegábamos a las nueve y estaban grabando Jeannette, Massiel, Lauren Postigo… y cuando nosotros entrábamos ellos salían.

El auge de GASA empezó cuando DRO (Discos Radioactivos Organizados), que era otra compañía independiente con más repercusión, recibió las maquetas de Duncan Dhu y La Dama se Esconde. No les hicieron gracia los grupos y se los pasaron a GASA, que apostó fuerte por ellos y tuvieron un éxito sin precedentes. Para un sello que se centraba en lo selecto, este crecimiento repentino era un problema, porque se vieron obligados a ampliar personal teniendo solo un grupo estrella. Los sueldos se comían los beneficios, luego vinieron los problemas y tuvieron que fusionarse las tres compañías: Twins, GASA y DRO. Las tres habían surgido con espíritu independiente y con el tiempo se vieron en otra historia por el éxito que tuvieron. Ese era otro terreno y al final fue Warner la que absorbió a las tres. Estuve trabajando en DRO en el 95, y me encargué de un recopilatorio de Los Nikis, otro de Los Enemigos y llevé la promo de Arco iris de lágrimas, de Corcobado, y todavía se conservaba parte del ánimo inicial, pero aquello era ya una estructura de multinacional. Cuando me dieron la patada, a los cinco meses, me alegré muchísimo.

Alejo Alberdi para JD 4

¿Subterfuge se lo montó mejor en los noventa?

También les pasó algo parecido. De repente pegaron el petardazo con Dover y ocurre lo de siempre, tienes que contratar a más gente, pero solo tienes un grupo que funciona a tope, así que tuvieron que pedir un balón de oxígeno a Prisa, cuando quiso meterse en el negocio de la música a golpe de talonario. Cuando la industria se empezaba a hundir, los de Prisa empezaron a comprar el Festimad, la distribuidora de Subterfuge, Manzana… y luego llegó la debacle. Fue uno de los movimientos empresariales más absurdos que he visto en mi vida.

Entonces, los sellos independientes de los ochenta mueren de éxito.

Menos Nuevos Medios, que tenían una política de mantenerse independientes. Si un grupo suyo crecía, se lo pasaban a una multinacional y sacaban beneficios por el aumento de ventas de los discos que habían grabado con ellos. Rentabilizaban el fondo del catálogo sin contratar a más gente y sin poner en peligro la estructura de la compañía. GASA podía haber hecho eso, pero optó por crecer y de ahí le vinieron los problemas. DRO empezó como una compañía en la que el jefe cobraba como el que etiquetaba los discos, pero luego se transformó, había que meter pelas y Servando Carballar salió de allí con un buen puñado de millones, mientras que los curritos que no habían invertido siguieron de curritos.

Por la etiqueta de grupo surrealista que teníais, a vosotros siempre os preguntaban por las drogas en las entrevistas y sin embargo a Nacha Pop, como dice Carlos Rego en el libro, nadie les preguntaba por la heroína.

Pero en aquella época no sabía que Antonio consumía heroína. Por ejemplo, de Sabino Méndez, de Loquillo y Trogloditas, sí. Una vez estuvo en mi casa y, muy educadamente, me dijo: «¿Puedo ir al baño a hacerme un chute?». Aunque Sabino era un yonqui atipiquísimo. Tuvo una actitud muy lúcida sobre su adicción, sin ninguno de los topicazos ni las exenciones de responsabilidad que se suelen dar en estos casos. Eso de echar la culpa a la droga, etc. Pero de Antonio no se empezó a saber nada hasta que era algo evidente por su deterioro físico, ya en los noventa.

¿Cómo percibiste tú la epidemia de heroinómanos en los ochenta?

Todavía está pendiente una evaluación crítica de lo que pasó con la heroína en España y me parece increíble que se repitan una y otra vez las mismas idioteces. Aquí llegó un poco más tarde que a Alemania e Italia y sobre la misma época que entró en Irlanda e Inglaterra. Ni País Vasco, ni Galicia ni pollas, llegó a toda Europa. No hubo nada excepcional con la heroína en España, salvo que el Gobierno de entonces, aparte de crear el Plan Nacional sobre Drogas tarde y mal, en el 85 y 86, cuando ya estaba todo despendolado, no aplicó medidas de reducción de daños que sí se implantaron en Inglaterra en 1986. Como resultado de esta torpeza sufrimos una infección masiva por la conjunción de heroína inyectada y VIH que provocó una catástrofe sanitaria con decenas de miles de muertes e infecciones evitables. En 1995 teníamos cincuenta y una veces más casos de infección intravenosa por VIH que Inglaterra, un 5100% más. Margaret Thatcher había hecho caso a sus asesores y aplicó a tiempo medidas de reducción de daños, como programas de metadona, de intercambio de jeringuillas, reparto de condones, etc., y eso evitó los contagios allí. Esta es la verdadera tragedia de la heroína en España.

Es absurdo que se mantenga el mito de que la heroína fue la droga «de toda una generación» en España. Se diría que íbamos todos con chutas clavadas en la cabeza, como en la foto aquella de Ceesepe. De una generación que sería de ocho millones de personas o más, ciento cincuenta mil adictos no suponen un enganche masivo. Es cierto que fue muy visible, pero se afrontó desde el principio con una alarma que precedió a la incidencia real del consumo. Hubo un pánico a finales de los setenta que sirvió para publicitar la heroína mucho antes de que circulase significativamente por las calles.

Y los que vivimos en aquella época siempre tuvimos la opción. Muchos, la mayoría, nos abstuvimos. Otros probaron y no pasaron de ahí. Los menos siguieron con un uso más asiduo que en algunos casos pasaría a ser diario. El uso de heroína, como ha recordado Juan Carlos Usó en Nos matan con heroína, es siempre voluntario. Lo que no puede ser es que la gente tome decisiones y luego le eche la culpa a una sustancia inerte. Hay una cadena de decisiones previa. Lo del enganche instantáneo es un mito. Mucha gente prueba la heroína y no le gusta. En el libro de Rafa Cervera se menciona que Alaska y Nacho Canut la probaron, probablemente esnifada, que era como se solía empezar, nadie solía probar a ver qué tal haciéndose un buco, y como no les hizo gracia, pasaron del tema. En mi caso, había leído ya con diecisiete años Yonqui de Burroughs y me dije: «Joder, esto no mola nada». Luego, por lo visto, había otros que usaban ese libro como manual de uso y disfrute. A la gente, a estas edades, le atrae la transgresión. El rollo luciferino, que diría Escohotado. Pero cuando yo leí Yonqui me dije que, si tuviera dos vidas, igual dedicaba una a la heroína, pero lo que contaba este señor no era nada apetecible, sino más bien disuasorio.

No hay más que topicazos sobre este asunto. Javier Cercas, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo… todo el mundo está empeñado en propagar una visión mítica de lo que fue la crisis de la heroína en España. La imagen del que se mete un chute e inicia un camino al infierno es un cliché. Hay que leer El siglo de la heroína, de Tom Carnwath e Ian Smith, uno de los mejores libros que hay sobre la cuestión, o Heroína, de Eduardo Hidalgo, un tochazo fundamental.

En realidad, hay mayor oferta de drogas ahora. Nosotros teníamos la mescalina, que era MDA con cafeína, los tripis y luego llegó la coca. Antes, anfetas de farmacia y ya. Pero da igual, seguirá dominando la versión de los idiotas de siempre con sus historietas y su relato mítico.

Una frase vuestra en Rock Espezial: «Tocar limpios es una guarrada».

Algunas drogas pueden hacer que toques mejor. Nosotros rara vez dejábamos de tomar algo. Hicimos varios conciertos de mescalina, pero con dosis medias o tercios. Cantidades homeopáticas. O cuartos de tripi, que es una dosis con efectos estimulantes que no entorpecen la interacción social, nada de ver dragones ni leches, y ese ha sido siempre el uso mayoritario de los tripis en España, para aguantar más bebiendo y no quedarte sobado en una esquina. La gente que se pega un viaje de LSD en toda regla es muy poca. Y la coca, una de las pocas veces que la he tomado para tocar fue en Rock-Ola y estuve a disgusto durante todo el concierto, y lo mismo el resto del grupo. En el camerino hablamos luego de lo mal que habíamos tocado, pero al día siguiente en El País aparecieron unas loas de José Manuel Costa comparándonos con los grupos de rock alemán, que habíamos estado muy cerebrales, muy concentrados… [risas]. Nuestro mánager nos echó la bronca porque pensaba que íbamos puestos de heroína.

Alejo Alberdi para JD 5

La cocaína sí que cambió el negocio musical al menos.

Se empezó a ver en hacia el 83. Hubo una etapa de desfase absoluto. En La Vía Láctea por ejemplo la gente se hacía las rayas en las mesas, nada de irse al WC. Y bueno, la coca lleva a tomar decisiones de cocaína. Santi Cano, nuestro mánager, le cogió una gran afición al tema y al final terminó perdiendo la oficina de management y se la quedó su socio, Pito Cubillas, que era un mánager excepcional. Pito entró en el negocio como fan de Alaska y es que no fichaba a los grupos porque pudieran funcionar, que también, sino porque sentía devoción por ellos. Pasó de tener en nómina a Héroes del Silencio, Alaska, Gabinete Caligari, Loquillo, Nacha Pop y no sé cuántos más a perderlo todo. Intentó desengancharse en casa de Escohotado, que le obligaba a cortar leña desde primera hora de la mañana, y se recuperó. Luego llevó a Bebe, volvió a ser el de siempre, Bebe le largó y vuelta a empezar. Aparte, llegó a tener la discoteca Morocco de Madrid y una sucursal en Buenos Aires. En fin, una historia que daría para una película, con esa ascensión y esa caída brutales.

En lo que a nosotros respecta, el que iba a ser nuestro segundo disco y que finalmente salió como debut en solitario de Poch fue una decisión de cocaína. Montaron un contubernio nuestro mánager y un, llamémosle, productor, Peter McNamee, un tío que en Londres limpiaría los váteres de algún estudio y vino aquí con ínfulas de productor. Con nosotros querían hacer lo mismo que se hacía en España en los años sesenta. Como es sabido, Los Bravos no grabaron «Black is black», sino que lo hicieron músicos profesionales, añadieron la voz de Mike Kennedy y lanzaron la canción mundialmente. Esto era algo generalizado y en el 85 volvió, por ejemplo, con Hombres G, Duncan Dhu y muchos más grupos. El plan consistía en sacar un disco de Derribos Arias que sonase de puta madre, pero sin nosotros tocando. La idea era venderlo después por un pastón a un sello gordo y el beneficio se repartiría entre tres: Poch, McNamee y Santi Cano. Todo lo que dice este último al respecto en el libro de Carlos Rego es basura.

Un día, Juan y yo fuimos al estudio por sorpresa y nos los encontramos grabando, con las secretarias de la oficina de management haciendo coros. Nos intentaron convencer durante horas de que nos íbamos a forrar, pero nos mantuvimos firmes. Al final, Poch tuvo la decencia de aceptar que saliera como un disco suyo en solitario, a pesar de que no habría tenido ningún problema para publicarlo bajo el nombre de Derribos Arias, que ni siquiera estaba registrado. Pero cuando empezaron a ofrecerlo a las multis no lo quiso ni dios. Tras meses intentando colocarlo, lo sacó Epic, una subsidiaria de CBS, de puro milagro.

A finales de los ochenta y en los noventa muchos grupos españoles empezaron a cantar en inglés. Se dice que como reacción para diferenciarse de vuestra generación.

Los ciclos son inevitables. Una historia agota su ciclo y entonces viene otro. En Madrid llegó el sonido Malasaña, con Sex Museum y todos estos, que se pusieron a cantar en inglés. Era una reacción clarísima contra lo que se dio en llamar movida y lo que predominó desde el 86, tipo Hombres G, Duncan Dhu, Dinamita pa’ los Pollos, Un Pingüino en mi Ascensor, que ya había una especie de abismo entre estos y Radio Futura, Loquillo o Gabinete. Yo estuve pinchando en La Vía Láctea, en La Vaca Austera, en el Templo del Gato y yo qué sé, vi conciertos fantásticos en el Agapo, unas cosas me gustaban más y otras menos, pero en general me parecía un poco estrecho el espectro sonoro. Diría que los primeros en retomar el inglés y en volver a las raíces rockeras, o rockistas, fueron los Fallen Idols, de Valladolid. También eran los mejores con mucha diferencia, pero no duraron.

Estos grupos sonarían muy bien, pero dejaron de comunicarse con su público.

A mí los grupos que más me gustan de los noventa seguían siendo los que cantaban en castellano. Patrullero Mancuso, Aventuras de Kirlian, Le Mans, La Buena Vida… Creo que el inglés puede estar bien si piensas dar el salto fuera, pero lo que hubo aquí fue un inglés guachi-guachi que no entendían ni los propios grupos que lo utilizaban. Cuando trabajé en Triquinoise/Roto Records, acompañé a Amphetamine Discharge, que cantaban en inglés, a grabar su segundo disco a Nueva York y nos encontramos con que ninguno hablaba inglés, solo lo chapurreaba un poco Aurora, la cantante.

Uno de los motivos por los que se recuerdan tanto las canciones de los ochenta es porque se pueden cantar, te puedes remitir a algo. Al final la gente quiere tararear palabras y frases, no guachi-guachi. Igual los grupos de los ochenta han eclipsado otros movimientos, pero los que cantaban en inglés en realidad se estaban automarginando. Ya no te digo nada si es en una lengua inventada, como Penélope Trip, que era pura fonética, no tenían textos, solo melodías vocales. Y no lo hacían nada mal. También los progresivos Magma de los setenta se inventaron un idioma, el kobaïa.

¿Cómo fue la decadencia de Poch por su enfermedad y el final del grupo?

Después de que el mánager hiciera de cuña para romper el grupo, la cuestión personal se fue deteriorando progresivamente. Un día, estábamos nominados para los Premios Ícaro que daba Diario 16, y me preguntó Yeyé, la novia de Iñaki Glutamato, que por qué me habían echado del grupo. Era la primera noticia para mí e inmediatamente me encaré con Poch, con quien había acudido a la fiesta, y me dijo que así era [risas]. Entre las muchas virtudes de Poch no se encontraba la valentía. Cuando tuvimos que echar a Paul, nuestro batería, pasó totalmente de decírselo, tuvimos que encargarnos Juan y yo. Me dolió muchísimo cuando me tocó a mí el hacha del verdugo, especialmente al enterarme por un tercero. Pero también asumo mi responsabilidad en la deriva que tomó el grupo.

A Poch la enfermedad a partir del 84, si no se manifestaba en toda su crudeza, sí le había obligado a ir dejando de tocar la guitarra progresivamente y esto era esencial en el grupo, porque yo era guitarra rítmica. Hubo un intento de volver, me readmitió Poch y contábamos con Ñete a la batería, que ya no estaba con Nacha Pop. Entonces sonábamos como una Panzer Division, pero pasó lo que tenía que pasar, que ya no era nuestro momento. En la oficina no querían saber nada de nosotros. Tenían peces mayores para freír, que dirían los yanquis. Gabinete estaba en pleno apogeo. Nosotros fuimos a Ibiza a tocar con La Frontera, pero, ya sin posibilidad de grabar, aquello hizo puf.

Luego, cuando Poch se encontraba mal, fui muy cobarde y, a diferencia de otros amigos, llegó un momento en que dejé de verle. No sé cuándo sería la última vez que lo vi. Probablemente a mediados de los noventa, en un bar de la Parte Vieja de San Sebastián donde solían llevarlo y luego le iban a recoger. Cuando estaba recluido nunca reuní el valor suficiente para visitarle. Dicho esto, creo que Poch, pese a su carga o maldición genética, le sacó mucho jugo a la vida, dejó huella y un gran recuerdo entre todos los que le conocimos. A él le debo todo lo que ha sido mi vida. Todo, porque gracias a él me metí en esta vorágine y gracias a eso he conocido a gente extraordinaria y con muchísimo talento. No puedo decir nada malo de él.

¿Qué te parecen los análisis y revisiones que se están haciendo ahora de la cultura popular de los años ochenta o la movida?

Hay cierta tendencia a la frase lapidaria y a dejar a un lado los matices. Las visiones conspiranoicas ya salían en canciones de entonces, como «El neón de color rosa», de Miguel Ríos, o «NuBabe», de Ramoncín, que advertían de la despolitización a la que supuestamente llevaban los nuevos grupos. Y qué quieres que te diga, la película El desencanto es de 1976, y su título se incorporó al idioma para describir algo muy concreto. Tras un periodo de politización abrumador empieza a fraguarse la desafección. Ahora todo el mundo se ha olvidado de los pasotas, del «paso de todo tío, déjame con mi rollo», que fue un fenómeno sociológico de gran importancia. Parece que los grupos de los ochenta llegamos para desmovilizar a las masas controlados por el PSOE. No hay nada más idiota ni más lerdo que tirar esas caricaturas.

Se olvidan de que antes de Almodóvar y McNanamara y Alaska también existía una escena en los setenta, en el Ateneo de la Prospe, por ejemplo, una especie de magma con gente que prefería a Bowie o a Roxy Music en vez de a los grupos de melenudos. También me hace gracia que se reivindique como mantenedores del compromiso político a los grupos de rock radical vasco, cuando estaban alineados con los del coche bomba o Hipercor. Me pueden caer muy bien individualmente algunos de ellos, pero vamos, entre la frivolidad de Pegamoides con «me paso el día bailando» al «Explota cerdo» de Soziedad Alkóholika, me quedo con Pegamoides.

Aparte de que, musicalmente, el rock radical vasco me parece insignificante. Me pueden gustar cosas sueltas, pero escucho La Polla Récords y me descojono. Sus discos suenan tan mal y sus letras son tan gilipollas como las peores de la movida. Además, aquello tuvo éxito cuando HB descubrió el capital político del rock e inició la campaña de «Martxa eta borroka». ¿Y éramos tan viciosos los de la movida? No menos que algunos grupos del rock radical vasco, con todos sus miembros muertos prematuramente o formados a partir de conocerse en centros de desintoxicación. Los frívolos de Madrid éramos unos viciosos y ellos, víctimas de un complot policial para que consumieran heroína. Venga, no me jodas.

Lo que prevalece ahora es una evaluación caricaturesca de la época. Se pasa de una exaltación idiota de los ochenta a una vituperación igual de idiota. Echo en falta visiones que abarquen todo, que sepan distinguir etapas, salvar lo salvable y lamentar lo lamentable. Si de algo no estoy a favor es de las duchas escocesas, de que todo era maravilloso o todo era una mierda.

Alejo Alberdi para JD 6

¿Podrías sintetizar todo lo que has publicado en tu columna de opinión en la revista Cáñamo todos estos años?

En «Placeres Disculpables», una sección que llevaba a medias con el magnífico ilustrador Ata Lassalle, me he ocupado de muchos temas, desde leyendas urbanas hasta pánicos morales, pasando por la crítica que merece el tinglado prohibicionista. Nunca hubo un problema real con las llamadas «drogas». A principios del siglo XX, unos empresarios morales decidieron que el uso recreativo de drogas era alarmante. Uno era el obispo de Manila, escandalizado por que hubiera estancos de opio en Filipinas, de herencia española. Otro era Hamilton Wright, un médico que acabó alcoholizado. En aquel entonces solo iban a por el opio, la coca y sus respectivos derivados. Ni siquiera estaba el cannabis, que se añadiría mucho después. El proceso iniciado por esta pareja desembocó en que en Estados Unidos, entre los años 1914 y 1961, se aplicó en solitario y con dureza draconiana esta cruzada antidroga, que daría paso a una segunda fase de internacionalización, cuando Kennedy da luz verde a Anslinger para que este monte la Convención Única de Estupefacientes. Es entonces cuando empieza de verdad la prohibición tal y como la conocemos.

En contra de lo que se cree, la vigencia de la prohibición es muy reciente. La primera convención mundial realmente seria fue la de 1961, luego Nixon, en el 71, le dio otro impulso y en 1988 se amplió aún más el catálogo de sustancias prohibidas. Lo único que lograron fue crear un monstruo que se limita a autoperpetuarse, como cualquier burocracia, y que no solo no ha conseguido ninguno de sus objetivos, que pasaban por limitar el uso de estas sustancias a la medicina y a la investigación científica y por erradicar los demás usos, sino que han provocado una explosión mundial del consumo de drogas e infinidad de problemas gravísimos que no existían antes de la creación de este tinglado.

El «problema» judío en Alemania no existió hasta la llegada de un partido que afirmaba que lo había y decidió aplicar la solución final en la conferencia de Wansee. En este asunto se aplica un criterio moral disfrazado de criterio médico-científico. Aquí tampoco había un problema, sino que se lo inventaron a partir de un pánico moral caracterizado por el racismo, el puritanismo y el fanatismo.

Y es que estas cruzadas siempre han estado dirigidas a las drogas que consumen las minorías, por lo general, raciales o sociales. Se dio con la ley seca de los años veinte, que iba dirigida en gran medida contra italianos, irlandeses y alemanes, el grueso de los inmigrantes europeos de aquella época en Estados Unidos. Ya que no puedes perseguirles directamente, les quitas sus drogas. Pero los alemanes y los italianos bebían cerveza o vino para comer y en familia, algo muy distinto a entrar en un saloon y beber whisky hasta el coma etílico. Son muchas las lecciones que se pueden extraer de la prohibición del alcohol. Lo que pasa es que aquello, después de mantenerlo más allá de lo razonable una panda de puritanos fanáticos rayanos en el delirio, se acabó porque hubo un clamor en contra, era una droga con muchos consumidores. Fue más fácil mundializar la cuestión con otras drogas, porque eran de uso más minoritario.

Ahora hay que luchar contra lo que ha generado esta locura, que son los especialistas, todos los que se benefician de la prohibición, aparte de los traficantes, que son los que Escohotado denomina como «drogabusólogos», por la expresión «drogas de abuso», que se usa entre algunos científicos y que no quiere decir nada, es una palabra comodín. Porque si estas son drogas «de abuso», ¿cuáles serían las de «no-abuso»? Parece que son las que te receta el médico. Entonces esto no depende de la farmacología de las diversas sustancias sino de quién las receta, algo que está más cerca de la religión que de la ciencia. Como el sexo para la Iglesia, que pasa de ser ilegítimo a ser legítimo cuando lo bendice uno de sus sacerdotes.

Un factor muy importante para entender esto es el de la guerra fría, porque las drogas se han venido usando para financiar todo tipo de operaciones desde el principio. Estados Unidos, cuando lo aplicó en Vietnam, lo tomó de los franceses. Hay una asociación estrechísima entre geopolítica, drogas, armas y guerra fría, que se obvia sistemáticamente. En realidad, el sistema internacional de control de estupefacientes es una herramienta más del imperio estadounidense, muy útil para mantener su hegemonía, y que se ha usado en incontables ocasiones: Afganistán, Vietnam, Colombia… Pero los medios de comunicación se han apuntado a este bombardeo sin pensárselo mucho. Dejan de lado lo sustancial y se centran en el alarmismo y en el pánico moral.

¿Crees que la mejor prevención contra los problemas que puede causar el uso o abuso de drogas es la información?

No. La primera solución es que no haya un solo médico en el planeta Tierra que prefiera que circulen drogas adulteradas con productos más tóxicos que las propias drogas o que la pureza varíe en una relación de uno a veinte o más. Hay que presentar esa actitud como cómplice del envenenamiento, el fraude y las muertes colaterales, como los ciento y pico mil muertos en la guerra de México. Si desde la perspectiva de la salud pública pueden defender eso, solo se puede explicar por la locura de masas y el adoctrinamiento, porque ningún médico recetaría un fármaco con esos efectos secundarios.

Por otra parte, el placer físico no pertenece al ámbito de la medicina… El sexo sí pero el placer no, entonces, ¿a cuál pertenece?, ¿al de la filosofía? Dicen que primero te dan euforia y placer pero durante muy poco tiempo, luego te enganchas y sigues drogándote para evitar la abstinencia. Esto es falso. Yo llevo desde los diecisiete años, treinta y ocho, consumiendo todo tipo de drogas y siguen produciéndome placer, euforia y estimulación, lo que busco en cada una de ellas. Y, como yo, la mayoría de la gente, porque a pesar de todos los obstáculos, la inmensa mayoría de los consumidores hacen un uso sensato de las drogas.

Un grave impedimento para el cambio de rumbo está en los grupos de comunicación, que firman convenios de colaboración con la FAD o con el Plan Nacional sobre Drogas para seguir manteniendo este pánico artificial a los estupefacientes y su único compromiso debería ser con su audiencia, a quienes están obligados a informar sobre los muchos aspectos de la cuestión, no solo los policiales o las alarmas artificiales abordadas desde un prisma siempre amarillista.

Nada más crearse la DEA, la oficina antidroga estadounidense, Milton Friedman ya publicó un artículo en Newsweek advirtiendo de los efectos que iba a producir el recrudecimiento de la prohibición impulsado por Nixon. El tiempo le dio la razón, e incluso se quedó corto. Encima, la Junta Internacional de Estupefacientes está formada por trece individuos que toman decisiones que afectan a millones de personas; es una de las oficinas más opacas de la ONU, no rinde cuentas a nadie, no publica sus actas, no se sabe cuánto gastan ni cuánto personal tienen. Van por libre y pretenden aplicar una camisa de fuerza a todos los países del mundo, cuando cada uno de ellos debería decidir soberanamente. Porque, por ejemplo, Arabia Saudí persigue la venta de alcohol, pero los saudíes no exigen a Francia ni a España que eliminen todos sus viñedos.

¿Habría que reunir a todos los países y esperar que Sudán o Rusia den su brazo a torcer? Si Putin decide seguir exterminando a los adictos con unas políticas antidroga que son asesinas, tendrán que protestar los propios rusos. Si mañana cualquier país decide colocar máquinas expendedoras de cocaína en los bares, será cosa de ese país. Hasta ahora solo han conseguido hinchar exponencialmente las cifras de presos por drogas y nada más.

Alejo Alberdi para JD 7

Fotografía: Lupe de la Vallina

La entrada Alejo Alberdi: «Estoy harto de la expresión “movida madrileña”; la explosión fue en todas partes» aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Gavril Balint: «Tardé años en ser consciente de que le ganamos al Barça la Copa de Europa»

$
0
0

Gavril Balint para JD 0

El 7 de mayo se cumplen treinta años de la noche más triste en la historia del FC Barcelona. La derrota en Sevilla en la final de la Copa de Europa contra el Steaua de Bucarest. El equipo rumano parecía una perita en dulce, pero a finales de los ochenta los equipos soviéticos y balcánicos alcanzaron niveles estratosféricos. Aquella victoria es el acontecimiento deportivo más importante de la historia de Rumanía junto al 10 de la gimnasta Nadia Comaneci en Montreal y los cuartos de final del Mundial de Estados Unidos. Gavril Pelé Balint (Sângeorz-Băi, 1963) metió el cuarto y último penalti de su equipo aquella noche. El Barcelona los falló todos. Tras batir todos los récords posibles con el Steaua, Balint recaló en nuestra liga en el Real Burgos junto a su compañero en la delantera del Steaua, Marius Lacatus, que fue al Oviedo. En su relato se entrelazan el fútbol y la historia de tal manera que uno al final no sabe a qué rango pertenece cada vivencia. Nos cita frente al Palacio del Pueblo de Bucarest, el edificio administrativo más grande del mundo. Un delirio de los tiempos comunistas. Y viene a lomos de su Harley Davidson. Todo en orden.

Eres transilvano.

Nací en Sângeorz-Băi, en Bristita. Es Transilvania, efectivamente. De donde viene la leyenda de Drácula derivada del príncipe Vlad Tepes. Cuando fui a jugar a España y dije que había nacido en Transilvania inmediatamente me apodaron «el Vampiro» [risas], pero en realidad Vlad Tepes no tiene nada que ver con los vampiros. Desde que Bram Stoker escribió su libro, la novela ha causado más fascinación que la historia real. Vlad Tepes fue un jefe, un señor importante de Rumanía. En las guerras con los turcos era muy salvaje, les cortaba las cabezas y las dejaba clavadas en un palo. Por eso le pusieron el nombre de Drácula, que quiere decir «diabólico». Bram Stoker escuchó la leyenda, lo mezcló con los vampiros e hizo una especie de ensalada que funcionó muy bien. Ahora la gente va a visitar los castillos de Transilvania donde se supone que estuvo Vlad Tepes y, mira, se gana dinero.

Balint es un apellido de origen húngaro.

Mi padre era húngaro y mi madre alemana. Mi abuela paterna no quería que su hijo se casase con una alemana, solo aceptaba que fuese una húngara. Así eran los tiempos, pero al final se casó con quien quiso. Mi madre hablaba en alemán conmigo. Cuando fui a la guardería no entendía el rumano. Luego cuando lo aprendí, ella me hablaba en alemán y yo le contestaba en rumano. No quise volver a hablar en alemán. Mi padre directamente nunca me habló en húngaro, pasaba de enseñármelo.

Tu padre era futbolista también.

Mi padre jugaba en Cluj-Napoca, que es la segunda ciudad de Rumanía y capital de Transilvania. Un día le envió una carta su hermano gemelo —que también era futbolista y estaba en Sângeorz-Băi— y le dijo que se fuera para allá, que iban a crear un equipo de fútbol potente. Mi padre fue, encontró trabajo y se puso a jugar al fútbol con su hermano gemelo. Era muy divertido porque algunas veces mi padre salía el primer tiempo y su hermano el segundo, solo cambiaban la camiseta. Una vez, hubo una pelea al final del partido, el público invadió el campo y mi padre le tiró el balón al árbitro a la cara. Le metieron dos años de suspensión, pero siguió cambiándose con su hermano. Un partido lo jugaba él y el otro su hermano, se turnaban.

Tu padre te puso Pelé de segundo nombre.

Era fanático de Pelé. Años después le escribió una carta, pero no le contestó. ¡Cuántas cartas recibirá Pelé! Mi padre desde que empecé a andar me puso una pelota en el pie. Jugamos mucho juntos y luego fue mi primer entrenador en los juveniles del Sângeorz-Băi. Todo lo que he hecho ha sido por él. Recuerdo que en todo el pueblo solo había dos televisiones y una estaba en mi casa; era una tele rusa, y el Mundial del 66 en Inglaterra lo vimos con todos los vecinos y amigos de mi padre. Teníamos la antena puesta en lo alto de un árbol, frente a la casa. Los vecinos venían con sus sillas y las dejaban en el salón con su nombre para que nadie les quitara el sitio al día siguiente. Mi madre luego tenía que limpiar todas las cáscaras de pipas y frutos secos que dejaban. Yo solo tenía tres años, pero se me quedó grabado el ambiente que había por el fútbol. Me encantaba verles hacer apuestas.

¿Cómo llegaste a profesional?

Mis padres se habían ido a Alemania a ver a la familia y apareció por el pueblo el presidente del Gloria Bristita a ficharme para segunda división. Se encontró al hermano de mi padre, al gemelo, y le dijo: «Me quiero llevar a tu hijo al Bristita». Y el hermano de mi padre, que era un cachondo, respondió que sin problema, que firmaba, pero que tendría que llevarse algo a cambio. Así que le dieron un ternero. Cuando volvió mi padre de Alemania, su hermano le dio la noticia: «Tu hijo ha firmado por el Gloria Bristita, no te preocupes que ya he hecho yo todo el papeleo». Luego mi madre se dio cuenta de la jugada porque algo le habían dicho y empezó: «¿Dónde está el ternero, dónde está el ternero?». Era lo único que le interesaba [risas]. Más adelante fui a un torneo que se organizó en Rumanía para formar las categorías inferiores de la selección. Me cogieron y me tenía que internar en una escuela deportiva de Bucarest. No quería ir, pero mi padre me recomendó que lo hiciera. Con quince me planté en Bucarest y, tras una final de copa que jugué con el Gloria Bristita contra el Craiova, nosotros de segunda y ellos de primera, se interesaron por mí los equipos más importantes.

¿Por qué te decidiste por el Steaua de Bucarest?

Pues mira, porque un día iba por la calle, se paró a mi lado un camión del ejército lleno de soldados, me metieron dentro y me llevaron al campo del Steaua. Allí, en las oficinas, me encontré con mi padre, que le habían hecho venir desde quinientos kilómetros.

¿Así y ya?

No, el presidente del Steaua le preguntó a mi padre cuánto cobraba y le dijo que yo iba a llevarme tres veces más con las primas si fichaba por ellos. Nos quedamos un rato a solas para reflexionar y mi padre recomendó que aceptara la oferta. Le dije: «Si tú dices que firme, firmo», y así lo hice.

Gavril Balint para JD 1

En el 77 Cruyff jugó con el Barcelona en Bucarest y salió aplaudido por todo el estadio.

Lo recuerdo, pero yo no estaba presente. Era muy pequeño. Luego fui compañero de algunos de los jugadores del Steaua que estuvieron en ese partido y me dijeron que aquello era un equipazo y él, el mejor. Para mí Cruyff fue uno de los más grandes. Yo iba siempre con Holanda en las competiciones internacionales, aunque tengo que reconocer que en el Mundial de Argentina el que me encantó fue Kempes. Con esas piernas largas, ese pelo, los goles que metió al límite y cómo los celebraba.

¿Cómo era la vida en Rumanía antes de los ochenta?

La década de los setenta fue una época que estuvo bien. No había problemas muy graves. Luego, cuando Ceaucescu, que al principio había hecho cosas buenas, se puso a devolver toda la deuda externa la gente sufrió mucho. Recuerdo a mi madre yendo a comprar el único kilo de azúcar que le correspondía, uno para cada familia, o un litro de aceite, y había peleas. Cantidad de gente enfrente de la tienda, haciendo colas. Nunca llegaba. «Tiene usted que volver mañana». Así días y días. Luego, cuando firmé con el Steaua mi familia fue privilegiada, los futbolistas teníamos todo lo que queríamos. Además a Ceaucescu le gustaba el fútbol y era del Steaua.

¿Y cómo se convirtió el Steaua en el equipo campeón que fue?

Empezamos regular. Yo firmé en el 81 y la primera liga cayó en el 84. En esos años pasaron más de cien jugadores por el Steaua. Para el club era fácil traerlos, porque los captaba del servicio militar, que duraba un año y medio o por ahí. Mi caso fue diferente, yo me libré de la mili por ser jugador del Steaua, no al revés. Soy teniente mayor, pero nunca he tirado con la pistola. Solo con la de agua [risas]. Tuve que hacer ingeniería militar en la academia del ejército y con eso fue suficiente. Pero lo de poder traer a tanto jugador no servía para nada, era un caos. Se traían tíos que estaban tres meses y se les echaba. Entonces llegaron Ion Alecsandrescu de presidente y Emeric Jenei de entrenador y pusieron orden. Se empezó a elegir a los mejores para cada posición y poco a poco nos convertimos en una verdadera máquina. Si faltaba una rueda del engranaje, se sustituía por otra y todo seguía funcionando igual de bien.

En el 85 te influenció Van Basten.

Me gustaba mucho. Siempre quise hacer lo que él hacía en el campo. Le estudiaba, cómo se movía, cómo jugaba. De hecho, al principio empecé como centrocampista y, como me puse a atacar tanto, al final conseguí jugar en su posición, de delantero.

Del equipo que empezó a ganar ligas se dijo que su secreto era que mantenía dentro del campo la misma disciplina que fuera.

En el ejército había una disciplina férrea y nosotros la teníamos también. Vivíamos con verdadero miedo a meter la pata. Si cometías un error te metían al calabozo, a la prisión militar, dos o tres días. Me acuerdo de un compañero que se emborrachó una noche, le entró hambre, quiso ir al comedor del estadio, pero la puerta estaba cerrada, así que la rompió y se coló. Pues le pillaron y se fue directo a la cárcel unos días. También teníamos a la seguridad del ejército detrás de nosotros, siguiéndonos. Todo lo que hacíamos en la ciudad se sabía. Lo que habías tomado y dónde, todo se escribía e iba a un informe, que se archivaba. Lo sabíamos, pero eran los tiempos que eran. Eso sí, al final todo esto se reflejaba en el campo para bien. Lo que la gente no sabe por ahí es que Jenei nos daba mucha confianza. Decía: «Entráis en el campo y hacéis lo que sabéis, sois muy buenos, os da igual quién esté enfrente porque sois los mejores». Y no había más. Ni siquiera teníamos una táctica. Los entrenamientos eran todos muy fáciles, con juegos, siempre con balón. Tuvimos también mucha armonía en la plantilla, éramos muy amigos. Cada uno daría la vida por la de su compañero. Estábamos muy unidos. Así que no era solo disciplina.

Una frase de ese entrenador, de Jenei: «Moved la pelota, que ella no se cansa».

Sí, tenía muchas frases así y constantemente las repetía. «La pelota es de oro», decía también. Teníamos que imaginarnos que el balón era un tesoro y ni por lo más remoto nos lo podían quitar. Cosas de estas. Al final el secreto del Steaua fue que jugamos un fútbol moderno en aquellos tiempos. Teníamos mucha posesión, mucha velocidad de juego. Por eso mismo ganábamos, porque hacíamos un fútbol muy adelantado a su tiempo.

En la temporada 85-86 habíais ganado tres ligas consecutivas y en la Copa de Europa empezasteis a pasar de ronda, a pasar de ronda…

Éramos muy fuertes sobre todo en casa. Todos los que venían pasaban miedo. Era raro el partido en que a los cinco minutos no fuéramos ya ganando 1-0. En el camino hasta la final recuerdo meterle un gol al Vejle danés, que acabamos en casa 4-1. Al Budapest Honved también le metimos cuatro remontando el 1-0 de la ida. Y las semifinales fueron contra el Anderlecht, que fue lo mismo. 1-0 allí y 3-0 en Bucarest. Yo hice el segundo. Creo que ese fue el mejor partido de toda nuestra historia, tienes que verlo. Aunque si recuerdo todo esto tan bien es porque cada año aquí repiten los partidos y los goles por la tele [risas]. La verdad es que en nuestro estadio, en Ghencea, les pasábamos por encima. Siempre estaba lleno. Cualquier equipo que viniera a jugar contra nosotros en aquel periodo a este estadio no tenía ninguna chance.

Os plantasteis en la final en Sevilla contra el FC Barcelona.

Recuerdo que los primeros días antes de la final solo pensábamos en a quién nos llevaríamos de viaje con nosotros. Solo podíamos invitar a una persona. Unos se llevaban a la mujer, otros a la novia. Yo decidí invitar a mi padre. Quise devolverle todo lo que me había dado desde pequeño. Luego empezamos a pasar un poco de miedo. Al Barça le teníamos mucho respeto. A mí me daba pánico que pudieran ganarnos por 5-0 o algo así y tener que volver a Rumanía avergonzado. Lo único que nos dio un poco de ánimo fue que el Dinamo de Kiev le ganó al Atlético de Madrid de Luis Aragonés la final de la Recopa. Jenei nos dijo: «Si estos han podido, ¿por qué no vamos a poder nosotros?». Del Barça al fin y al cabo sabíamos poco. Jenei no quiso que les estudiáramos para que no nos obsesionáramos, que no tuviéramos miedo. Solo vimos algo de su semifinal. Recuerdo que eran muy técnicos. Carrasco era muy bueno. Schuster, un grande de Europa. Víctor otro jugador excelente. Anda que… después de la final me cambié la camiseta con él y años después la perdí. Es un problema que tengo con las camisetas que me han regalado. Cada vez que me llevo a una chica a casa le dejo una camiseta para que duerma, por la mañana se me olvida y al final se las llevan. ¡Ya no tengo ninguna! [Risas].

Ellos jugaban en casa.

Cuando llegamos a Sevilla solo veíamos a gente vestida de azulgrana. Nuestro entrenador nos dijo: «Tranquilos, solo tenéis que pensar que vienen a animaros a vosotros». Porque los colores de nuestra primera equipación son iguales, entonces cerrábamos los ojos y pensábamos que todos los culés que había por ahí eran los nuestros. No podíamos hacer más. Por cierto, el otro día mirando fotos viejas me encontré con que estábamos todo el equipo en la plaza de España de Sevilla, posando juntos en una foto, y todos llevábamos calcetín blanco y zapatos negros [risas] ¡Todos! Debía ser la moda…

¿Cómo viviste el partido?

Ellos hicieron un juego no muy bonito. Fue un partido pesado. Ahora me pones el vídeo, los ciento veinte minutos, y me aburro y lo quito. Solo el final tuvo gracia con los penaltis. Claro, para nosotros. Cuando se acabó el partido y a prórroga, eso sí, estando en el campo, me sentí muy bien. Solo pensaba: «Qué bien, no nos han ganado cuatro a cero». Me relajé, respiré. No nos habían humillado. Incluso estaba contento. Sabía que pasara lo que pasara íbamos a salir de ahí con la frente alta.

En los penaltis, cuando el entrenador pidió voluntarios para tirar no se atrevía nadie. Teníamos a Majaru y Bölöni, que eran los que siempre tiraban. Esos fueron los primeros en la lista. Luego Jenei siguió preguntando, a Iordanescu por ejemplo, que era segundo entrenador, pero estaba de jugador. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, Jenei no pudo reunir a quince jugadores para la final y le tuvo que llevar a él en la lista. Pero lo que jugó en la final lo hizo muy bien. El penalti, en cambio, pasó de tirarlo, dijo que ni de casualidad. Entonces Jenei siguió con otro y «no, es que me duele la pierna»; otro, «es que me duele aquí». Hasta que cogió Lacatus y me dijo: «Nos metemos los dos». Contesté: «No me importaría tirar, pero quiero que me lo pidan, me da cosa meterme yo». Se fue a Jenei y le soltó: «Míster, pónganos a Gabi y a mí, que tiramos nosotros y a usted le vamos a hacer el mejor entrenador del mundo». Se quedó mirándonos como diciendo… «jóvenes locos, insensatos… ay». Pero nos puso.

Entonces empezó la cosa y Majaru y Bölöni fallaron los dos primeros. Nos quedamos helados. Yo empecé a pensar: «A ver qué hago ahora». Se me pasó de todo por la cabeza. En el centro del campo le pregunté a Lacatus antes de que saliera a tirar el suyo: «¿Por dónde vas a chutar?», y me dijo: «No tengo ni la menor idea, le voy a meter un obús y donde vaya habrá ido».

Y efectivamente, así tiró.

Tuvo un poco de suerte porque dio al larguero y entró.

Gavril Balint para JD 2

Después volvió a fallar el Barça, Pichi Alonso, y te tocó a ti.

No me acuerdo de nada de ese momento. Estaba como en un sueño. No tenía nada pensado. Fui a la bola y le di así hacia un palo… no sé por qué. Creo que vi al portero irse un poco al lado contrario antes de chutar, pero tampoco lo recuerdo con nitidez. Al ver que entraba lo que sentí fue como que se me relajaban todos los músculos. Cuando luego falló también Marcos Alonso y ganamos, mis compañeros estallaron, se alegraron mucho, pero yo no podía. No te puedo explicar lo que pasaba. Estaba como ido.

Y pobre el portero de ellos, Urruti… Una semana antes de que muriera me encontré con él aquí en Bucarest. En Sorpresa, sorpresa quisieron darle una sorpresa a nuestro guardameta de entonces, a Duckadam, y le trajeron a Urruti. Luego le llevé en coche al hotel y me confesó que fue muy duro para ellos perder ese partido. Me dijo que es que estaban muy seguros de que iban a ganar y ahí estuvo su problema. Eran muy buenos, pero no podían ganar antes de saltar al campo. La pena más grande que tengo es que una semana después de esa conversación se murió.

¿Cómo fue vuestra celebración?

Volvimos al hotel y los trabajadores nos habían hecho una tarta enorme. Para mí que eran fans del Real Madrid [risas]. Mi padre estaba conmigo. Fue muy bonito. Al final de la cena cogí a Belodedici, que fue mi compañero de habitación durante muchos años, y decidimos ir a dar una vuelta por Sevilla. Las calles estaban tranquilas, no había mucha gente. Le decía: «¿Te das cuenta de lo que hemos hecho hoy?». Tardé años en ser consciente de que le habíamos ganado una Copa de Europa al Barça.

Al día siguiente fuimos de compras a El Corte Inglés. El comentarista de la televisión rumana se equivocó y dijo que volvíamos la noche del partido. Quince mil personas fueron a recibirnos al aeropuerto, a veintidós kilómetros de Bucarest. Muchos fueron hasta allí andando y se tuvieron que quedar esperando toda la noche.

Cuando llegamos fue increíble, estábamos delante de miles de personas. Dijimos alguna cosa, les regalamos las corbatas, la camisa, las chaquetas… casi todo. Aquello era una locura, pero fue corta. Ceaucescu no permitió mucha fiesta. Después, en el primer partido que jugamos en casa fuimos con la copa, se la brindamos a la gente y aparecieron ochenta mil personas. Al final he logrado ser consciente de que ganamos porque hemos celebrado el aniversario cada año [risas]. Ahora viene el treinta y lo celebraremos más todavía.

¿No os recibió Ceaucescu tras la victoria?

Sí. Tuvimos que ir a verle para que nos diera una distinción y tomar una copa de champán con él. Fue… nos tuvo el ministro de Defensa ensayando la visita durante horas; cómo darle la mano, coger la medalla con la otra y decirle «servimos a la patria». Lacatus y yo teníamos el pelo demasiado largo y querían que nos lo cortásemos. No quisimos, y lo que hicieron fue echarnos agua con azúcar y aplastarnos el pelo para que no se viera que era largo [risas].

Luego nos dieron un coche. Los 4×4 que tenía el ejército. Un ARO, un todoterreno construido en Rumanía. Este coche se vendía muy bien en el mercado negro. Nos lo dieron sabiendo que lo íbamos a vender. No podían darnos dinero porque no lo permitía el Estado. Era un coche muy bueno, oficialmente no lo podía comprar cualquiera aunque tuviera dinero. Todos los jugadores los vendimos muy rápido. Generalmente a los pastores que están con las ovejas en el monte, les venían muy bien esos vehículos y ellos eran los que tenían dinero en la Rumanía comunista. El equivalente de lo que costaba un ARO eran tres coches Dacia, que también se fabricaban aquí. Casi costaba lo mismo que un chalé.

El portero, Helmuth Duckadam, se convirtió en el héroe de Rumanía.

Sin él no habríamos ganado. Fue el mejor. Siempre que le veo bromeo con él, le digo: «Tú querías que yo fallara para pararte también el quinto» [risas].

Poco después de la final sufrió una grave enfermedad. ¿Qué le pasó?

Hubo montones de leyendas sobre eso, que si tuvo problemas con el hijo de Ceaucescu porque le quiso robar un Mercedes que le había regalado Ramón Mendoza por parar los penaltis… Todo mentiras. En Rumanía sacaban rumores para que la gente se entretuviera hablando de chorradas y se olvidase del hambre y todos los problemas que teníamos entonces. Lo que tuvo fue un problema grave en un brazo, tuvo que operarse y pudo llegar a morir.

Casi le amputan.

Sí, no recuerdo qué fue, pero tuvo que dejar el fútbol prácticamente. Para pensar, ¿verdad? Llega el mejor momento de toda tu vida y unos días después, el peor.

¿Qué hizo después?

Estuvo en la policía, no sé si guarda de fronteras o qué exactamente. Ahora está de comentarista en televisión conmigo y es uno de los presidentes de honor del Steaua.

Después de la Copa de Europa, la Intercontinental en Japón.

Como no teníamos dinero para estar un par de semanas en Tokio para acostumbrarnos al horario, el clima y todo eso, como hizo el River Plate, nos fuimos a la embajada rumana en China. El plan era ir de ahí a Japón y, cuando la FIFA ya nos pagara el alojamiento, entrar en el hotel. No sé si fueron tres días lo que nos cubrían, pero en lo que estuvimos en Tokio nos quedamos alucinados viendo los aparatos electrónicos. Estábamos Belodedici y yo paseando por las tiendas y vimos que en un escaparate salíamos los dos por televisión, y además en directo. Nos pusimos súper contentos, sonriendo, no nos lo podíamos creer, hasta que vimos que también salía en otras teles del escaparate la gente que teníamos al lado y nos dimos cuenta de que era una cámara de la tienda que estaba grabando a la calle [risas]. Pensábamos que nos seguía una cadena de televisión.

Del partido lo que recuerdo fue que jugamos mejor y perdimos. Siempre nos ocurría al revés. Luego a la vuelta hicimos escala en China. Recuerdo que fuimos a ver la Gran Muralla. Y también que compramos un montón de fuegos artificiales, porque era diciembre, se aproximaba la Nochevieja y en Rumanía es tradición tirar petardos. Así que compramos los mejores que vimos en China para liarla bien. Decidimos probarlos allí, tiramos unos por la ventana y al cabo de unos segundos empezaron a aparecer soldados. Nos rodeó el ejército en un minuto. Se montó un lío diplomático tremendo.

La Supercopa de Europa sí que la ganasteis, esta vez con un joven que venía rompiendo: Gheorghe Hagi.

En categorías inferiores nacionales, cuando yo tenía diecisiete años y era el capitán de mi equipo, vino con quince a hacerse una foto conmigo. Nos hicimos muy amigos ya desde ese momento. Luego debutó en primera con su equipo de Constanza contra el Steaua y nos metió un gol desde treinta metros increíble, su especialidad. Cuando Jenei se fue a la selección y Iordanescu cogió el Steaua le fichamos. Me acuerdo de que Iordanescu nos pidió a Belodedici y a mí, que siempre estábamos juntos, que nos separáramos para dormir alguno de los dos, que éramos veteranos, con él, que acababa de llegar, para que se acostumbrase. Dijimos que no, estábamos muy a gusto juntos, pero aceptamos meter una cama más en la habitación y dormir los tres. Así lo hicimos en todos los viajes y nos hicimos muy amigos todos. Luego, de ese partido contra el Dinamo de Kiev te digo lo contrario que de la Intercontinental. Jugamos muy mal, pero ganamos.

Gavril Balint para JD 3

Estaban ahí Mikhailichenko, Blokhin, Belanov, Kuztnetsov…

Qué rápido era Belanov. Fue un rival muy difícil, tuvieron cinco o seis ocasiones muy claras, pero hicimos un contraataque, nos sonrió la suerte y ganamos. Luego toda la noche nos la pasamos de discotecas por Montecarlo. Fuimos a una de la exmujer de Björn Borg, que era rumana, la tenista Mariana Simionescu. Tenía un club en Mónaco y celebramos allí hasta altas horas.

¿Cómo llevabais esos viajes proviniendo de la Rumanía comunista en años que estaban siendo duros?

Metíamos muchos productos de contrabando. Era un periodo que no te lo podías creer, pero con un vídeo VHS, lo comprabas fuera por no sé, quinientos o seiscientos dólares, que era muy caro, y si lo colocabas en Rumanía en el mercado negro, con el dinero que ganabas te podías comprar un coche. ¿Te lo puedes creer? Muchos jugadores hacíamos esto en cada viaje para ganar algo de dinero. Luego nos ayudaba a meterlos el hijo de Ceaucescu, Valentín, que siempre estaba con el equipo.

Pudisteis volver a ganar la Copa de Europa del 89.

Ahí hubo un partido contra el Spartak de Moscú con una helada terrorífica. Estaba el terreno de juego como las baldosas que estás pisando ahora mismo. Pero ocurrió un milagro. Justo antes del partido nos llegaron unas botas que habíamos comprado en Alemania con tacos de goma. Las botas con seis tacos normales de metal no servían para el hielo. Y las nuevas las recibimos el mismo día que íbamos a jugar. Los rusos no tenían equilibrio y nosotros volábamos. Yo salí en el segundo tiempo, los últimos diez minutos, y metí un gol. Algunos jugadores tenían que ir con gorros enormes. Es que jugamos a menos veinte grados. No sabes qué frío es eso.

En las siguientes rondas le marqué al Göteborg y al Galatasaray a pase de Hagi. Con Gica cambiamos completamente nuestra forma de jugar. Ya no éramos el Steaua de once jugadores iguales. Ahora teníamos un 10 que era una estrella. Creo que sí que ganamos con la llegada de Hagi, pero también perdimos por otro lado con los jugadores del 86 que se fueron del equipo. De todas formas, el Milan de Arrigo Sachi con el que jugamos la final era el mejor equipo del mundo. Gullit, Van Basten, Rijkaard… vaya tres. Le habían metido 5-0 al Real Madrid. Vimos el partido por la tele y nos dimos cuenta de que eso iba a ser imposible pero de verdad. Al descanso nos fuimos ya 3-0 en contra. En la segunda parte Sachi les dijo que aflojasen, que tranquilos, y solo nos cayó uno más. En el campo no pudimos hacer otra cosa más que ver cómo jugaban ellos. Baresi, Maldini, Costacurta… no podías ni plantearte cómo entrar por ahí. Además, el campo estaba lleno de italianos. Rumanos no había. De hecho, a vernos a Sevilla vinieron solo mil y volvieron solo setecientos [risas]. Trescientos se quedaron en España.

Al año siguiente vuestro verdugo fue el PSV de Hiddink y Romario.

¿Cuántos nos metieron? ¿Cuatro o algo así? Recuerdo que en su campo Lacatus marcó el primero y luego nos cayeron unos cuantos. Romario metió tres. Pero ya no éramos el Steaua, no teníamos el mismo estilo. Empezamos a salir más defensivos algunas veces…

Pero teníais a Hagi; ¿te parecía justo que le llamasen el Maradona de los Cárpatos?

Era muy, muy bueno. El mejor de la historia del fútbol rumano. No entiendo por qué no jugó mejor en el Madrid o en el Barcelona. Supongo que ahí lo tenía más difícil porque había muchas estrellas. Hizo un Mundial del 94 maravilloso. Por eso lo fichó Cruyff, a Johan le encantaba Hagi.

¿Qué pasó en la famosa final de Copa Steaua-Dinamo del 88?

Salté al campo, íbamos 1-1, y metí el segundo gol, que era el 2-1. Ahora, si ves las imágenes, yo no estaba en fuera de juego; Lacatus, que estaba a mi lado, sí. Pero yo no. El problema era que el árbitro y el línea tardaron en anularlo. Hubo una pelea y nuestros jefes de la tribuna principal, el hermano y el hijo de Ceaucescu, Illie y Valentín, ordenaron que nos fuéramos todos al vestuario. Nosotros queríamos volver de las duchas, pero no nos dejaron. Decían que eran unos ladrones y que no podíamos salir. Lo que había en realidad era una rivalidad entre el ejército, que manejaba nuestro club, y la policía, que controlaba el Dinamo. Ahora no estoy de acuerdo con lo que hicimos. Tampoco sé bien si fue gol o no, solo sé que no estaba en fuera de juego, aunque antes no había lo de que si un jugador detrás de la defensa no es el que recibe el balón no hay fuera de juego, como ahora. Pero ¿cuándo levantó el línea la bandera? ¿Cuando marcamos o cuando saltaron los suplentes y el entrenador del Dinamo a decirle que era fuera de juego? La realidad es que no lo sabemos porque no se puede ver en las imágenes, ya que no podían mostrar trifulcas por la tele. Nosotros entendimos que la levantó segundos después por la presión que le metieron. Y como nos retiramos, se supone que perdíamos 3-0. Los jugadores del Dinamo se quedaron en el campo celebrándolo, pero se tuvieron que ir porque nadie tuvo valor para darles la copa. La tuvo que coger el portero de la mesa por su cuenta [risas]. Unas horas más tarde, nos fuimos a un restaurante para celebrar el final de la temporada y al acabar la cena vinieron unos oficiales de policía del Dinamo con la copa para dárnosla. La Federación dijo al día siguiente que el trofeo era del Steaua porque se había equivocado el árbitro. No fue normal nada de lo que pasó. Tras la revolución del 89 quisimos darle la copa al Dinamo, que era lo justo porque perdimos en el momento en que nos retiramos del campo, pero no la aceptaron. Así que la Federación al final dijo que ese año se quedó desierta.

El siguiente Dinamo-Steaua es del que hay un documental del director de cine Corneliu Porumboiu. En él, ve el partido con su padre, que fue el árbitro que lo pitó, y lo comenta. Hablé con él y me dijo que incluso en el estreno, cuando los jugadores volvieron a ver el partido, seguían gritándose en el cine si algo era falta o no. Y en el documental el padre de Corneliu cuenta que se pasó toda la semana recibiendo amenazas telefónicas.

Es lo mismo que el Madrid contra el Barcelona. ¿Por qué hay tanta rivalidad? Pues aquí es lo mismo. El Dinamo-Steaua es nuestro clásico. En los tiempos del comunismo la policía metía mano con los árbitros, amenazaba. El ejército en cambio no tenía con qué moverse bajo mano, pero la policía, que estaba fuerte, sí. Hubo muchos amaños, líos. Así fue esa época, pero ambos equipos tienen una tradición mucho mayor que eso.

Aquel Steaua tiene el récord de imbatibilidad en liga de Europa: ciento cuatro partidos sin perder.

Llegó un momento en que dejaron de darnos primas por ganar. Empezaron a darnos si ganábamos de tres o de cuatro, cobrábamos a partir del tercer gol. Y claro, desde ese día los resultados empezaron a ser goleadas, que si 9-0, 11-0. Fuimos muy buenos.

Gavril Balint para JD 4

¿Cómo era que el hijo y el hermano de Ceaucescu dirigieran al equipo?

Illie, el hermano, no tenía ni idea de fútbol, pero era viceministro. El ministro era un tío muy bueno que se llamaba Olteanu. Este estaba siempre con nosotros, para lo que necesitáramos, nos daba primas… El hermano de Ceaucescu venía y hacía lo que le decía el resto, ayudaba y tal, pero no sabía. En cambio, Valentín, el hijo, era especial. Nunca fue diciendo por ahí que era el hijo de Ceaucescu. Era humilde, modesto. No se permitía a sí mismo ni la más mínima salida de tono, al contrario que su hermano, Nico Ceaucescu, que salía, bebía y siempre montaba escándalos. Valentín era muy tranquilo, era inteligente, había estudiado Física, y trabajaba duro para el Steaua. Nos hicimos muy amigos de él, con los jugadores veteranos tenía mucha relación. Cuando venía el hijo de Ceaucescu, te imponía, pero cuando luego veías que hablaba contigo de tú a tú, te daba mucha moral. Era un gran psicólogo. Además, nos trajo un preparador físico, que no había en esos tiempos, que era karateca. Nos hizo ejercicios de gimnasia que nos dieron muchísima movilidad.

El Steaua fue el primer equipo de un país comunista en aceptar publicidad en su camiseta, de Ford.

Eso era porque Ford quiso entrar en el país, no se permitía cualquier publicidad. Recuerdo que los de Ford nos prometieron un coche si llegábamos a la final en el 89, cosa que logramos, y luego no nos dieron absolutamente nada. Después salieron los rumores: que si Ceaucescu no permitió que nos dieran coches de regalo, que si Valentín los había vendido y se había quedado el dinero… Historias, como siempre.

Tu amigo Belodedici se escapó de Rumanía y pidió asilo político en Yugoslavia.

Llevé muy mal todo eso. Le estaba esperando para festejar el fin de año, me llamaron del Steaua y me dijeron: «¿Qué sabes de Belodedici?». Y yo: «Pues que tiene que venir el cabrón, le estoy esperando aquí con su chaleco nuevo para Nochevieja». Insistieron un poco más y seguí con que no, que yo no sabía nada. Porque realmente no sabía de qué me estaban hablando. Entonces me mandaron escribir un informe diciendo todo lo que sabía al detalle. «¿Por qué?», pregunté. «Porque se ha escapado». No me lo pude creer… Y no por nada, solo porque el cabrón no me lo había dicho. Muchas veces cuando salíamos del país lo comentábamos: «¿Y si nos escapamos, si nos quedamos aquí? Fíjate qué coches, qué ciudad, qué país, qué vida tienen aquí». Pero al final no te decidías. Yo tenía miedo por mi familia y, oye, al final me sentía bien en Rumanía.

El caso es que Belodedici se escapó. Tuve que rellenar los informes y tuve los teléfonos pinchados durante mucho tiempo. Le sacaron además de todas las fotos del Steaua. Cuando se recordaba que habíamos ganado la Copa de Europa veías las fotos y él ya no estaba [risas]. No se hablaba de él. Desapareció. No fue el primero del Steaua que se escapó así, de todas formas. Ahora, cuando le veo, le pregunto: «¿Por qué no tiraste penalti en la final del 86, cabrón?». Y me dice: «Sí, me estaba reservando para el Estrella Roja de Belgrado» [risas], qué suerte tuvo de ganar otra vez la Copa de Europa con los yugoslavos. Belo es un tío muy simpático, aunque luego se casó con mi novia. Nos separamos y después de dos años ella se fue a Belgrado y se casó con él. Y encima en España acabó en el Valladolid, nuestro máximo rival en Burgos [risas].

¿Cómo viviste la Revolución del 89 en tu país, la caída de Ceaucescu?

Lo recuerdo como unos días muy malos. Me fui de vacaciones con Dan Petrescu y nuestras novias a Brasov, al monte. A las cinco de la mañana nos llamaron del club, dijeron que teníamos que vestirnos y presentarnos en el estadio porque había graves problemas en el país. Habíamos oído que pasaba algo en Timisoara. Fuimos a las oficinas, preocupados, pensábamos que íbamos a entrar en guerra, que nos iba a invadir Hungría. Eso era lo que se decía. Al llegar les dijimos que cómo íbamos a coger las armas, que no habíamos tirado ni una vez, que éramos futbolistas. Nos libramos, pero el doctor y el masajista se tuvieron que armar y estar ahí preparados para lo que pasara. Volvimos entonces a Brasov y ahí, poco después del cumpleaños de Petrescu, vimos por televisión en un hotel cómo habían fusilado a Ceaucescu. Entonces decidimos volver, estábamos muy contentos, ¡por fin habíamos acabado con el comunismo! Nos fuimos a Bucarest y al llegar… tiros por todas partes. ¡Qué miedo!, ¡qué miedo! Además fui muy tonto y me fui a casa de la familia de mi novia. Su padre era un ministro que había sido marginado por Ceaucescu años atrás, pero aun así vivía en el mismo barrio que él y para allá me fui, para estar con ella y dormir juntos. Hubo tres o cuatro días de enfrentamientos por la calle en los que murió mucha gente. Nadie sabía lo que pasaba, pero salías de casa y te podían meter un tiro. Estaba todo el mundo psicótico, se decía que había terroristas tirando al pueblo rumano, pero era la policía la que estaba disparando a la gente. Solo ellos. El ejército ya estaba con el pueblo y se liaron a tiros con los francotiradores. ¡Fue otro Dinamo-Steaua! [Risas] La verdad es que murió mucha gente por tonterías esos días.

¿El cambio político fue para bien?

Para nosotros sí. Pudimos por fin irnos a jugar a otros países. Hicieron una ley para que los que habían jugado en la selección equis partidos pudieran salir si tenían una oferta.

El Dinamo tomó el relevo con jugadores como Raducioiu, Stelea, que también jugaron luego en España como Lacatus y tú.

El entrenador sí que era bueno, Lucescu. Era un tío muy listo. Él me hizo debutar con diecinueve años en la selección. Cuando cogió al Dinamo tenía mucha ambición por formar un gran equipo y lo consiguió. Lo bueno es que entre ambas plantillas formamos la mejor selección rumana de la historia, que se conoce como la generación de oro.

Fuiste a Italia 90.

Tenía que jugar porque en todos los partidos de preparación había marcado, pero cuando llegó el primer partido contra la URSS, Jenei no me sacó. Debió haber presiones. No sé por qué. Pero luego salí unos minutos contra Camerún, metí uno que fue importante, luego nos sirvió para el golaveraje con Argentina. La derrota contra los africanos fue una pena, porque pagamos la falta de experiencia en campeonatos internacionales de este tipo. Después de ganar a la URSS creíamos que estaba todo hecho y Camerún nos ganó porque no eran peores que nosotros.

En el gol que metes, se monta una pelea con N´Kono y Lacatus.

Lacatus fue a por la bola para sacar cuanto antes de centro y se liaron. Marius era tremendo. Era muy nervioso, impulsivo, pero estos arrebatos a veces nos venían muy bien porque nos subían el ánimo. No tenía miedo de nada, peleaba con cualquiera, y eso motivaba a los demás.

Luego le marcas a la Argentina de Maradona.

Fallé dos grandes ocasiones a pase de Hagi antes de marcar. Con ese gol nos clasificamos por primera vez en la historia. Fue un tanto muy importante, contra Maradona y en Nápoles, que todo el estadio iba con él. Recuerdo verle sobre el campo, que cada balón que tocaba era una exhibición. Era muy bueno. Luego me lo encontré cuando jugaba en Sevilla y yo estaba en el Burgos, pero ya no era el de antes.

Tras marcar el gol montamos una fiesta, perdimos la cabeza. Además, no paraban de llegar empresarios a hacernos ofertas. Parecía aquello un mercado. Pensábamos que íbamos a fichar por los mejores clubes del mundo y fuimos a octavos desconcentrados. Eso es lo que te da la experiencia, saber esquivar esas distracciones. Así caímos en penaltis contra Irlanda. Jenei no me puso a tirar, por cierto, y el que entró por mí, Timofte, falló. Hubiéramos jugado contra Italia en su Mundial si pasábamos.

Gavril Balint para JD 5

Fichas entonces por el Real Burgos.

No sabía nada de Burgos. Me dijeron que había subido a primera y estaba comprando muchos jugadores con un nuevo entrenador. Yo estaba deseando salir, había ganado de todo con el Steaua y ya estaba un poco aburrido. En Burgos me acogieron muy bien, solo que al principio me costó adaptarme hasta que marqué el primer gol. La gente se puso un poco nerviosa porque habían pagado un millón de dólares por mí y no metía ninguno. Era lo máximo que habían pagado en toda su historia por un jugador. Afortunadamente, empecé a marcar y hasta hicieron una peña en mi honor: «Vampiro del Área».

Los dos primeros años os quedasteis a cinco y cuatro puntos de la UEFA, qué pena.

Teníamos el peor campo de primera división, El Plantío. No teníamos tampoco donde entrenar. Había unos terrenos fuera de Burgos donde pegaba el viento que ahí no se podía jugar al fútbol. No teníamos las condiciones óptimas para un equipo de primera división. Sin embargo, salieron buenas temporadas. El primer año le ganamos al Madrid en casa y en el Bernabéu. En Burgos yo di el pase del gol a Juric. Recuerdo que nos llegaron un montón de veces, tiros al palo, y en un contraataque les matamos [risas]. Y en Madrid fue 0-1, gol de Edu. Nos apodaron «Matagigantes». Con el Barça de Cruyff empatamos a cero allí. Era mucho mérito eso, con Laudrup, Beguiristain, Amor… ¡y Ferrer!, que siempre me daba unas palizas tremendas. Me marcaba en todos los partidos. La primera vez que fui a Barcelona, cuando estábamos calentando, lo primero que hice fue pedirle un autógrafo a Cruyff. Lo hice en inglés, todavía no hablaba español. Lo tengo guardado. Pone «Para Balint», nada más. Él no sabía quién era yo, pero luego me conoció. Me dijo Hagi que le contó años después que cuando jugaban contra el Burgos Johan solo decía: «El Burgos es Balint, ese es siempre peligroso, es el único que puede crearnos problemas».

Pues en el Camp Nou el que le metió un golazo fue Alejandro.

Sí, empatamos a uno ese día. Alejandro fue de mis mejores amigos en Burgos. Yo le metí al Barcelona uno en el Camp Nou de penalti y dos en El Plantío. Estos tres goles le colé a Zubizarreta, más uno con la selección en Cáceres que ganamos 0-2. Al Madrid solo le marqué en Copa del Rey, con todo el campo nevado, pero nos eliminaron. Fuimos un equipo bastante potente. Aparte de Alejandro, también me llevaba muy bien con los vascos, con Joseba Aguirre y Ayúcar. Íbamos siempre por ahí los cuatro. Loren también era un buen tío, que vino de delantero y acabó de defensa. Todos eran muy majos, en serio. Fue una etapa muy bonita de mi vida.

Allí se te recuerda también porque tocabas el saxo.

Monté un estudio de música en mi casa, porque tenía muchas horas libres y no sabía qué hacer. Con un sintetizador y el ordenador hice una canción con saxo, pero en realidad no sabía tocarlo, aunque luego hice un videoclip en el que salía tocándolo. Me gasté mucho dinero en ese estudio, pero lo disfruté mucho. Me acuerdo también de que una vez fui a la cárcel de Burgos a dar unos premios a un torneo de fútbol que tenían. Fui con Miss Burgos. Nunca había visto una cárcel, me sentí muy mal. Eso yo, porque ella estaba asustadísima. Los presos me conocían todos, sabían cada partido que había jugado en el Mundial. Lo que sí fue un verdadero problema en Burgos para mí fue la comida. Cogí tres kilos en tres años. Terminé el Mundial con setenta y cinco, me puse en setenta y ocho y cuando me retiré estaba en ochenta. El cordero, el vino tinto, ay… Y las alubias de Ibeas de Juarros… ¡madre mía!

El tercer año llegó el entrenador Theo Vonk a dar espectáculo. Salió con cuatro puntas y el equipo bajó a segunda, luego a tercera y desapareció.

A mí lo que hacíamos con Novoa no me gustaba. Me parecía muy defensivo. Luego cuando yo he sido entrenador he visto que tenía mucho sentido. Era una táctica excelente para lo que éramos nosotros y nos fue muy bien. Vonk llegó muy ofensivo, le metimos cuatro a la Real Sociedad, yo metí dos goles y di dos pases, y nos pusimos líderes. Qué contento estaba. Con lo que me gustaba el fútbol holandés, pero de ahí fuimos para abajo. Esa táctica no era para nosotros. También influyeron los problemas económicos, que dejamos de cobrar. Eso era muy triste. Perder y no cobrar… Encima yo me lesioné, me operé dos veces y me dijeron que dejase el fútbol. Era la misma lesión que retiró a mi padre.

Fuiste al Mundial del 94 en el cuerpo técnico.

Al dejar el fútbol de repente estaba muy enfadado. No sabía qué hacer y crearon un puesto para mí de director deportivo de la selección que antes no existía. Este Mundial estuvo muy bien, aunque con Iordanescu es difícil trabajar. Es como Stalin [risas]. Siempre se lo he dicho, pero es un gran amigo. En el primer partido ganamos a Colombia, que eran los favoritos. Luego a Argentina, lo mismo. Fue el mejor campeonato del equipo nacional. Hagi estuvo espectacular. Luego me quedé de segundo con la generación de oro, que creo que se acabó en 2002. La pena es que en la Eurocopa de Inglaterra nos fuimos sin ganar ningún punto. En Francia en el 98 estuvimos mejor, pero nos tocó Croacia, la revelación del torneo, y nos echó.

De tu etapa como entrenador me llama la atención tu paso por el Scheriff de Tiraspol.

Es el equipo de Transnistria, una región de Moldavia que se declaró independiente y lo es de facto, están ahí los cascos azules. Sin embargo, sus equipos juegan en la liga moldava. Hay un magnate que metió mucho dinero en el equipo e hizo un campo de entrenamiento como la Ciudad Deportiva del Real Madrid. Tú vas a Tiraspol y ves la ciudad pobre, la gente pobre, todo feo, muy soviético, pero el equipo tenía de todo. Tú a Transnistria no puedes entrar. Te dan un visado para dos horas. Entrar y salir. Yo no, yo entraba como un señor, el presidente del equipo era más que el presidente del país. Todas las empresas eran de él, las gasolineras, supermercados, telefonía móvil, la televisión, controlaba todo. Me entendí bien con él, yo estaba solo interesado en entrenar, y gané dos títulos. El de campeón de Moldavia y una copa de todos los equipos de los países exsoviéticos. Cada invierno se encuentran en Moscú los campeones y juegan un torneo. Gané eso y no veas cómo se pusieron de contentos. El presidente del país me condecoró. Me divertí mucho por ahí.

¿Y en el Galatasaray de segundo qué tal?

Primero fue con Lucescu y luego con Hagi. Un año casi ganamos la liga. Estambul es muy bonito y el Galata un gran club. No creo que haya nada en el mundo como un Galatasaray-Fenerbahçe. Es mucho más que un Steaua-Dinamo. Nos tiraban desde la tribuna todo tipo de cosas. He visto caer teléfonos móviles, transistores. Caían ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, de todo. O te cubrías o acababas mal. Íbamos al estadio en un autobús blindado escoltado por dos helicópteros y coches de policía. Y nos tiraban cosas al bus increíbles. De todo. No te lo puedes ni imaginar.

He visto al llegar hasta aquí una pintada que decía «Contra el fútbol moderno», ¿qué opinas tú de esto? ¿Crees que ha cambiado mucho desde tu época?

Ahora hay mucha diferencia entre los grandes y los demás. Antes no había tanta distancia. Era más equilibrado y por tanto más divertido.

¿Cómo te dio por la Harley?

Me gustan las motos. Antes tenía una Yamaha, pero Harley Davidson es el máximo. Me encanta conducir por aquí, por la montaña. Tengo un casco con bluetooth y me pongo AC/DC a tope. El que fue portero del Salamanca, Bogdan Stelea, también tiene una, somos muy amigos y nos vamos juntos a veces. Para mí esa es la mejor sensación que hay en el mundo… después del sexo, claro.

Gavril Balint para JD 6

Fotografía: Felicia Simion

Gracias a Isabel Leal, Alexandra Brâncovean y Carmen S. por las traducciones.

La entrada Gavril Balint: «Tardé años en ser consciente de que le ganamos al Barça la Copa de Europa» aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

El bulevar de la Victoria del derrotado Ceaucescu

$
0
0

Palatul Parlamentului 0

La pregunta es qué interés puede tener un edificio administrativo. Y la respuesta está en las ganas que tiene uno de verlo nada más llegar a Bucarest, la capital de Rumanía. Es bajarse en la Piata Unirii y empezar a buscarlo con la vista locamente. No hay que dar muchas vueltas sobre uno mismo, se alza en el horizonte al final de un bulevar tal cual ha sido descrito por activa y por pasiva: mastodóntico.

A eso hemos llegado. Casa Poporului, como la llamó Ceaucescu y como la siguen llamando en Rumanía coloquialmente, Palatul Parlamentului din România, como se denomina oficialmente, o el Palacio del Pueblo, como decidieron los anglosajones que sonaba más rimbombante e irónico, es un reclamo turístico de primer orden. Hay un interés, a veces pasión, o gusto morboso por este monumento. Construcción que significa muchas cosas, pero que, sobre todo, es un gran homenaje a la desproporción. Porque, al margen del urbanismo, desproporcionado es también el adjetivo que define la relación entre los méritos que hizo y el culto a la personalidad que exigía Ceaucescu.

Ya es como hablar de la prehistoria, pero al final de los años cincuenta, cuando de repente los soviéticos propusieron a sus satélites abandonar la senda estalinista —¡hala, fiesta!— tras haber empujado durante largos años a los partidos comunistas europeos a asesinar y encarcelar a más cargos y militantes que cuando el continente estaba en manos del Tercer Reich, los rumanos se negaron. Gheorghiu-Dej, antecesor de Ceaucescu, mantuvo la línea estalinista de autoridad férrea por motivos de orden interno, pero sobre todo se vio obligado a no realizar la transición por una razón de interés nacional: los planes de Jrushchov para Rumanía.

Se había acabado la doctrina estalinista de desarrollo industrial a cualquier precio en todos los países socialistas. En la nueva configuración, un mercado supraestatal, Rumanía iba a ser un bucólico país agrícola que, por ejemplo, enviaría alimentos a la RDA y recibiría bienes manufacturados. Un modelo, el del COMECOM, que así se llamaba, graciosamente parecido al de la UE actual, y al que los líderes rumanos se negaron. Ceaucescu, cuando llegó al poder, también se mantuvo firme en esa política. Promovió el desarrollo industrial de su país en contra de la planificación soviética, nada de ser el granero de nadie, y, llegado el momento, cuando la URSS de Bréznev invadió Checoslovaquia por medio del Pacto de Varsovia, se negó a participar con sus tropas y plantó cara al imperio. Hizo desfilar a los obreros rumanos con lanzacohetes como aviso para navegantes al Kremlin y, con un histórico discurso a favor de la soberanía de las naciones, obtuvo apoyos por todo el país. El Partido Comunista Rumano aumentó su base como nunca hasta ese momento había soñado. Se hicieron militantes hasta los opositores al comunismo. El liderazgo de Ceaucescu, y también su valor, fue un referente en todo el mundo. Pero claro, a lo que íbamos, el hombre entendió su prestigio de forma, digamos, desproporcionada.

Palatul Parlamentului 6

La salida por la tangente de la obediencia a Moscú le llevó a establecer un comunismo nacional que estrecharía lazos con Occidente. No obstante, al contrario que los yugoslavos, que trataban de vender su heterodoxia, el socialismo de autogestión, como una socialdemocracia escandinava avanzada, Ceaucescu tomó como modelo las doctrinas orientales, la maoísta y la norcoreana. Sistemas, por cierto, también de gran predicamento en Occidente durante los años setenta. Al menos en España, de las filas del maoísmo han surgido ministros conservadores en los años noventa y famosos periodistas que actualmente se encuentran posicionados en la extrema derecha. Con Ceaucescu, el sistema se basaba en que querer era poder, pero sobre todo había que creer. Concretamente, en él. El culto a la personalidad alcanzó niveles hilarantes y en eso se basaba todo. Cerrar los ojos y creer que todo iba bien. Y la verdad es que del todo mal no fue hasta que Ceaucescu cometió dos errores fatales. Primero, endeudarse con Occidente. Segundo, tratar de devolver la deuda. El conducator a veces parecía nuevo.

Hay varios pases diarios para visitar el Palacio del Pueblo. Mientras se espera en el hall de entrada, hay una barra donde se puede tomar un café, refrescos o cervezas de medio litro, lo que en Madrid llaman yonquilatas. También, adquirir souvenirs homologados, imanes de diversos padres de la patria, entre ellos Vlad Tepes, pero nunca nada de Ceaucescu, por muy rentable que pudiera ser el componente kitsch. Tampoco se encuentran en el resto del país. Otra opción es penetrar en una sala de exposición contigua que reúne obras de los artistas jóvenes locales más notables. Hay pop-art de toda clase. Me llama la atención encontrar una obra, o copia, de Esteban Villalta Marzi, un personaje poco conocido de la Movida. Es uno de sus cuadros en los que sale un musculoso torero luchando contra un astado a puñetazos en unas ruinas posapocalípticas humeantes, con palmeras y rascacielos de cristal, bajo la luz de una luna enorme. Lo tiene todo. Pocos sitios mejores que este lugar para exponerlo.

Palatul Parlamentului 2

De vuelta al hall, abundan los estadounidenses entre los grupos de turistas. En el mío son jóvenes. Están más de coña entre ellos que atentos a lo que les rodea. Pasamos el detector de metales y nos explican las normas de seguridad. Muy serias y rigurosas, pues nos encontramos en sede parlamentaria. También debajo de una gotera.

La guía explica con cierto cansancio lo inexplicable, cómo en Rumanía acabaron construyendo semejante edificio administrativo. En un pasillo, que muy bien podría medirse en campos de fútbol como en un telediario español, han colocado los trajes folclóricos rumanos en vitrinas de cristal. Los maniquíes en sus jaulas darían para una película de terror. Iluminan la estancia lámparas de todas clases y tamaños y aun así hay rincones oscuros. Posiblemente el palacio a pleno rendimiento chupe más luz que la Feria de Abril. Las bombillas fundidas se cuentan por docenas. Me parece digna de estudio cómo será la política de reposiciones, pero no hay tiempo para muchas preguntas.

Tras recorrer volando varias salas, que ahora sirven para organizar actos de empresas, conferencias y saraos de este tipo, llegamos a un salón en el que se dan conciertos. La guía explica que a Ceaucescu le fascinó ver que en los palacios de Corea del Norte destinaban espacios diáfanos de techos altos para que el amado líder diera discursos en petit comité, pero donde los aplausos retumbaban por el eco como si aclamase una multitud. No tenéis más que comprobar cómo suena, dice la funcionaria. Y cuando abandonamos la sala, un americano se impacienta: «Pero ¿nos vamos sin aplaudir?». «Adelante, adelante», replica la mujer y los estadounidenses tienen el mejor momento de la visita aplaudiendo con toda su alma. El supuesto estruendo les flipa.

Durante su régimen, Ceaucescu estuvo obsesionado con cambiar la fisionomía del país. El nuevo orden debía implantarse también arquitectónicamente. El casco histórico de numerosas capitales rumanas fue destruido para levantar grandes plazas nunca exentas de un buen balcón para que el conducator saludase a la multitud cuando visitase la ciudad. En el fondo, su plan nunca fue otro que convertir las ciudades en escenarios donde aparecer a mayor gloria de sí mismo. Se llamaban «plazas cívicas», incluían la casa de la cultura de los sindicatos, las residencias de las élites locales, hoteles, teatros y supermercados. Solo una región se libró de este tipo de proyectos, Transilvania. Tocar el legado cultural germano y húngaro le hubiese traído problemas en el exterior. No en vano, muchos pueblos transilvanos se han reconstruido o reparado en los noventa con dinero alemán. En los setenta, la transformación del resto del país fue masiva y en los ochenta el plan era culminarla con el gran Centrul Civic de Bucarest.

Palatul Parlamentului 1

No hubo que esperar tanto. Los acontecimientos se precipitaron por el terremoto de 1977, de 7,2 en la escala Ritcher. En Bucarest se cayeron decenas de edificios y en las labores de rescate se descubrió que en el barrio de Uranus los vecinos ocultaban armas, oro y joyas. Quedó patente que no era tan fácil controlar a toda la población. Así que como los edificios eran vulnerables, los residentes sospechosos y había que reconstruir tras el seísmo, esa fue la oportunidad inmejorable que necesitaba Ceaucescu para transformar el aspecto de la capital con un centro monumental que honrase los logros del socialismo nacional. «Quiero hacer algo que represente simbólicamente las dos décadas de ilustración que hemos vivido; necesito algo, algo muy grande, que refleje todo lo que hemos conseguido», manifestó en un discurso.

Sin embargo, según me cuenta Àlex Amaya Quer, doctor en Historia residente en Cluj-Napoca, ya existían planes anteriores a la II Guerra Mundial para transformar la capital. El rey Carol II en los años treinta tuvo en sus manos un proyecto muy ambicioso que incluía demoliciones en gran número de edificios y que tenía en común con los planes de Ceaucescu la construcción de un gran edificio administrativo en la colina de Dealul Spirii.

Cuando Ceaucescu se puso manos a la obra, lo más traumático fueron las demoliciones. Comenzaron en 1980 y no se echaron abajo solo los edificios afectados por el terremoto, se arrasó con todo. Cayó una sexta parte de la ciudad. El equivalente al área de toda la ciudad de Venecia. Se emplearon veinte mil trabajadores, muchos de ellos soldados haciendo la mili, «para reducir costes», detalla Amaya. Hubo también cincuenta arquitectos e ingenieros y centenares de camiones y grúas funcionando sin parar durante años. La zona a principios del siglo XX se había convertido en una barriada proletaria con la revolución industrial. La propaganda del régimen difundió que uno de los objetivos era eliminar esos guetos y rehabilitar una zona que no tenía ningún valor, aunque en sus estrechas calles había iglesias del los siglos XV y XVI.

Mihai Iacob, profesor en la Universidad de Bucarest, todavía se acuerda de los chistes que circulaban entre la población durante la demolición del barrio: «La gente decía: cuando vayas a Bucarest, ten cuidado que no te atropelle una iglesia, porque se movieron templos y algunos edificios sobre ruedas ¡fue un prodigio de la ingeniería rumana! Afortunadamente, se consiguieron salvar muchos edificios históricos de lo que la gente llamaba la “Ceausima”, una palabra mezcla de Ceaucescu e Hiroshima».

Palatul Parlamentului 62

Desde la colina, donde se ubicaría la Casa Poporului, saldría un bulevar que cruzaría la ciudad de este a oeste. Una calle de tres kilómetros y medio de largo y ciento veinte metros de ancho. Su utilidad era muy discutible técnicamente. Históricamente, la ciudad se había extendido de norte a sur. Pero a Ceaucescu eso no le importaba. Él, personalmente, dirigía las obras, sin saber siquiera leer un plano, según han confesado posteriormente miembros de la Unión de Arquitectos de Rumanía. La propaganda decía que destinó «parte de su valioso tiempo a dar instrucciones a los arquitectos, constructores e ingenieros». Además, su idea, en esencia, era poder realizar desfiles de masas en el bulevar como los que le habían fascinado en China y Corea. Lo demás le traía un poco sin cuidado. Solo tenía en mente ese objetivo y unas medidas, que el bulevar fuese más grande que los campos Elíseos de París.

En las expropiaciones se obligó a los vecinos a abandonar sus casas en veinticuatro horas. Según las propias fuentes gubernamentales de 1981, fueron realojadas siete mil doscientas setenta y ocho personas. A finales de la década, los estudios cifran en cuarenta mil los ciudadanos que fueron forzados a trasladarse a la periferia. El profesor Iacob no olvida aquellos desalojos: «El método, aparte de abusivo, era muy imaginativo en su cinismo: sé que, algunas veces, la familia salía de vacaciones y, a la vuelta, encontraba sus cosas apiladas delante del montón de escombros en que se había convertido su casa. Conozco a alguien que, durante un par de meses, se levantó todos los días con el ruido de las excavadoras, sin saber cuándo le iba a tocar, porque el régimen no se aguantaba solo, sino mediante la contribución sádica e imaginativa de muchos hijos de puta, así que, a veces, lo que hacían no era derrumbar metódica y ordenadamente un barrio, sino de forma aleatoria, derrumbándolo todo alrededor de una casa, por ejemplo, para que a algunos propietarios les diera un ataque al corazón».

Amaya Quer relata que tras las reclamaciones que se produjeron después de la caída de Ceaucescu, una ley, la 10/2001, preveía compensaciones, pero el Tribunal Europeo de Derechos Humanos las declaró insuficientes. Una actualización del decreto en 2013 aumentó las indemnizaciones a los afectados. Para Iacob, no se trata solo de dinero: «¿Qué te pueden dar a cambio de una casa llena de recuerdos de tu familia, marcada por la historia de unos tiempos mejores? Una casa con alma, a cambio de la cual recibías un piso de dos habitaciones, que en Rumanía significa salón y dormitorio, en un bloque frío, mal acabado o sin acabar directamente, en una zona desalmada en las afueras de la ciudad».

Palatul Parlamentului 3

El palacio en lo alto de la colina no guarda proporción con absolutamente nada que haya en la ciudad como no sea la bondad de sus gentes. Algún centro comercial, como el edificio del Bershka y el Stradivarius en Piata Unirii, el Unirea Shopping Center, son gigantescos pero no hasta ese punto. La Casa Poporului de la arquitecta Ana Petrescu, fallecida en 2013, ocupa 6,3 hectáreas de tierra. Son ochenta y seis metros de altura con fachadas de doscientos setenta y seis metros de largo con columnas de capitel corintio. Alberga setecientas oficinas, restaurantes, bibliotecas, salones de actos, museos y el Congreso de los Diputados. Su estilo neoclásico ha sido comparado con las veleidades del París de Napoleón III, que afirmaba la supremacía de un imperio colonial. Y también con la Roma de Mussolini, el Moscú de Stalin y el Berlín de Hitler, los tres producto de la llegada de un nuevo hombre en un nuevo orden en el siglo XX, de infausto recuerdo en los tres casos. En el rumano, ya en los ochenta, cuarenta años después de los delirios totalitaristas en Europa, el nuevo hombre se encontró con esta construcción megalómana en mitad de la ciudad precisamente al mismo tiempo en que el régimen imponía las mayores restricciones de toda su historia por la mencionada intención de Ceaucescu de devolver la deuda externa. Hubo escasez de alimentos básicos, destinados a la exportación, y de energía. «Así se puede entender el cabreo de muchos bucarestinos al llegar diciembre de 1989», matiza Amaya Quer. No hay más que ver la evolución de la deuda externa rumana durante los ochenta en una gráfica. Es muy divertido. Cuando llega a cero, cuando se devuelve toda, justo ahí es cuando los rumanos se rebelan y le condenan a la pena máxima. Ahí está el umbral del sufrimiento de una sociedad en el mercado neoliberal. Ceaucescu fue traicionado por la cúpula del régimen y fusilado en directo por televisión. Y paradójicamente, bromas del destino, el conducator y su señora, la camarada viceprimera ministra Elena Ceaucescu, se fueron de este mundo sin disfrutar su juguete, el bulevar y la Casa del Pueblo, que a fecha de su juicio sumarísimo aún estaban sin concluir.

En la primera mitad de los noventa, las obras estuvieron abandonadas. El país tenía otras urgencias económicas en su difícil tránsito a la economía capitalista y suponía un quebradero de cabeza importante decidir qué hacer con todo aquello. Si en un país sumido en una profunda crisis era pertinente ponerse a terminar el edificio más grande de Europa y la zona en la que estaba albergado, que tenía el chistoso nombre de «Victoria del Socialismo». Hubo quien propuso demolerlo y otros más audaces quisieron convertirlo en el mejor casino del continente. Al final, en 1996, se celebró en su interior la primera sesión de los diputados nacionales y así se ha quedado. Los políticos que decidieron seguir adelante con el proyecto fueron muy criticados. No en vano, habían sido comunistas de segunda fila durante el régimen y se les acusó de no ver con malos ojos la obra urbanística del conducator. Poco a poco, el bulevar se fue surtiendo de neones de publicidad de nuestra vistosa y colorida sociedad de consumo y el primer McDonald’s, abierto en 1995, certificó que de victoria del socialismo ahí ya no había nada.

La visita al palacio termina en el balcón que divisa todo el bulevar. Al contrario que en Berlín, donde Stalinallee, actualmente avenida de Karl Marx, es un espectáculo arquitectónico bien integrado y monumental, con espacio para el ciudadano, terrazas, etcétera, aquí el acabado no es el mismo. Quizá por la orientación, porque el caudal de tráfico circula en el eje norte sur, lo que prevalece es un ambiente ciertamente desangelado. Lo cual no es necesariamente negativo. Una ciudad bulliciosa y deliciosamente caótica como es Bucarest tiene en este hachazo a su urbanismo una especie de oasis. Además, en el lado norte del palacio, junto al río Dambovita, está el parque de Izvor —de la fuente, en castellano—. La gente viene a correr, pasear al perro, tumbarse a la bartola, hacer deporte, como en cualquier otro parque de cualquier lugar del mundo, pero la paz es inmensa con semejante paréntesis en mitad de la ciudad. El detalle más simpático es que el recinto tiene en el centro un castillo infantil muy similar al palacio que domina el lugar. Los niños juegan como locos metiéndose por dentro, saltando, escapando por los toboganes que hay en cada esquina. Tal vez estos críos, cuando crezcan, ajenos a los ecos del pasado, lleguen a apreciar el legado urbanístico de Ceaucescu. O sus hijos. O sus nietos. O sus tataranietos.

Palatul Parlamentului 5

Fotografía: Jelena Arsić

La entrada El bulevar de la Victoria del derrotado Ceaucescu aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

El amigo de las tetas

$
0
0
Imagen: Lotus Film.

Imagen: Lotus Film.

A la gente que le gusta recurrir a los estereotipos nacionales hay que censurarles e incluso reprobarles, pero a veces no queda más remedio que darles la razón. Si analizamos la forma en que los directores Laurent Cantet y Ulrich Seidl, francés y austriaco, trataron en sus películas el fenómeno de las mujeres de cierta edad que recurren a la prostitución masculina en países pobres, lo único que podemos concluir es que el estilo de cada uno se correspondía con los prejuicios habituales que tenemos de sus países.

La protagonista de la película francesa, Hacia el sur (2005), era Charlotte Rampling. Una mujer esbelta, que ha destacado durante toda su carrera por su belleza, aparecía buscando gigolos en la Haití del dictador Baby Doc. Lo que trascendía en esta historia, ente cálidas playas y miradas profundas al ocaso, podríamos decir que era un mensaje feminista. No obstante, en el caso del film austriaco, Margarete Tiesel, la actriz que daba vida a Margarita, no era agraciada físicamente. Tenía celulitis, se le notaban bastante más los años. Y los keniatas a cuyos servicios de prostitución recurría la toreaban constantemente. En unas escenas, además, que lo que buscaban era mostrar la cruda realidad sin disimulos ni sugerencias. Para algunos gigolos la erección con ella era básicamente imposible y asistíamos a ese espectáculo angustioso y deprimente durante largos, largos minutos.

El francés acomodaba la historia a unos criterios estéticos agradables, hasta elegantes. La soledad de la protagonista invitaba a reflexionar. En la austriaca, lo puta que es la vida se mostraba en toda su crudeza. Dolorosa. Lamentable. Un relato era melancólico, el otro devastador. La película del francés era como una brisa, la del austriaco como un sartenazo en la cara.

Esa ha sido la carta de presentación de Ulrich Seidl en los más de treinta y cinco años que lleva rodando. Una carrera que ha ido de menos a más, en la que ha conseguido perfeccionar su propio estilo hasta la aclamada trilogía Paraíso, que ha llegado a ser el colmo del éxito, un hype. Logró que estuviera bien visto que te guste Seidl y eso, cualquiera que le conociera desde largometrajes como Models o Días de perros, no lo hubiera esperado en la vida. Su cine era desagradable, muy aburrido para bastante gente. Hay que reconocer el mérito que tiene que alcanzara esa celebridad con películas que te llevan donde nadie quiere estar, te enseñan lo que nadie quiere ver y te cuentan lo que nadie quiere oír.

En uno de esos viajes que componían Paraíso: fe, Seidl nos situó en el hogar de una fanática católica austriaca, Anna Maria, que se flagelaba delante del crucifijo cuando no maltrataba a su marido inválido. Lo que le hicieron a Peter Coyote en Lunas de hiel de Roman Polanski fue un masajito comparado con los tormentos que sufre aquí Nabil Saleh, actor no profesional que hace de parapléjico. Cuando la buena mujer le dejaba en paz y salía a predicar puerta a puerta se encontraba con otros personajes de trabajos anteriores de Seidl, como la ucraniana Natalya Baranova de Import/Export, ahora alcoholizada sin remedio, o el personaje que nos ocupa en esta entrada, el gran René Rupnik: el amigo de las tetas.

René se muestra muy respetuoso cuando aparece la misión llamada «la Virgen ambulante» de Anna Maria. Accede a sus deseos de ordenar un poco una caótica habitación para que puedan rezar juntos arrodillados, pero en el lance, entre ponte bien y estate quieto, él no puede evitar hablar de algo muy importante en su vida: la forma de los culos y las tetas. Son redonditos esos bultos, por la grasa natural que tiene la mujer por las hormonas, le explica, hasta que ella le hace callar diciéndole que no es un tema apropiado para discutir delante de la Santa Madre, la estatuilla, se entiende.

Imagen: Lotus Film.

Imagen: Lotus Film.

René no es un personaje inventado para la ocasión. Apareció en la etapa en la que Seidl todavía no se había volcado en los largometrajes y filmaba falsos documentales o docudramas dignos de reseñar. Concretamente, René era el protagonista de El amigo de las tetas (Der Busenfreund, 1997). Un profesor de matemáticas que vivía con su anciana madre. En Paraíso: fe ya vemos que la mujer ha fallecido y él está solo y nadando en la mierda prácticamente, con un desorden propio de alguien con síndrome de Diógenes. Ya lo tenia en Der Busenfreund, pero ahora la porquería y los trastos han colonizado también los aposentos de su difunta madre.

En el documental, como en la escena de la película, René nunca perdía oportunidad para hablar de tetas y culos. Es memorable su clase de trigonometría en la que explicando el seno y el coseno hace una digresión para terminar volcándose a divagar sobre su verdadera pasión: los pechos femeninos y las nalgas, que han de ser redondos y turgentes. «Son lo más importante que hay en la mujer», asegura muy serio y convencido.

También odia a las «huesudas», aunque sin pasarse. En otro de sus monólogos critica a las mujeres que pintaba Rubens porque eran demasiado gordas para su ideal de perfección. Le molesta la celulitis que exhiben, le inquieta. Va contra los principios de la estética.

Para redondear la imagen que nos da de su personalidad, Seidl le muestra comiendo directamente de la cazuela en calzoncillos, moviéndose por casa andando a gatas, mientras su anciana madre encerrada en su habitación no puede casi valerse por sí misma, no puede coger un tarro sin que se le caiga. Cosa que a él le da bastante igual.

Imagen: Lotus Film.

Imagen: Lotus Film.

Otros rasgos clave del temperamento de René es que exige muy concienciado la prohibición de los perros. Parece que le molesta mucho ir haciendo eslalon por la calle sorteando sus excrementos. Propone en su clase que se escriba una ley en la que solo se permita tener perros a los propietarios de un terreno. «Como mínimo una granja», proclama levantando el dedo.

En esas particulares charlas que mete frente a la pizarra estén sus alumnos en el aula o no, puede empezar hablando de la sonoridad de la palabra fuck, de cuánto le gusta, de que es casi una onomatopeya, «un disparo», y terminar quejándose amargamente de la existencia de las menstruaciones. «Nunca debe haber sangre ahí», clama desesperado. «Incluso el propio olor de la mujer esos días es diferente», se lamenta.

Es interesante también en ese aspecto su obsesiva pulcritud. René limpia la bañera ofuscadamente después de ducharse, le exige a su madre que cuando cocine pollo ventile durante una hora toda la casa antes de que él llegue del colegio, pero al mismo tiempo acumula revistas y periódicos viejos por los pasillos de esa casa, por los que casi no se puede ni andar. Su madre misma le dice que siente lástima por él. Que no puede dormir por la pena que le da verle. Solo. Sin pareja. Él no le dirige la palabra. Ni siquiera contesta. En Paraíso: fe, cuando ya vemos que ella ha fallecido, René dice: «Cuando mi madre murió, esta habitación también murió para mí». Todavía teme a esa mujer. Experimenta una mezcla de miedo y rechazo hacia ella incluso después de muerta. Y la habitación lógicamente la tiene llena de mierda.

Otra de sus grandes cruzadas es por el honor de Senta Berger, una actriz vienesa. Estudia cada detalle de su cuerpo. En particular, sus labios. Los describe durante largos minutos. Parece que siente desasosiego ante tamaña perfección. Apaga la luz de su habitación y se pone en un proyector diapositivas con el rostro de la actriz. Las observa en silencio durante horas. Pero hay algo que le indigna: ¿por qué la también vienesa Romy Schneider es más famosa y reconocida que ella? No se lo explica y se enreda en soliloquios protestando. Camina y camina pasillo arriba, pasillo abajo de su casa dándole vueltas a estas cuestiones.

Imagen: Lotus Film.

Imagen: Lotus Film.

El autor de esta joya, Ullrich Seidl, se crió en un hogar muy católico y de niño su sueño era ser sacerdote, pero sus aspiraciones pronto dieron un giro si no de ciento ochenta grados en sus intenciones, sí en los métodos. Optó por el cine y uno de sus primeros trabajos, Animal love ya fue calificado por Werner Herzog en los siguientes términos: «Es lo más cercano a ver el infierno». Iba sobre austriacos solitarios que vivían prácticamente enamorados de sus mascotas. Un comentario de Imdb dice que hasta estuvo prohibido en Noruega. Para el crítico Jordi Costa, sus últimos trabajos llegaron a ser «una lección magistral de cómo mirar la otredad sin paternalismos, ni condescendencia». En una palabra, Seidl es un maestro del voyeurismo.

La elección inicial del formato docudrama, cuenta la Encyclopedia of the Documentary Film, se debió a que durante los años ochenta era muy fácil en Austria conseguir financiación pública para este tipo de trabajos. Sin embargo, él transgredía toda la ética del género hasta llevarlo a un terreno muy cercano al movimiento cinematográfico que apareció en los noventa en Escandinavia, el cine Dogma, con el que su estilo guardaba importantes similitudes.

Toda su obra, siempre girando alrededor de las consecuencias del aislamiento social, la sublimación, las fantasías compensatorias y el sota, caballo y rey de la psicología, es muy útil. Y no por lo que muestra, sino por lo que refleja. Es decir, no se pueden extraer grandes conclusiones del día a día de uno de estos personajes solitarios, pero sí se puede comprobar lo que tiene uno en común con ellos. No tiene por qué ser anecdótico. Como todos aquellos a los que le dio taquicardia al abrir su primer manual de psicología y pensar que sufrían todas las psicopatologías allí descritas, este es un cine para acariciar nuestras propias miserias como si fueran lindos mininos. Que tire la primera piedra quien no sea un poco «amante de las tetas», se esconda de la adversidad un poco como Anna Maria o se pille unas tajadas dignas de Natalya.

Imagen: Lotus Film.

Imagen: Lotus Film.

La entrada El amigo de las tetas aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Walter Lure, del CBGB a Wall Street

$
0
0
Walter Lure. Fotografía cortesía de Brudenell Social Club.

Walter Lure. Fotografía cortesía de Brudenell Social Club.

Hace un par de semanas un reportaje del Guardian se preguntaba cómo habían terminado cuarenta años después los punks británicos surgidos tras la explosión del 77. Abría el artículo Ausaff Abbas, de Alien Kulture, que ahora era banquero. Su grupo consiguió una gira con los Specials para veinte fechas y ese fue el momento en el que decidió bajarse del barco. Le pesaron las raíces paquistaníes, explicó, y prefirió concentrarse en los exámenes de fin de curso de la London School of Economics donde estaba matriculado.

La cantante de Au Paris, Lesley Woods, se subió al carro del punk en 1978 seducida por ese espíritu de que cualquiera podía hacer lo que le diese la gana sin necesidad de ser un virtuoso. Y también porque era un movimiento en el que las mujeres tenían un lugar en él sin tener que ser bellezas estereotipadas «de grandes pechos», especificaba. Siouxsie, Poly Styrene y Patti Smith eran sus modelos. Pero esto, contó, era solo la teoría, luego en la práctica se encontró con un muro de violencia y peleas en cada actuación. Llegado un punto, lo dejó y, para limpiar su mente, quiso hacer justo lo contrario de lo que había venido haciendo hasta entonces: se puso a estudiar leyes. Ahora es abogada.

El cantante de Crass aparecía ataviado con su uniforme del servicio de salvamento marítimo. Tras donar el dinero de un concierto a los socorristas de Sea Palling, pudo ver cómo trabajaban, le sedujo el asunto y acabó siendo uno más a tiempo completo.

Una fotogénica punk, Jordan, era amiga de la troupe de Vivianne Westwood y Malcolm McLaren. Alguna vez apareció en el escenario en los conciertos de Sex Pistols y fue responsable de sus estilismos. «Les ensuciaba la ropa», dijo que se limitaba a hacer. Ahora es enfermera en un centro veterinario y todavía lleva el pelo de colores.

David O´Brien, un punk de Mánchester que aparecía trasegando una enorme lata de cerveza en el reportaje, comentó que antes era el típico que iba con sus botas Doc Marteens y los pantalones vaqueros desteñidos. Su padre era alcohólico, no sabía mucho de él. Y su madre tuvo ocho hijos, dos murieron, pero crio a los otros seis ella sola. David creció bebiendo y buscando peleas en los alrededores de Old Trafford. Sin embargo, un día que iba borracho por el bosque vio los restos de lo que podría haber sido un aquelarre de magia negra —la historia se las trae—, eso le hizo coger un Nuevo Testamento y en poco tiempo terminó de vicario de la Iglesia. Ya lleva diez años en ello y ha escrito un libro al que habrá que meter mano: Northern Soul: Football, Punk, Jesus

Y el músico más famoso que aparecía en el amplio reportaje era Terry Chimes, batería de los Clash. Ahora, quiropráctico. Era curioso cuando decía que en la actualidad mucha gente le pregunta si no echa de menos tocar delante de setenta mil personas y él les contesta que ha tratado a más de setenta mil pacientes que se han ido muy felices y que eso no mola menos.

Y ahí se quedaba la cosa porque la lista del Guardian estaba circunscrita al punk y a Gran Bretaña, si no, podría haber sido eterna. Por ejemplo, Nasty Suicide, del grupo finlandés responsable en buena parte de los pelos cardados del glam metal angelino, Hanoi Rocks, ahora es farmacéutico. Andy Shernoff, de los Dictators de Nueva York, pioneros del punk en Estados Unidos, sumiller para tiendas de vinos neoyorquinas. Y si nos pasamos al heavy tampoco faltan ejemplos. Bruce Dickinson, de Iron Maiden, se hizo piloto comercial y ha llegado a volar en misiones de rescate en Afganistán. Punky Meadows, de Angel, posiblemente el inventor del duck face que amenaza a la civilización occidental, ahora regenta una clínica de bronceado artificial, y su excompañero Giuffria desarrolló la patente de una máquina tragaperras que le ha hecho millonario. O Dan Spitz, guitarrista de Anthrax, que ha acabado de maestro relojero con titulación en Suiza… Son muchas las posibilidades, porque los royalties no siempre dan para mantener el tren de vida y porque las lucecitas y el escenario no cautivan a todo el mundo para siempre. No obstante, si hay un músico de todos cuantos se cambiaron de carrera que dio un cambio que no se lo debió creer ni su padre, quien por cierto le ayudó a darlo, ese fue Walter Lure, de los Heartbreakers de Johnny Thunders, posiblemente el grupo más yonqui que jamás haya existido. Veámoslo en perspectiva, empezando desde el principio.

johnnythunders

Los Heartbreakers en una actuación en Toronto, 1978. Fotografía cortesía de Johnny Thunders Rocks.

Heartbreakers fueron el grupo que formaron Jerry Nolan y Johnny Thunders de las ruinas de New York Dolls, uno de los grupos pioneros del glam y del punk rock. Nolan llegó sustituyendo al batería Bill Murcia, que falleció de forma lamentable. Fue en una primera visita del grupo a Inglaterra. Habían sido invitados por Rod Stewart porque Melody Maker les había vendido como the next big thing, el secreto mejor guardado de los bajos fondos de Nueva York y esas etiquetas que colocaba periódicamente la prensa musical. Pasaron de tocar delante de no más de quinientas personas en clubes de mala muerte a hacerlo ante más de diez mil. Al final del show, Murcia acabó en una fiesta donde se hinchó a quaaludes, un barbitúrico. Se vino abajo y los presentes lo metieron en una bañera con agua helada para intentar reanimarlo. Lo que hicieron fue ahogarlo.

Así lo contó Marty Thau (fallecido en 2014), su primer mánager —quien también descubriera a Suicide, los Real Kids o los Fleshtones años después—, en Por favor, mátame: «Bill acabó en esa fiesta y por una combinación de alcohol y, según venía en la autopsia, quaaludes, se empezó a ahogar. Empezó a cambiar de color y se desmayó, y el piso, que estaba lleno de gente, se vació. La gente huyó. Les importó una mierda que ese pobre chico se estuviese ahogando hasta la muerte. Todos corrieron buscando salvar su propio pellejo. La gente que se quedó no quería escándalos, así que le metieron en una bañera de agua helada y dejaron correr el agua. Se ahogó. Lo que tendrían que haber hecho inmediatamente era llamar a una ambulancia, mandarlo al hospital a que se hiciera un lavado de estómago y habría estado bien». El grupo volvió directo a Nueva York y su mánager se quedó respondiendo las preguntas de Scotland Yard.

De vuelta en casa reclutaron al aludido Jerry Nolan. Poco después hubo otro viaje a Inglaterra y volvió a dejar huella, esta vez artística. Un chaval, Malcolm McLaren (muerto en 2014), estaba esperándolos loco por asistir a todos los conciertos que dieran en su país. En la actuación de los Dolls en el prestigioso programa Old Grey Whistle Test de la BBC, el presentador, Bob Harris, les trató con desprecio, tomándoselos a broma. Ya por aquel año, 1973, el rock «no era para reír», por decirlo de algún modo, había ya una tontería y unas ínfulas que los propios Dolls contribuyeron a derribar directa o indirectamente. Porque, de hecho, esa actuación televisada marcó a varios jinetes del Apocalipsis. Por un lado, los Sex Pistols, pero también un tipo con la importancia de Morrissey dijo de aquel show que fue su «primera experiencia emocional seria». El público reunido en el concierto que dieron en Londres era el colmo de la sofisticación. Estaban todos los artistas de la ciudad, la jet y personajes como Paul McCartney. La prensa los había vendido como lo más tope de lo tope, la nueva sensación. Sin embargo, aquello tenía poco de nuevo. Eran cinco tíos vestidos de puta tocando viejo y áspero rock and roll.

Sylvain Sylvain, guitarrista, lo reconoció sin ambages: «Esperaban que fuéramos la banda más increíble de todas y se encontraron con la sucia energía de cinco chavalillos punkis que le habían dado la vuelta a la música para empezar todo de nuevo».

En la siguiente escala en París el impacto no fue menor. Johnny Thunders vomitó, nada más aterrizar, delante de los fotógrafos. Esos días estaba empezando a ponerse de heroína seriamente. Luego, en la tristemente célebre sala Bataclan protagonizaron otro incidente. El público, quizá por esa pota que le cayó al periodista de Paris Match, hizo lo propio y comenzó a escupir a Johnny Thunders. Él se lanzó a por ellos pie de micro en mano y se montó una reyerta de la que salió con la cabeza sangrando y por patas, porque el equipo de seguridad se lio a porrazos con todos los presentes.

Estos incidentes y las ventas del primer disco, buenas para un debut, malas para un grupo con tanta promoción, hicieron que en su sello, Mercury, estuvieran con la mosca detrás de la oreja. El segundo álbum vendió aún menos y el sello se terminó desentendiendo del grupo. Fue en ese momento cuando aquel fan inglés, Malcolm McLaren, se convirtió en su mánager. Iba a relanzarlos y, por algún motivo, decidió que al travestismo había que darle una vuelta de tuerca y los atavió como putas comunistas en sentido literal. Cuero rojo y bandera gigante con la hoz y el martillo detrás del escenario. Ahora ya sí que nadie quiso ficharlos. El grupo se hundió para siempre. Era 1975 y McLaren al menos se quedó con la copla para no fallar con su siguiente cliente, los Sex Pistols. Al otro lado del charco las esvásticas funcionaron mejor que las estrellas rojas en Estados Unidos.

Mientras tanto, Johnny Thunders y Jerry Nolan, acuciados por la necesidad de liquidez para pagarse las drogas, se juntaron con nuestro protagonista, Walter Lure, para dar forma a los Heartbreakers.

bombedoutpunk

Richard Hell de camino al CBGB, 1977. Fotografía cortesía de Bombed Out Punk.

Durante un tiempo, Richard Hell estuvo en el grupo. Este señor, ex de Television, fue quien tuvo que quitarse una camiseta que se había confeccionado él mismo donde se leía «Por favor, mátame» cuando un fan se ofreció voluntario para hacerlo, completamente convencido de que a su ídolo le agradaría. Hell se quejaba por aquel entonces de que ya nadie leía y que la poesía, a lo que él aspiraba, a ser poeta, solo estaba en grupos como el de Johnny Thunders y Jerry Nolan, por eso se unió a ellos. El rock and roll era la poesía por otros medios. Su paso por el grupo, que fue breve, anécdotas al margen, resultó clave en los Heartbreakers porque se llevó a los ensayos «Chinese Rock», la canción sobre la heroína que había compuesto Dee Dee Ramone en el apartamento de Debbie Harry tras un pique con él. Le retó a que no sería capaz de escribir algo mejor que «Heroin» de Lou Reed y ese fue el resultado.

Cuando Richard abandonó el grupo para montar sus Voidoids, los Heartbreakers no dejaron escapar la canción. Es más, con su implacable lógica yonqui, se la apropiaron. Tras la marcha de Hell, el grupo quedó configurado con nuestro Lure a la guitarra y un cuarto en discordia, Billy Rath, un sujeto que, según le describió Oriol Llopis en Ruta 66 después de tratarlo en persona, «era el puta que siempre sabe dónde está la onda de caballo».

Con esta formación el grupo echó a andar, si se le puede llamar así a esos andares. Después de la experiencia con New York Dolls, Johnny y Jerry eran toxicómanos totales. «Todo lo que hacíamos giraba en torno a la droga, no había ensayo si no nos drogábamos antes. Para todo lo que hacíamos nos teníamos que drogar», explicó después Nolan.

Pocos grupos habrá habido en los que todos eran yonquis, vivían tirados como yonquis y cantaban cosas de yonquis. Pleno al quince, no detallitos de yonqui por separado. Con esa filosofía, encendidas las alarmas por un estilo de vida que excedía ligeramente el relaxing cup of café con leche, a Johnny Thunders le llamaban la atención sus allegados, pero él replicaba que en el mundo del rock Keith Richards lo había logrado y era un yonqui, y entonces le tenían que explicar que Keith Richards primero lo había logrado y luego se había hecho yonqui, no al revés.

Sin embargo, los que en principio sí que lo lograron fueron otros gracias a ellos. Mientras descargaban en tugurios como el CBGB y el Max’s Kansas City, en Europa empezaban a escribirse artículos sobre la escena neoyorquina, con Talking Heads, Television, Ramones y ellos mismos como protagonistas de un cuento maravilloso, que en realidad era difícilmente perceptible en la calle. Pero en enero de 1976, en Newsday, Wayne Robins describía cómo vestían, qué influencias tenían y cómo eran estos posthippies cuyos días de reinado iban a llegar, anunciaba solemnemente, y no se equivocó.

El CBGB en 1977. Fotografía cortesía de Bombed Out Punk.

El CBGB en 1977. Fotografía cortesía de Bombed Out Punk.

Cuando los Heartbreakers desembarcaron en Inglaterra un año después, 1977, ya estaban en marcha los Sex Pistols, los Clash, los Buzzcocks y los Damned. Estos grupos, alimentados por un deseo de volver al rock primigenio, como estaban haciendo en Nueva York los Ramones, con ganas de meter cera como el ruido de los Stooges de Iggy Pop, e incluso queriendo imponerse en la jerarquía del caos como había pasado en el rock alemán, el kraut, dieron con la fórmula para llevárselo crudo. No obstante, en una gira con todos ellos, «The Anarchy in the UK Tour», concebida para dar el pelotazo, como era de esperar no salió como era de esperar, válgame la redundancia, y se quedaron tirados en Londres sin un duro.

De veintiséis conciertos planificados pudieron dar solo cuatro o cinco. Tirados, al menos aprovecharon para registrar en los Essex Studios su primer álbum. Su título, LAMF (Like a motherfucker: «Como un hijo de puta»), era una pintada que habían visto en las calles de su ciudad. El sonido corría la misma suerte. Era lamentable y ha sido objeto de remezclas y nuevas grabaciones durante treinta años. Claro que, ¿a quién le interesa un disco de punk que suena bien? Gente, hay gente para todo, pero…

Sin embargo, el impacto de los Sex Pistols fue bestial y se convirtió rápidamente en una máquina de hacer dinero. Su influencia conquistó América, tal y como había ocurrido tiempo atrás con la british invasion, cuando el blues robado por los niños blancos fue devuelto triunfante y transformado a Estados Unidos. Para ese momento, nuestro amigo Walter Lure ya se estaba dando cuenta de que todo aquello no era más que el enésimo gran timo del rock and roll, aunque en Gales tuvo que ver cómo un grupo de sacerdotes y padres se manifestaba frente al teatro donde iban a actuar pidiendo a los críos que no entraran, que dentro se encontraba el diablo, y distribuyendo Biblias entre el personal. Para su sorpresa, todo el mundo se tomaba en serio aquella pantomima.

Entrevistado por John Savage en Sounds en octubre del 77, Lure dio una visión prosaica y desapasionada de todo ese movimiento que se supone que abanderaban. Decía que en Nueva York la moda del punk empezaba a ser más popular que la música. Las fiestas más famosas de la ciudad eran los eventos «punk» que organizaban los grandes diseñadores de moda, se mofaba. En las revistas de sociedad te encontrabas con que Cher y Gregg Allman se habían dejado caer por una fiesta punk. Aquello era una tontuna de mucho cuidado, aunque al menos servía para el sarcasmo, «Cher se acaba de arreglar la cara con cirugía estética, así que ella sí que parece bastante punk», apostillaba.

De repente, la ciudad estaba plagada de tiendas punk y fotos de Johnny Rotten por todas partes. El detonante por lo visto fue un especial de la NBC que exageraba el punk británico como antes habían exagerado los periodistas británicos el punk neoyorquino. La chispa saltó cuando los New York Dolls, que se habían autoproclamado estrellas antes de ni tan siquiera haber lanzado un disco, le enseñaron a la gente que comportarse como un perfecto gilipollas no era óbice para llegar a rock star. Los Ramones cogieron el guante, eso llegó a oídos de los británicos, apareció la televisión y así el punk conquistó las escenas, el mercado y arruinó a muchos músicos virtuosos de los de «el rock no es para reír». La desgracia para muchos de los grupos neoyorquinos fue que, para ese momento en el que les podrían haber volado la cabeza a los británicos con su punk rock auténtico y genuino, como el de los Heartbreakers, ellos ya se habían hecho al molde autóctono de sus grupos locales. Así lo explicó Walter Lure en una entrevista en 2009 en L. A. Record.

Con esta desazón, Johnny Thunders tomó la decisión a finales de ese mismo 77 de empezar una carrera en solitario y el grupo quedó finiquitado. Walter, desde entonces, colaboró en algunos discos de los Ramones mientras sus excompañeros llevaban una trayectoria errante no exenta de discos mágicos, como el aclamado So Alone de su jefe.

Johnny Thunders en 1980. Fotografía: Herzco (CC).

Johnny Thunders en 1980. Fotografía: Herzco (CC).

En 1991 murió Johnny Thunders en extrañas circunstancias tras toda una vida dedicada al exceso. Y un año después se fue Jerry Nolan tras una meningitis que pudo haber contraído pinchándose. Ambos están enterrados el uno junto al otro en el cementerio de Queens, a cinco metros de distancia. También podría estar junto a ellos Billy Rath, pero en 1985 dio la espantada y desapareció del mapa. Tomó esa decisión porque se veía con un pie en la tumba por su adicción a la heroína. Durante la rehabilitación le pasó lo que a muchos, le dio por leer la Biblia y le gustó lo que encontró. Tanto que terminó convirtiéndose en sacerdote y llegó a llevar varias iglesias en las que trabajaba en la ayuda a los adictos, enfermos a los que conocía bien. Murió en 2014 con sesenta y seis años. Lo que nos lleva a la gran pregunta: ¿cómo logró sobrevivir Walter Lure?

Pues cuando se quedó sin los Heartbreakers tuvo que recurrir a su padre, que había sido banquero toda su vida. Este lo recomendó a brokers de bolsa que necesitaban trabajadores temporales a su cargo. Walter se metió a currar un par de días a la semana y aprovechó el resto de los días libres para «resolver problemillas de los viejos tiempos», en sus propias palabras. Cuando estuvo limpio, pasó a ser empleado a tiempo completo y no se le debió dar mal el mercado bursátil, porque en los noventa llegó a tener a su cargo a ciento veinticinco personas en Wall Street. Sin másteres ni posgrados: «Entré por la puerta de atrás, porque yo no había estudiado», explicó. Gracias al curro logró mantenerse limpio durante veinticinco años y por ahí sigue danzando. Podría decirse el tópico rockero de que con actitud uno puede lograr lo que se proponga, pero Walter, según declaró en Uber Rock, no se hace muchas pajas mentales y considera que el hecho de no estar muerto, como todos sus compañeros, no ha sido más que cuestión de suerte:

No te creas que yo fui del todo inocente en aquellos días solo porque estoy vivo ahora. Todos fuimos absorbidos por ese estilo de vida con ligeras variaciones y nos costó unos cuantos años de adaptación antes de volver a la normalidad. Yo tuve suerte de tener estilos de vida alternativos al aterrizar para sustituir los que eran demasiado perjudiciales. También tuve suerte de encontrar un trabajo e incluso disfrutar lo que estoy haciendo en Wall Street. Si hubiese encontrado trabajo de taxista, quizá no habría durado tanto tiempo También conseguí mantenerme fuera de cualquier problema legal durante años, más por suerte que por otra cosa.

Por suerte o por desgracia, si todo el mundo representa un papel en el circo del rock and roll, el de Johnny Thunders, Jerry, Walter y Billy, los Heartbreakers, por la época y la entrega que pusieron, fue cinema verité. Y el paso de Walter Lure por el mundo de la heroína neoyorquino de los setenta y Wall Street en los últimos veinticinco años le convierte en, posiblemente, el hombre que más mierda ha visto en su vida en todo el mundo.

La entrada Walter Lure, del CBGB a Wall Street aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Viewing all 403 articles
Browse latest View live