2425 textos en diez años envió Daniel Utrilla (Madrid, 1976) desde Rusia y el espacio de la Unión Soviética al diario El Mundo. Las suficientes como para decidir que los árboles, las crónicas, no le dejaban ver el bosque, el alma rusa. Abandonó el periodismo, escribió su ‘A Moscú sin kaláshnikov’ (Libros del KO, 2013) y allí sigue, viviendo su pasión por ese país; un amor innato, no acudió allí ni porque le obligaran ni porque se echara una novia rusa, fue allí porque amaba un país y una cultura. Asegura que allí seguirá hasta que nada de lo que le rodee le parezca extraño. Cuando se convierta totalmente en ruso. Queremos conocer su opinión de la crisis y los últimos acontecimientos que han sucedido en esas latitudes y que comparta los momentos más interesantes y, por supuesto, también los más hilarantes que vivió como corresponsal.
Acabas de llegar de Moscú.
He tenido un viaje horrible. Pero se me ha ocurrido una idea para insonorizar a los niños, que no sé si me la aceptarán. Un par de escafandras, como de astronauta, para que hablen entre ellos con radiófonos, y que griten, pero que nadie les oiga. Ellos disfrutarían y el resto de personas, durante cinco horas que dure el vuelo, también disfrutaríamos viéndolos, ¿no?
¿Qué has dejado atrás en Rusia? ¿Cómo está afectando la crisis? Cuéntanos cuál es la última hora.
Yo ya no trabajo de periodista. Y una de las razones por las que lo dejé fue para poder vivir sin estar a la última. Sigo la actualidad y estoy al tanto, pero no a la última. Estoy en una línea más antropológica. Una vez me dejó una novia rusa y me dijo: «No te dejo a ti, dejo a tu periódico» y eso me hizo pensar mucho. Los periodistas somos difíciles para los demás. Ahora intento quedar con mis amigos periodistas y es imposible, siempre me cancelan la cita. Yo en su momento era igual o peor.
Sobre esta crisis te puedo decir que estuve cenando el otro día con una amiga y me soltó una frase que me alumbró, definía perfectamente el alma rusa. Me dijo: «Comeremos patatas si es necesario, pero estaremos con Putin». Eso es lo que me queda de la crisis. Aquí no se puede explicar un fenómeno así, en España la culpa la crisis la tiene el Gobierno y te surge Podemos. Eso es imposible en Rusia. La popularidad de Putin creció exponencialmente con lo de Crimea y ahora con la crisis es incluso más alta.
Desde Rusia se interpreta que hay unos factores externos que han condicionado la crisis. El exministro Mijaíl Fradkov, ahora director del Servicio de Espionaje Exterior, dijo cuando el rublo empezaba a caer que había un intento de Estados Unidos de cambiar el régimen a través de las sanciones, influyendo en el rublo y con la manipulación del precio del petróleo a través de la OPEP. Y eso lo dijo antes de que el rublo se diera la gran hostia. Yo no digo que sea verdad o mentira, pero la crisis se está interpretando en esta clave.
¿No le pasará factura a Putin en algún momento?
La prensa occidental parece que vende que el régimen se tambalea y yo eso la verdad es que no lo veo. A Rusia la prensa occidental le tiene muchas ganas. El otro día Putin en la rueda de prensa masiva que hizo dijo que al oso ruso siempre intentan arrancarle las garras, pero un día después comentó algo más interesante: vino a decir que ante los intentos de Rusia por mantener su independencia, surgen fuerzas que se oponen constantemente por el mero hecho de que «somos rusos». No recuerdo si lo expresó exactamente con esas palabras, pero yo lo comparto. A veces se critica a Rusia solo por ser Rusia. Veo mucha alegría por que su economía tenga problemas. Yo ahí detecto racismo.
Hay una especie de animadversión generalizada hacia Rusia. Es verdad que en muchos casos ella misma se ha ganado a pulso su mala fama como, por ejemplo, con la guerra de Chechenia, pero en otros aspectos no está justificado. Cuando la petrolera rusa Lukoil intentó comprar Repsol hubo un debate brutal aquí, una campaña intentando frenar la operación. Recuerdo escuchar a una tertuliana bastante conocida cuyo argumento final era «es que son rusos», y que por eso no se podía permitir la operación. Para mí eso es racismo, es que no tiene otro nombre.
En los noventa, el líder del Partido Comunista, Zigánov, se quejaba de que Rusia carecía de una industria productiva y lo fiaba todo a la exportación de materias primas, decía que se debía invertir el modelo. ¿Se ha logrado algo en esa línea?
El propio Putin ha reconocido que no se ha diversificado la economía, que se sigue dependiendo muchísimo del petróleo. Los hidrocarburos son un 70% de su presupuesto. Es obvio que la asignatura sigue pendiente. Rusia tiene sectores muy claros. El cosmos, ahora son los únicos que llevan astronautas a la estación espacial, la ciencia —han apostado fuerte con el centro de Innovación de Skólkovo, que pretende ser un Silicon Valley con una apuesta fuerte por la nanotecnología— y las armas, con nuevos modelos de Kalashnikov. Pero claro, si al presupuesto le rebajas de golpe el petróleo, todo se resiente. En otras áreas no veo que estén desarrollando o innovando.
Esta crisis yo la he vivido por primera vez, digamos, como ruso. Cuando trabajas como periodista occidental y ocurren estas cosas casi te alegras. Porque con cien euros te dan más rublos y todo te sale más barato. Pero yo ahora trabajo allí y cobro en rublos. Con la última caída, sentí algo nuevo para mí: vértigo. Los rusos llevan sintiéndolo periódicamente desde el 91. Luego en el 98 y en el 2008 otra vez. Están acostumbrados a que se les mueva el suelo bajo los pies. Yo no.
Ellos lo llevan mejor. Tienen una fortaleza para soportar las crisis de la que nosotros carecemos. Sobre todo crisis que son muy bruscas, porque la española la hemos visto venir, destruye empleo, tejido productivo y todo lo que tú quieras, pero avanza como una especie de glaciar. En Rusia no, tú te levantas un día y de repente, ¡coño, no me puedo ir este año de vacaciones! O cosas peores. Pero se las apañan, se ayudan entre ellos. Son más fuertes.
¿Es verdad eso de que los eslavos se unen más cuando vienen mal dadas?
En Rusia es un rasgo que ellos echan de menos de los tiempos soviético. Con la Unión Soviética, cuando no había tantos recursos, si uno era dentista y el otro fontanero se intercambiaban servicios. Todo esto en Rusia persiste en los pueblos y en las provincias, en Moscú no tanto. Es una ciudad más arisca.
¿La Rusia de provincias sigue estancada?
Dicen, de hecho, que hay dos Rusias. La que está dentro del primer anillo de circunvalación de Moscú y la que está fuera. Ya ni siquiera es Moscú, es la que está dentro de su M-30. He viajado mucho por Rusia y sí que ves muchos problemas. De infraestructuras, calles que no se han renovado en mucho tiempo. Comparas la urbe con la provincia y son dos mundos. Moscú es una ciudad-estado, ahí se mueve todo el dinero.
Me dijo un amigo que estaban tan atrasados que está todo lleno de librerías.
[Risas] Leen mucho y además en papel. Es algo de lo que pueden presumir. Si vas en un tren, el viajero de enfrente te puede invitar a beber y comer algo y el tema de conversación que une a todos los rusos, un tema que puedes sacar y del que nadie te dirá que no sabe qué decir, es el de la novela. Da igual la extracción social, da igual si son ingenieros o campesinos. El día que murió Solzhenitsyn me encontré un campesino que lo había leído, estuve hablando con él y la conversación derivó en Garcilaso, Cervantes… los había leído a todos. A mí eso me da envidia. Era un campesino que estaba con la guadaña.
Los rusos se jactan de que los extranjeros no podemos entender el alma rusa. Yo llevo quince años y cada vez la entiendo menos, pero hubo un día en que me propuse buscarla como un ejercicio periodístico. Intenté resumirla. Y es difícil, ya sabes lo que dijo Churchill de que era un acertijo, envuelto en un misterio dentro de un enigma. Pero para mí el alma rusa es ese cóctel, que lo ves en casi todos los rusos, de inquietud intelectual, interés por las grandes preguntas de la humanidad —por qué vivimos, qué es el amor, etcétera—, mezclado con un vitalismo exacerbado. Al ruso le encanta vivir, tirar el poco dinero que tiene, no pensar en el mañana. Todo lo contrario de una sociedad luterana.
La persona que mejor ilustra esa combinación explosiva es Tolstói. El más ruso de entre los rusos. Un tío que cazaba osos, estuvo como soldado en la guerra de Crimea, perseguía a las gitanas en el Cáucaso, perdió su hacienda jugando a las cartas y luego era capaz, con su pensamiento, de influir en Gandhi, escribir dos de las más grandes novelas de la historia de la literatura y meterse en divagaciones filosóficas que le convierten casi en un místico, un profeta. El faro de Rusia le llamaban.
Entonces luego ves la imagen que se ha creado del ruso en las películas, que se esconde como Drácula cuando le da el sol en la cara, gente con mentalidad robótica, muy seria, que no tiene sentimientos, y te das cuenta de lo equivocado que está el estereotipo. Los rusos no es que no tengan sentimientos, es que sienten más que tú. Son más sentimentales en todos los sentidos. Viven el desamor con una pasión desaforada, el «síndrome Ana Karenina», como lo llamo yo. Ves unas escenas que se producen en las relaciones… Aquí en España todo se racionaliza más, incluso las relaciones se viven de forma más calculada. Allí es todo más espontáneo. El primer rasgo que se cae cuando te metes en esa sociedad es el de que son fríos. Los rusos son volcanes con las laderas cubiertas de nieve. No tienen nada que ver con la sociedad escandinava o alemana.
¿Cómo interpretas todo lo que ha sucedido en Ucrania?
No voy a cometer la osadía de decir qué ha pasado, porque no estuve trabajando como periodista allí este año, pero lo que puedo hacer es transmitir la opinión de lo que se piensa en Rusia. A los rusos lo que les duele es que no se escuche a Rusia. No es una cuestión de que no se quiera compartir su punto de vista, sino de que ni se lo tiene en cuenta. Cuando van a la ONU a hablar da la sensación de que los demás se quitan el pinganillo. Está deslegitimada a priori. Es una constante. Entrevisté un par de veces al asesor de Putin en las primeras campañas electorales y decía que el problema no era la existencia de un pensamiento antirruso, sino de un pensamiento arruso, que ni interesa lo que digan.
Leí en Barcelona un titular de periódico que me asustó y no lo entendí, tuve que leerlo varias veces. Decía «La OTAN se refuerza en el Este ante el avance de Rusia». Interpretaban la incorporación de Crimea como un avance. Pero vamos a ver, si ha habido alguien que ha avanzado en una dirección desde que cayó la URSS es la OTAN, que tiene bases en las fronteras con Rusia. Le prometieron a Gorbachov que la OTAN no iba a avanzar y lo hizo al día siguiente. El escudo antimisiles de EE. UU. se lo van a poner debajo de las narices. ¿Por qué la estrategia anticomunista sigue ahora manifestándose hacia Rusia que ya no lo es?, se preguntan los rusos.
En cuanto a Ucrania, Rusia interpreta que allí ha habido un golpe de estado contra un presidente legítimo. Probablemente no era muy querido por el pueblo, pero hay que recordar, yo cubrí esas elecciones en 2010, que los comicios fueron los más limpios desde el fin de la URSS. Un movimiento que intentó hacer lo que el Maidan pero sin violencia. Hubo un millón de personas y ni un solo herido. Fue muy bonito.
Pero el poder naranja se hundió por las luchas internas, las pugnas entre Timoshenko y Yúshchenko. En 2010 yo le pregunté a este último si la prefería a ella o a Yanukóvich y me dijo que a Yanukóvich, que fue el que ganó. Su victoria electoral puso fin limpia y pacíficamente a un conflicto que se había originado por denuncias de pucherazo. Al menos la revolución naranja democratizó el proceso electoral forzando la repetición de los comicios. Hasta Timoshenko retiró el litigio. De modo que Yanukóvich era presidente legítimo y, ¿qué ha pasado entonces? Que se encontró con un golpe de Estado apoyado por la Unión Europea y Estados Unidos. Con el ministro alemán de Exteriores jaleando a la gente en la calle. ¿Tú te imaginas a un ministro ruso gritando abajo Rajoy aquí en el 15M?
Y luego en febrero Yanukóvich firma un pacto con la oposición, con la presencia de ministros de la UE, Estados Unidos, creo recordar que también el defensor del pueblo de Rusia, y entrega el poder. Se compromete a adelantar las elecciones y a retirar las tropas que tenía asediando a los manifestantes. Y al día siguiente, se produce el asalto a la administración presidencial, empieza la demolición del régimen y Yanukóvich escapa. En Rusia se quejan de que todo esto se ha olvidado, de que parece como que ha triunfado la democracia y ya está. Cuando toma el poder el Gobierno nacionalista llega Estados Unidos y le da la mano. ¿Qué pasa, que ya estaba todo demasiado avanzado como para dar marcha atrás?, se pregunta Moscú. Hubo policías muertos, francotiradores que a día de hoy no se sabe con quién estaban. Hubo una llamada del ministro de Exteriores de Estonia a Catherine Ashton muy alarmado diciendo que los tiradores podían ser de la oposición…
En fin, los rusos defienden esa posición, la de que hubo un golpe de Estado avalado por Estados Unidos y, desde ese momento, ese Gobierno nacionalista toma medidas polémicas como la de restringir la lengua rusa, que no respetan la compleja identidad de Ucrania, que es un Estado-Frankenstein, muy difícil de equilibrar. Yanukóvich, con todos sus defectos, sí que era un presidente que representaba un poco esa posición ambigua que se requiere a un presidente con un país tan especial y dividido, con el este rusófono y el oeste nacionalista que formó parte del Imperio austro-húngaro y de Polonia.
Y todo empezó porque rechazó firmar el Tratado con la UE. Rusia entonces decide proteger a Crimea, un territorio que ellos consideran que es históricamente ruso. Jrushchov se lo había regalado a Ucrania como quien regala un misil intercontinental. Si nos vamos por las ramas también podemos recordar que allí combatió Tolstói contra los ejércitos británico, francés y turco, que allí Nabokov cazaba mariposas de pequeño y que, de hecho, su primer trabajo entomológico, publicado en 1920, fue Mariposas de Crimea…
Cuál es ahora el abanico político en Rusia.
Sería un problema querer interpretar en clave española su panorama político. Aquí tienes izquierda y derecha, pero allí un conservador puede tener una política social muy marcada. Putin nada más llegar al poder enterró el debate sobre la salida de la momia de Lenin de la Plaza Roja, que Yeltsin quería sacar a toda costa, y recuperó la música del himno soviético y la bandera roja del ejército. Alguien de derechas no lo haría. Él es muy poliédrico. Cuando lo entrevistamos los periodistas españoles nos explicó que tomó esa decisión sobre la momia porque aún no había llegado el momento: porque toda la gente de más de cincuenta años había tenido carné del Partido Comunista y eran nostálgicos del comunismo.
Yo le pregunté a Vladimir Lukin, defensor del pueblo, por qué había tanto nostálgico del comunismo en Rusia, mientras que en España no los había del franquismo. Y su respuesta fue muy esclarecedora: me dijo que porque muchos rusos viven peor ahora que antes, o sea, que todo es por una cuestión económica. No hay más. Aunque el Partido Comunista siga sosteniendo la antorcha del histórico PCUS, no puedes hablar de izquierdas y derechas en Rusia.
Destacaste en su día que Putin nada más llegar al poder acabó con el problema de los niños de la calle, los huérfanos de Moscú tirados por la calle esnifando pegamento…
Recuerdo que hice reportajes sobre los niños de la calle y cuando quise hacerlo sobre los hospicios ya no interesaba a nadie. Putin también intentó mejorar la situación de los pensionistas, de los veteranos de guerra, que cada vez hay menos. Pero lo más importante creo que reside en lo simbólico, en el himno y la bandera; recuperar el prestigio de Rusia como superpotencia es algo que al ruso le importa, podríamos decir que es una política social psicológica.
Para el ruso no es importante solo la cuestión económica. Han sufrido mucho, pero psicológicamente dependen mucho del hecho de seguir siendo una potencia. He entrevistado a muchos veteranos de la Segunda Guerra Mundial y, la verdad, les duele profundamente que su país haya perdido ese estatus. Que, por ejemplo, la OTAN bombardeara Yugoslavia, no poder impedirlo, eso les llega al alma. A veces pienso que el hecho de que la pensión sea más alta o más pequeña, mientras les ayude la familia, no es tan importante para ellos como el prestigio del país. Económicamente, han vivido épocas mucho peores.
El hecho de que Putin haya recuperado el poder, rechistarle a Obama para que no bombardee Siria con el truco de desmantelar las armas químicas, o darle asilo a Snowden, darle así en las narices al imperio, alimenta a mucha gente. Es como una política psicológico-social, aunque para mi gusto sigue habiendo una gran desigualdad por mucho que Putin en sus discursos airee a los cuatro vientos cifras de cuánto ha subido el salario medio y tal. Es verdad que hay una clase media que no existía hace quince años, pero hay una gran desigualdad que se percibe en la propia calle aunque ya no haya huérfanos por ahí tirados.
El problema es que a Occidente no le gustan los líderes rusos fuertes. Ahora Gorbachov está criticando duramente a Obama y creo que no está saliendo en los medios occidentales, al menos no tanto como cuando lo presentaban como líder que acabó con la URSS. Kerry ha dicho que lo de Ucrania no es como Rocky IV, pero yo creo que sí lo es. Son golpes bajos que se le dan a Rusia, que no para de recibirlos, desde Yugoslavia a las revoluciones de colores. Rusia responde con lo de Siria y lo de Snowden, y muchos creen que ahora están recibiendo el castigo correspondiente.
Además, está esa imagen errónea de Putin como exespía. Qué más hubiera querido él que ser un verdadero espía. Él trabajó en la Alemania Oriental, precisamente el país al que no iban los espías: eso era la retaguardia. Putin era un funcionario, no estuvo en los órganos jurídicos del KGB. Lo ha justificado hasta Solzhenitsyn, que antes de morir justificó a Putin afirmando que estaba devolviendo a Rusia una dignidad política que Yeltsin había dinamitado. Pero estas cosas que dicen Solzhenitsyn o Gorbachov no interesan, solo se les cita cuando atacan algo de su país.
¿Y la oposición?
Cuando en el 2012 el movimiento opositor salió masivamente a las calles, la máxima movilización desde los noventa, el Partido Comunista no se unió a ella. Ziugánov es muy crítico con Putin y en el Parlamento cuando le tiene que cantar las cuarenta se las canta. Pero la oposición es muy dispar, muy heterogénea. Cuando yo cubría manifestaciones intervenían en la misma tribuna Limonov, Kasparov y ministros de Yeltsin. Un bolchevique, Kasparov como ente indefinido y tíos de derechas… Es decir, es imposible la oposición. No puedes plantar cara a alguien con mil caras.
Putin tiene una vena social y luego el lado patriótico muy acentuado. Tiene todos los rasgos de todos los partidos. Y también hay que entender que en Rusia la izquierda es lo retrógrado y la derecha lo progre. Putin ha montado su discurso contra los años noventa, que es la época en la que más sufrieron los rusos desde la Segunda Guerra Mundial. Es difícil sostener el concepto de democracia cuando la gente que tenía treinta años en aquella época lo pasó tan mal.
Citaste en una crónica a alguien que te dijo sobre Gorbachov: «Al menos Hitler no traicionó a su pueblo».
A él le identifican con la caída de un imperio al fin y al cabo; una caída que se tradujo en una etapa de penuria social y pérdida de territorios. Mientras Occidente veía en él al hombre que puso punto final a la guerra fría, allí la gente estaba haciendo colas con cupones para comprar lo elemental. Le echan en cara que la transición no fuera menos traumática. Lo meten en el mismo saco que a Yeltsin. Recuerdo que en el entierro de Yeltsin me encontré con una abuelita muy angustiada, pensaba que estaba triste, le pregunté si había ido a despedirse de él y me contestó: «No, he venido a asegurarme de que estaba muerto, y lo que me molesta es que no esté Gorbachov a su lado».
Lo de Gorbachov lo ven como si hubiera abierto la escotilla del submarino antes de llegar a la superficie, porque sufrió y murió mucha gente que no pudo adaptarse. Los rusos de más de cincuenta años tienen el alma dividida, no se pudieron adaptar a lo que vino. Quebró todo, incluido el sistema de valores, no solo un ente geopolítico, sino una manera de ver la vida. No pudieron adaptarse al capitalismo, a lo que requiere de competición, de ambición, de sálvese quien pueda. En el año 90 no había pobres en las calles de Moscú como ahora. Con Putin empezaron a mejorar las cosas y hay que valorar de dónde se viene. Veremos qué hace el siguiente.
Limonov.
Hasta que Carrère escribió su biografía los periodistas no le hacíamos mucho caso. Tiene también un perfil muy difícil de describir, entre fascista y tío de izquierdas, es ese caso en que los extremos se juntan y crean monstruos. No sé cómo interpretarlo. El gran acierto de Carrère es haber encontrado en él a un ruso de pura cepa. Lo que más me gusta de su libro es que al final, lo que queda del personaje, fuera del cascarón, es que es un puro ruso que ha vivido experiencias inauditas en Yugoslavia, en Nueva York, como poeta maldito, experiencias militares, o místicas en las montañas de Kazajistán… De eso es de lo que te hablaba antes, de la vitalidad exacerbada unida a una especie de inquietud espiritual muy fuerte. Eso es muy ruso.
Qué opinas de la homofobia que hay en Rusia.
Se ha criticado mucho esta última ley que prohíbe publicitar la homosexualidad. Pero yo, sinceramente, vivo en Moscú y los círculos gais tienen sus lugares y no les persiguen con porras. Es todo muy relativo. Al final siempre hay espacios de libertad. Rusia creo que está más liberada de lo que parece en muchos aspectos. La imagen es una fachada exterior, pero el comportamiento de los rusos está más liberado que en Occidente. Aunque con el tema de la familia son más conservadores que en Occidente: las mujeres suelen querer casarse pronto y formar una familia.
¿Cuál es el papel de la iglesia ortodoxa en la sociedad?
No es lo mismo decir que eres ortodoxo que ser católico. La propia fundación del Estado ruso está impregnada de la religión ortodoxa; la fundación del Estado queda simbolizada en el bautismo del príncipe Vladimiro en Crimea. La religión es la otra cara del Estado, como queda demostrado por el hecho de que dentro de la muralla del Kremlin se mezclen los palacios con las catedrales iglesia. Decir «soy ortodoxo» es una especie de declaración patriótica, casi como sinónimo de ser ruso. Ser católico es más universal. La ortodoxia, de hecho, se opone frontalmente al poder del papa. Sin embargo, gran parte de la sociedad, tras el comunismo, no tiene una fe práctica aunque vayan a la iglesia. A todas las personas mayores de treinta años les han dicho en la escuela que Dios no existe. Eso es muy difícil de cambiar.
¿Qué opinión tienes del comunismo, funcionaba o no funcionaba?
Todo lo que ha pasado en Rusia y lo que pasa y pasará, a mí me interesa siempre desde un punto de vista estético. En este sentido, habría dado un dedo por vivir la época comunista. Sigue habiendo muchos vestigios. En las grandes moles arquitectónicas, en la ciudad de Prypiat en Chernobil, que quedó paralizada, sepultada por la radioactividad como una especie de Pompeya, y que mantiene la estética comunista tal cual era. Ves hoces y martillos en las farolas, las grandes consignas de Lenin en los edificios, los carteles de las tiendas muy ascéticos: Verdura, carne… Los colegios, todo muy ordenadito. También está Minsk, capital de Bielorrusia, la más soviética de las exsoviéticas, que tiene todavía una gran ausencia de publicidad comercial. No como Moscú, que es la desmesura en ese aspecto. Desde ese punto de vista me interesa el comunismo, desde algo estético.
Personalmente, me gusta la época de Jrushchov, el último romántico del comunismo. La época de los misiles de Cuba, de Gagarin en el espacio… Él creía en el comunismo, Breznev ya no, tuvo escándalos de corrupción en su familia y todo eso. Y me gusta Jrushchov por esa característica del pueblo ruso, esa especie de ilusión infantil en la utopía. Tenían las aceras abolladas pero fueron los primeros en lanzar sondas a Venus…
No obstante, mi reproche al comunismo es que sacrificaron la vida terrenal por la utopía. Lo de las aceras lo digo en broma pero es verdad. Una metáfora del comunismo sería para mí el Hotel Ucrania, una de las siete tartas de boda estalinistas, unos edificios neogóticos brutales, escarpados. El Hotel Ucrania es el hotel más alto de Europa. Cuando yo llegué en el año 2000 para sustituir a Julio Fuentes —que era un ogro del periodismo, me enseñó mucho pero también me asustó bastante—, estuve allí alojado. El hotel todavía era soviético por dentro. Las habitaciones eran espartanas, muy pequeñas, con manchas cuyo origen preferías no saber, muebles chirriantes, todo como muy funcional, pero incómodo. Eso sí, por fuera aquello parecía un castillo; parecía que entrabas en la ópera, en una pirámide de faraones. Pero por dentro la vida era como estar en una especie de pequeña colmena, era triste, sucia. Eso es lo que yo intuyo que fue la Unión Soviética, vivir el comunismo. Así lo creo por lo que he estudiado y por lo que me han contado.
Pero hubo épocas, no fue siempre lo mismo.
Con Jrushchov yo creo que fue la época más feliz del comunismo, como digo. Especialmente cuando Gagarin vuela al espacio y su regreso. He escrito mucho sobre esto, he estado donde aterrizó, he hablado con gente que estuvo con él ese día. Campesinos que me contaban que le habían tocado, otro decía que había visto que tenía algo de barba y le preguntó «¿Ustedes en el cosmos no se afeitan?» [risas].
La noticia del despegue y aterrizaje de Gagarin coincidió en el tiempo, pues los soviéticos no se enteraron de los preparativos. Cuando aterrizó después de completar la órbita de ciento ocho minutos, se hizo público que se había producido la gesta. Gagarin nació con la venida, es como Jesucristo. Al llegar se encontró con una campesina que le preguntó si venía del espacio exterior y él le contestó: «Sí, pero no se preocupe, soy soviético». Parece una película de Berlanga. En plan: «Tranquila, en el cosmos también somos soviéticos» [risas].
Entrevisté al hombre que primero le hizo las fotos en el aeródromo de Engels. Por cierto, que cerca hay otra ciudad que se llama Marx, en la provincia de Saratov [risas]. La gente en aquella época pasaba por estrecheces económicas, todo el mundo cobraba ciento cincuenta rublos, solo había un modelo de zapatos, había listas de espera para comprar un electrodoméstico, pero la gente que vivió eso lloraba de alegría cuando me contaba lo que significó para ellos ver a Gagarin. «Es el momento más feliz de mi vida», me decían llorando. Hay que entender esa época como un periodo en el que, pese a las adversidades, la sensación de ser una superpotencia cósmica y geopolítica llenaba a la gente.
Para llevar todo esto a cabo, Serguéi Koroliov tuvo que convencer a los gerifaltes del régimen de que sus hitos cósmicos iban a revertir en el éxito político del país. Lo vieron, le dieron todos los medios que pudieron y así llegó el Sputnik, la perrita Laika y luego Gagarin. Y él estaba convencido de que se iba a llegar a Marte en los años setenta. Construyó el cosmódromo ultrasecreto de Baikonur en una zona inhóspita, un lugar donde solo había alacranes y tormentas de arena. A día de hoy, desde ahí se siguen lanzando misiles. Visionarios como Koroliov, esos utópicos, de hecho creo que todos los rusos tienen dentro una especie de inventor loco, eso es lo que me apasiona del comunismo soviético. A mí no me interesa el cosmos como abismo, es demasiado complejo, pero la historia de esta gente en mitad del desierto, rodeados de escorpiones como digo, los suslik o perritos de las praderas, con -40º en invierno y 40º en verano. Esas gestas son lo que me atrae. Cuando envían a Gagarin al espacio la URSS era un país muy campesino.
Y luego a Jrushchov se le iba la olla. Quería plantar maíz en el desierto, revertir el curso de los ríos siberianos para que fueran hacia Asia Central. Este proyecto en concreto no se llevó a cabo, pero muchos sí. Las pruebas nucleares tuvieron que pararlas porque le dijeron a Jrushchov que ya estaba temblando la corteza terrestre [risas]. Todo esto me apasiona desde un punto de vista literario. Porque el fracaso político del comunismo a la soviética es evidente, pero esta etapa la veo como algo romántico, la gente con la que he hablado, pese a las estrecheces, la recuerdan con cariño.
Por eso, si algo me atrae del comunismo, es el mero hecho de que se atrevieran a hacerlo. Hubo obstáculos, ya desde la propia Revolución, que nació con sangre. Y para mí una revolución que nace así, soy muy tolstoiano, ya está deslegitimada. Me acojo, como él, a la no violencia.
¿Qué hubiera pensado Tolstói de los bolcheviques?
Tolstói no habría apoyado la Revolución. Él murió siete años antes del Octubre Rojo. Los comunistas le llamaban «el espejo de la revolución» por la vena altruista de ayudar al pobre que tenía. Tolstói lloraba a lágrima viva cuando iba a Moscú y veía a los pobres, por eso no vivía en la ciudad. También tenía ese punto de querer devolver las tierras a los campesinos, por todo eso los comunistas se intentaron apropiar de su figura, lo mismo que la URSS hizo suyo de alguna manera el mito del Quijote. Pero estoy convencido de que si hubiera sobrevivido se lo habrían cargado. Solzhenitsyn lo recalcó: la represión zarista era insignificante comparada con la mecanización carnicera que fue el gulag. Esas cartas que Tolstói escribía cantándole las cuarenta al zar, no se las habrían perdonado los comunistas.
¿Y de los años del estancamiento, a finales de los setenta y principios de los ochenta? Ya sabes la metáfora de Kapuściński del tren que al final termina parado, con las cortinas de las ventanillas bajadas, y que moviéndolo de un lado a otro decían a los pasajeros que está en marcha. ¿Qué visión tienes de aquella época?
El estancamiento llega en los setenta cuando se produce el parón tecnológico. Creo recordar que en un momento dado Brezhnev, entendiendo que el problema tecnológico era ya insuperable, empieza a comprar a IBM. Es ahí cuando reconocen que no pueden seguir al mundo capitalista. Había computadoras soviéticas, armatostes como tenían también en Occidente, pero no podían competir. Y llegó el día en que, después de que Jrushchov dijera que fabricaban misiles como salchichas, empezaron a faltar las salchichas.
Coronado todo por el posterior detalle simbólico de la apertura del primer McDonald’s en Moscú, que es cuando a Gorbachov el capitalismo se le mete hasta la cocina de la Unión Soviética. Era el año 90, todavía existía la URSS. Fue como dejar entrar a Messi en el área, apartarse el portero y decirle que la empuje.
De todas maneras, la decadencia de los setenta, seguida de la época de Andropov y Chernenko, con todas las carencias que sufrieron, no tiene ni punto de comparación con lo que vino después con Yeltsin y con Gaidar. Aquello fueron colas como no se recordaban desde la Segunda Guerra Mundial, una inflación del 1200%… ¿Y la democracia? Recordemos que Yeltsin bombardeó el Parlamento en 1993. Los historiadores lo llaman «la pinochetización del régimen». Aquí solo Anguita lo criticó. Y luego ahora critican a Putin por antidemócrata, pero la Constitución que rige ahora mismo es la que salió del bombardeo del Parlamento, ni más ni menos. Hasta hubo unas elecciones en el año 96 sobre las que hay investigaciones que demostrarían que Yeltsin las perdió y tuvo que dar un pucherazo. Occidente estaba acojonado, también muchos rusos. Si bien no al comunismo auténtico, podrían haber vuelto al de Ziugánov.
Los noventa fueron traumáticos. Me contó la madre de un amigo mío que entró con su hijo pequeño a una tienda, que no había nada y el pequeño le dijo: «¿Mamá, quién se lo ha comido todo?». Con el comunismo, por ejemplo, en el año 89 no había mendigos en la calles. La gente vivía mal, pero vivía con algo. Yo he visto muertos de frío en las calles de Moscú, cadáveres de los sintecho que retira la Policía. Eso no pasaba con Chernenko, no pasaba con Andropov, la gente no tenía recursos, casi nada, pero tenía su casa. Ahí está el tema moral, de qué es mejor, si la libertad o que se muera la gente en las calles.
El problema del tránsito al capitalismo, básicamente, es que se hizo de forma chapucera.
Nunca en la historia de la humanidad se había desmantelado una economía planificada. Gaidar, al que entrevisté poco antes de morir, dijo en su momento que los cambios iban a ser «como saltar al vacío con los ojos cerrados». Es evidente que no funcionó. Más que el comunismo, desgarró más al ruso la caída del comunismo. Por eso Gorbachov es tan odiado. La transición no es que no se hiciera bien, es que no se hizo. Están en transición todavía. Hasta hace poco el teléfono interurbano era gratuito en Moscú, eso era un remanente del comunismo. Pagabas minucias por el metro. Son precios que van aumentando, pero hay mucha gente que si no fuera por eso no podría vivir. El poscomunismo fue peor que el comunismo para muchos rusos. Ahora, también a muchos otros les fue bien y ahí estaban en el entierro de Yeltsin dándole gracias por la libertad recuperada. Al final cada uno cuenta la película según le va en la vida. Dicen también que quizá Gorbachov debería haber intentado una transición más a la China…
Lo dicen ahora. Habría que haber estado ahí.
Pero eso de que Gorbachov fue el hombre que acabó con la guerra fría es abstracción pura. Es muy bonito decirlo, el adalid de la libertad. Eso no significa nada, mientras eso sucedía el ruso tenía que estar haciendo colas con cupones de abastecimiento y elegir entre salchichas o vodkas. Además, se ha visto que la guerra fría no acabó. Ya se le ha caído la máscara a la OTAN. Antes había un componente ideológico que se podía sostener, ahora…
El mejor libro que he leído sobre Rusia es uno de Colin Thubron titulado Entre rusos. Recorrió la Rusia occidental en el año 84 en coche. Su cuaderno estuvieron a punto de quitárselo en la frontera, de hecho el libro podría no haber existido, pero al final le dejaron pasar las notas. El libro empieza así: «Desde que tengo uso de razón, Rusia me ha inspirado miedo». Eso se sigue alimentando.
Obama ha decepcionado mucho, sobre todo a los rusos. Una de las primeras decisiones en política exterior que tomó fue «darle al botón reset» y les planteó un desarme ambicioso. Hillary Clinton le regaló un botón rojo «de reseteado» a Lavrov y junto al botón la palabra estaba mal escrita en ruso, y en lugar de perezagruska («reinicio»), ponía peregruzka que significa «sobrecarga». Una anécdota simbólica pero muy significativa. Ahora sus relaciones están en su punto mínimo desde que cayó la URSS. Con Bush Jr. no fue así, recuerdo que llegó a decir que había mirado a los ojos a Putin y había visto su alma y, precisamente, Hillary Clinton le contestó que los espías del KGB no tenían alma.
¿Por qué sigue la beligerancia?
Creo que lo que está ocurriendo ahora con la economía rusa era el objetivo, Ucrania ha sido el instrumento. Hasta McCain, que también estuvo jaleando al Maidan, dijo que el objetivo era debilitar a Rusia. Si no hubiera sido por Ucrania, habría sido por otra cosa. Y al final está sufriendo la gente. Ya no hay bombas, pero la dinámica es muy beligerante. Se sanciona a Rusia por apoyar a los prorrusos pero, ¿quién sanciona a Estados Unidos por apoyar a los no rusos? ¿Dónde está la legitimidad? ¿Es Dios quien habla a través de Obama? Es como si me sancionan a mí, que soy de Madrid, por apoyar al Real Madrid. ¿A quién iban a apoyar los rusos si no es a los prorrusos?
No obstante, lo de Crimea fue una jugada muy audaz. Yo creo que Obama alucinó, fue cuestión de días. Golpe de Estado en Kiev y en un gambito rápido Crimea vuelve a Rusia. La popularidad de Putin subió al 80%.
Recuerdo cuando empezó lo gordo en Maidan, que Putin estaba viendo un partido de hockey entre Rusia y Estados Unidos en las olimpiadas de Sochi. Siempre que ha habido un conflicto, como el de Osetia, hay una olimpiada de por medio, cuando se supone que debería haber una moratoria de conflictos. Rusia estaba trabajando para mejorar su imagen y Sochi era una pieza fundamental en esa campaña, los primeros Juegos desde los de Moscú, que fueron boicoteados. Y el ensañamiento en la prensa occidental con Sochi era el mismo que en el año 80 en las portadas de las revistas: los aros olímpicos hechos con esposas, el oso ruso echando babas… Al final todo salió bien, pero la mierda que les echaron antes, eso ya no lo quita nadie.
Yo fui árbitro de fútbol y a mí me insultaban cuando salía al campo de fútbol. Pensaba: «Yo sé que soy malo, pero déjame que lo demuestre». Con Rusia es igual. Se la silba, se la pita antes. El ruso se siente malquerido.
Sostienes que hay muchos kremlinólogos pero que en Rusia es todo muy predecible, siempre se alternan líderes calvos con líderes con pelo…
Eso se puede demostrar con fotografías. Nicolás II…
Flequillo.
Lenin calvo.
Stalin pelazo.
Jrushchov calvo, Breznev pelo, Andropov calvo, Chernenko pelo, Gorbachov calva con mancha, Yeltsin pelo, Putin….
Y Medvedev con un pelo increíble también.
Pero de Putin yo diría que, según como le mires, tiene pelo o no. Tiene un flequillo enigmático, se camufla con un espía, no se sabe si está o no está. No sé si es calvo en realidad.
La quintaesencia de su faceta poliédrica, ni siquiera se sabe si es calvo o no.
No se sabe si la calvicie avanza o no…
¿Por qué te hartaste del periodismo?
Cuando Koroliov lanza el Sputnik fue un triunfo increíble. Los americanos ahí se quedaron, escuchando «bip, bip» durante varias horas. Pues cuando le llamaron para que fuera al Kremlin creyendo que le felicitarían, lo que hicieron fue encargarle que lanzase a la perrita Laika en dos meses; dos meses porque se cumplía el aniversario de la Revolución. No le dijeron que se tomase su tiempo, sino felicidades, muchas gracias, pero lanza un perro en dos meses. Luego se ha sabido que Laika murió por el estrés del despegue porque no tuvieron ninguna posibilidad de desarrollar nada, lanzaron básicamente lo mismo. Pues yo con el periodismo me sentía igual. Hiciera lo que hiciera, me sentía como que ya me estaban pidiendo otra cosa más. Algo que superase lo que ya habías publicado.
Es un poco ingrato el periodismo. Siempre daré las gracias a El Mundo por darme los recursos y la capacidad técnica para hacer reportajes increíbles en rincones remotos de la URSS, visitar gente que ya forma parte de mí, personajes con historias apasionantes, pero todo ha estado siempre acompañado con prisas, con dame más y más y más.
Los periódicos son insaciables. A veces uno tiene la sensación de que no se puede parar y eso se acentuó con el periodismo digital, la sensación era todavía más abrumadora. Al principio no pude ser más feliz. De hecho, nunca lo he sido más en mi vida. Descubrí un país, varios países por toda la URSS, gracias al periodismo. Antes de la llegada del digital me podía permitir el lujo de ir a Siberia a hablar con una señora de ciento dieciocho años que recordaba la muerte del zar. Entrevistar al embalsamador de Lenin. Rusia tiene un yacimiento periodístico inigualable, y es gente que ya se está muriendo, pero participó en la historia. Acercarme a todos ellos para mí daba sentido al reporterismo, pero publicar cada diez o quince minutos en una web, a mí eso ya no me interesa.
Igual parece que antes no trabajábamos, pero teníamos ocho horas para mandar la crónica, tampoco era mucho tiempo. Un deadline cada día también es agobiante. Pero ahora es tan inmediato que parece que vivíamos allí tranquilamente. Secuestraban el teatro en Moscú y tenías un día para ir, ver, hablar y escribir la crónica con tu impronta personal. Ahora no hay tiempo para hacer eso. La faceta artesanal que tenía el periodismo está perdida. Ahora es todo tan rápido, ¿de qué te alimentas para escribir, de otras webs? Dejé la profesión porque se había convertido en algo vertiginoso. No tenía calma, tiempo para aclarar las ideas. Al final estás escribiendo, esto no es pegar raquetazos. Requiere un tiempo. Te dan dos horas y ya es mucho.
¿En el periódico trataron de influir en los textos que enviabas para dar determinada imagen o información sobre Rusia?
A la prensa occidental le vienen marcadas las pautas: Rusia es mala de entrada. Entonces es imposible no solo ya dar voz al discurso de Lavrov en la ONU, directamente se obvia. En Ucrania ha triunfado la democracia y punto, los rusos han invadido Crimea. No hay más.
A mí no es que trataran de influirme, es que todas las agencias occidentales ya estaban escribiendo la información de una determinada manera y eso se refleja en el periódico. Esas son las que más marcan la pauta porque son las que salen primero. No venía nadie a sugerirme cambios, es que la versión occidental te la estaba dando Reuters, lo había dicho el Guardian… Tú intentas dar las dos versiones en lo que envías, pero llega un momento en el que el peso de toda la información occidental tiende a vencer. Ahora con internet han cambiado las cosas, pero los rusos no pueden con el tren informativo que lleva décadas marchando de frente contra ellos.
Rusia nunca ha plantado cara en el frente informativo. Solo ha hecho frente a Estados Unidos militarmente, en el espacio, en el deporte, pero nunca con la información. La URSS desinformaba a sus ciudadanos y con eso tenía suficiente. Y ahora ven lo importante que es, porque al final los misiles ahí están sin lanzarse; ahora están despertando, pero es muy difícil contravenir una línea tan marcada. La gente debería saber que cuando compra determinada prensa hay, por ejemplo, capital americano detrás. Cuando lees un editorial de El País deberíamos saber lo que estamos leyendo.
Háblame de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial que has entrevistado.
Para mí fue un honor entrevistarlos. Tienes que estar horas hablando con ellos. Solo cuando te has ganado su confianza entran en los detalles humanos de la guerra. Fueron personas que perdieron a gran parte de su familia, que veían morir a sus compañeros en las batallas más terribles de la historia, Stalingrado, Kursk, el cerco de Leningrado… pero no se dan ínfulas. No transmiten la sensación del héroe, que presume de dónde ha estado, como suelen hacer algunos reporteros, ¿no? Eso de estuve en el frente, la metralla… [risas]. Estos no.
Recuerdo que entrevisté a uno del batallón que puso la bandera roja en el Reichstag y te lo contaba con toda tranquilidad. Me relató que encontraron una resistencia de chicos muy jóvenes, que se cayó la lámpara de araña del Reichstag, se desorientaron y empezaron a dispararse entre ellos. Me enseñó un puñal que había cogido de una pila de cadáveres… Te están contando esas batallas y ves que ellos todavía viven allí. Lloran. Estás paseando por el Volga, tú estás viendo el río en calma y ellos ven el bombardeo inmisericorde de Richthofen, que fue el que bombardeó Guernica. Como periodista, esos momentos son impagables. Estar cinco horas con un señor que estuvo en Stalingrado… Nosotros ahora estamos en crisis, pero lo suyo fue el Apocalipsis. Son gente de otra pasta. Ganaron, pero lloran cuando lo recuerdan. Fue una victoria triste, aunque les mantiene vivos.
Un veterano de Stalingrado, el que más medallas tenía, me acuerdo que me dijo que en el cerco a Von Paulus vio soldados alemanes congelados con las manos extendidas hacia el fuego. El era el encargado de hacer prisioneros de guerra y me confesó que cuando se resistían, les clavaba un punzón en el culo [risas]. Y me contó una anécdota que me emocionó. En los años noventa unos soldados alemanes visitaron Volgogrado, antes Stalingrado, y uno de ellos le vio y le dijo «Yo a usted lo conozco, usted me hizo preso». Lo reconoció. El caso es que se hicieron amigos y el alemán venía todos los años a verle hasta que murió.
Para el Magazine de El Mundo hiciste un reportaje sobre el embalsamador de Lenin.
Ahí fue cuando pensé: si esto es el periodismo, no lo quiero dejar nunca. Pasar horas hablando con la persona que se pasó toda la guerra fría manoseando el cadáver de Lenin, que era el hijo del primer embalsamador de Lenin. Con su padre tuvo que evacuar la momia a Siberia cuando los nazis invaden la URSS. Es curioso que entonces se tomaran dos decisiones paralelas. Se llevaron las obras del Hermitage y tal, pero también decidieron llevarse a Siberia la momia de Lenin y los objetos de la habitación donde murió Tolstói, en la casa del jefe de estación del pueblo de Astápovo. Allí se mantienen hasta hoy todos los objetos como estaban, la cama, el quinqué, las medicinas, lo conservaban todo como si fuese un santo. Y con la invasión nazi, también se llevaron eso a Siberia. Protegieron al escritor y al ideólogo del régimen; o sea que el escritor estaba al mismo nivel que la máxima figura del comunismo.
Sobre la momia, el embalsamador me contó que cuando la evacuaron, al llegar se dieron cuenta de que les faltaba un líquido y le empezaron a salir manchas. Imagínate la tensión, si se estropeaba la momia se los cargaban. Le pregunté si creía en Dios y me dijo que igual sí, en alguna fuerza superior, pero sentenció: «No hay nada eterno, Lenin tampoco». Salí con escalofríos de aquel laboratorio. El tío en todo caso era muy apacible, no se daba importancia. Entendía que estar ahí con el cadáver de Lenin durante tantos años era, sencillamente, su trabajo.
Has escrito mucho también del arte moderno que surgió en Rusia tras el comunismo, un arte subversivo, versiones porno de cuadros costumbristas…
Fue muy típico de los años noventa, el arte fue una bomba que estalló contra todos los iconos, los religiosos y los soviéticos, no se salvó nadie. El único personaje que sobrevoló por encima de esa pira fue Gagarin, que se ha quedado por encima del bien y del mal, un pobre hijo de campesinos que lo metieron ahí y sobrevivió igual que podía haber muerto. La gente todavía siente fascinación por él. Pero el artista de los noventa cargaba contra todo lo demás visceralmente.
Entrevisté a Oleg Kulik, muy radical, que hacía el hombre-perro. Para expresar la violencia que había en los años noventa, y la que ejercía Occidente contra Rusia al no ayudarles, iba por ahí desnudo imitando a un perro y mordía a la gente. Se iba a Austria y se cagaba delante del museo… Con esas performances radicales quería devolver la violencia a la que había sido sometida toda la población con la invasión capitalista. Luego lo arrestaban… Es un hombre muy interesante, sigue en activo aunque ya no es tan radical. Hizo una escultura de Tolstói con unas gallinas encima que se cagaban encima de él. Con eso quería cargar contra uno de los iconos eternos de Rusia. Me dijo que quería expresar que la vida estaba por encima del arte. Y lo gracioso es que llevó la obra a una galería italiana y con los excrementos de las gallinas salieron unas bacterias que terminaron afectando al resto de obras del museo y tuvieron que cerrarlo. Logró su objetivo de forma literal [risas].
El de los noventa fue un arte más que polémico. Recuerdo un Cristo crucificado con la cabeza de Lenin. Unos fotógrafos que se presentan bajo las siglas AES+F se metieron en morgues a fotografiar cadáveres de vagabundos y luego les ponían con Photoshop trajes de Dolce & Gabbana o de Armani. También tenían una serie de un striptease de Lady Di mostrando las heridas del accidente, que fue prohibida en Inglaterra. Fue un radicalismo de mal gusto que reaccionaba contra la dureza de aquellos años. Porque la violencia no son solo bombas, también lo es que se volatilicen los ahorros de toda tu vida con pretextos de transiciones o terapias de choque. Nunca se me olvidará que en una manifestación de nostálgicos del comunismo una viejecita me enseñaba un papelito con unos números que eran el dinero que había ahorrado durante toda su vida y que se había volatilizado por la inflación de la transición al capitalismo salvaje que hicieron. Ella no pedía más, solo su dinero.
Háblame del retratista Glazunov.
En Rusia hay una especie de pintores que son como de corte, entre comillas. Hay uno, por ejemplo, que se llama Safrónov que pinta a los oligarcas. Y Glazunov tiene una galería muy importante enfrente de la catedral de Cristo Salvador. Los cuadros de la embajada rusa en España son suyos. Le hizo uno al rey, incluso. Fue el primer rompedor, dejó atrás el realismo socialista. Hizo un cuadro muy polémico donde criticaba el gulag, a Stalin, luego metía a Kennedy con el punto de mira en la frente, una especie de ensaladilla de iconos occidentales. Estuvieron a punto de expulsarle, pero alguien elevó la voz y dijo que con un Solzhenitsyn ya estaba bien. Pero con la caída del comunismo también ha sido muy crítico con el capitalismo. De hecho, hay un cuadro suyo en el que aparece Javier Solana, cuando era secretario general de la OTAN, ordenando el bombardeo de Yugoslavia.
Siguiente parada: el pene de Rasputín.
[Risas] Esto es como un cuadro de Glazunov, vamos pasando de icono en icono [risas]. El pene de Rasputín, cuando lo publiqué, un jefe me dijo «Este reportaje es la polla». Oye, una metáfora sublime. Aunque no se sabe si lo que hay en el tarro es su pene o no. Un sexólogo en San Petersburgo se encargó de buscarlo y se lo compró a un anticuario francés en el año 2000. Hay mucha documentación y diferentes teorías. No se sabe si pudo amputárselo su tesorera y amante. En las fotos que hay cuando sacan su cadáver del río no aparece de cintura para abajo y por eso no se sabe si se lo amputó el forense o sus asesinos. También dicen que hay una secta que amputaba a santones. Fama tenía de que era un portento, eso sí, aunque hay ahora una biografía que echa por tierra esta teoría. En ella se dice que iba a los prostíbulos, pero no mantenía relaciones, por lo visto. Se limitaba a tocar… ¡Mano de santo debía ser aquello! [Risas] Hay teorías para todos los gustos y no hay restos de Rasputín para hacer una prueba de ADN porque lo enterraron pero la gente lo desenterró.
El pene es una manga pastelera de color verde que está flotando en una vasija de formol que se encuentra en medio de la consulta de ese sexólogo. Estaba muy deteriorado cuando se lo compraron al coleccionista francés y tuvieron que recurrir para ponerlo en condiciones a uno de los embalsamadores de Ho Chi Min, que era alcohólico y andaba por ahí por San Petersburgo. Este señor lo dejó en estado de semierección, me dijeron, y aun así mide veinticinco centímetros.
Por lo visto tenía una verruga en la base del pene, estratégicamente colocada, con la que daba una estimulación adicional a las mujeres. En lo que tienen ahí en el bote, no está la verruga, pero sí la marca de que pudo haberla. Me lo contó este señor, que te habla del pene de Rasputín con una pasión… podríamos decir que empalmado [risas].
Me he encontrado con muchos personajes de este tipo. Rusos que se apasionan por algo y van hasta el final. Este se obsesionó con el pene de Rasputín, lo buscó, lo compró y ha escrito un libro enorme sobre todas las líneas de investigación acerca de cómo pudieron amputárselo. Esto lo he visto también en otros campos. Conozco a un tío que va todos los veranos a Siberia a coger huesos de mamut. Va a unos ríos infames, que si se mata no van ni a encontrar el cadáver, pero está obsesionado. Con el cambio climático los están sacando de las riberas de los ríos, no solo de mamut, también de otros mamíferos, megaterios… Ha montado un museo y sigue yendo a por más. A mí ese apasionamiento me resulta contagioso y creo que es lo más atractivo del pueblo ruso.
También están los inventores.
García Márquez fue en el año 57 a la Unión Soviética y captó perfectamente esta locura un poco utópica de los rusos. Me acuerdo de que cuenta una anécdota que me apasiona: «En Moscú puedes encontrarte con un joven despelucado que sostiene que acaba de inventar la nevera. Y la acaba de inventar, lo que no sabe es que los americanos ya lo han hecho unos años antes». Esto es verdad. Todo ruso tiene un inventor dentro. Y se contagia. Conocí a uno que dice que el cometa que cayó en Tunguska en 1908 no impactó contra la tierra, porque de hecho no hay cráter, y fue destruido justo antes por una nave espacial que nos salvó; dice que sabe dónde están los restos de la nave, de un metal que no existe en la tierra y, joder, estuve a punto de irme con él a una expedición a buscarla.
Luego recuerdo a un editor peterburgués llamado Alexander Prokopóvich, que había creado un programa llamado PC Wrirer 1.0 capaz de escribir novelas combinando palabras y parasitando estilos de escritores basándose en patrones de acción-reacción entre personajes, tanto verbales como de conducta. Cuando lo entrevisté en 2007 acaba de publicar Amor verdadero.wrt, una novela que su programa había creado «en tres días», según me dijo, si bien reconocía que el texto en bruto luego necesitaba un serio pulido.
Y qué me dices de la secta que encontraste que veneraba a Francisco Franco como a un santo.
Pues iba un día en el metro de Moscú y me dieron un folleto que tenía una oración a Franco. Una oración digo, no unas líneas sobre él, no: una oración. «San Francisco Franco reza por nosotros». Se encomendaban a él. Era el año 2001, Putin todavía no había demostrado que iba a devolver la estabilidad a Rusia y su posición en el tablero geopolítico, y estos decían que Rusia necesitaba un caudillo como Franco. Les llamé por teléfono para conocerles. No solo adoraban al Caudillo, también tenían una visión muy romántica de la España del Cid, de Santa Teresa de Jesús. Se reunían, para más inri, en el teatro Mayakovski, el poeta de la Revolución, y ahí recitaban los poemas a Franco y levantaban el brazo.
Yo no entendía cómo podía ser eso. Si Franco detestó siempre a los rusos por su comunismo, si los demonizó. En situaciones como esta pierdes el contacto con la realidad. Había gente que venía desde diferentes regiones de Rusia para adorar a Franco y rezarle. Todos entusiasmados. Entrevisté al jefe de la secta en un despacho que tenía en la calle Arbat. Tenía un cuadro de la efigie de Franco. Pero no los he vuelto a tratar.
Otra entrevista, Lugovoy, el que le echó el polonio a Litvinenko.
Lo que más recuerdo de esa es cuando, en medio de la entrevista, me ofrecieron un té y dije que no [risas]. Sentí de nuevo que pasaba a otra dimensión de la realidad, más literaria. Estar sentado con un señor acusado de haberle echado a otro en un bar de Londres, en una tetera, una cantidad de polonio para matar a cien hombres. Y que dejó además rastros por todas partes, hasta por el campo del Arsenal. Es como entrevistar a Moriarty. Él dice que no fue, pero como exagente del FSB decía que le parecía bien que el traidor muera. Está en el partido de Zhirinovski y supongo que mucha gente le admira porque, se demuestre o no algún día, considera que hizo bien su trabajo.
¿Y Oleg Nechiporenko?
Era muy entrañable, lo cual, aplicado al hombre del KGB que organizó los servicios secretos de Cuba, resulta curioso. Pero habla un español perfecto y tiene aspecto de abuelito entrañable. En las entrevistas no te cuentan nada, saben bien qué decir y qué no. Me quedaré con una frase que me dijo: «El primer espía fue la serpiente del Paraíso». Fue de los últimos que habló con Oswald en México, por cierto, y escribió un libro titulado Tres balas para el presidente que desvincula el magnicidio de los servicios secretos soviéticos. Y lo mejor es que me contó que en el momento más crudo de la guerra fría jugaban al voleibol con los espías americanos en México. Porque se conocían, sabían quiénes eran, y tenían cierta camaradería. Hacían picnics juntos. Incluso lo recordaba con nostalgia.
Krikialov, el cosmonauta que subió al espacio y cuando bajó no había URSS.
Qué personajes. Se podría escribir un cuento de cada uno. Krikialov, que es cosmonauta en activo, le entrevisté un par de veces. Recuerdo que se parecía un poco a Clint Eastwood. No se daba nada de importancia. A mí entrevistar a un cosmonauta me parece increíble, me parecen casi como seres mitológicos, de otra dimensión. Pero a ellos les da igual, te lo cuentan con toda pachorra. Son muy terrenales, nunca mejor dicho. Y sin ningún afán peliculero me contó que fue el último cosmonauta soviético, subió con la bandera roja en el mono, estuvo en la estación Mir durante unos meses, el tiempo suficiente para que cayera la URSS, y cuando bajó ya no existía. Dijo una frase lapidaria sobre su experiencia: «Desde arriba no se ven las fronteras». El terremoto geopolítico que se estaba produciendo, desde arriba no se sentía.
Me ha encantado siempre entrevistar a cosmonautas. Tereshkova, que fue la primera mujer cosmonauta, Leónov, el primero que salió de la cápsula y se dio un paseo espacial. Este me habló del silencio apabullante que sintió. Y lo más gracioso entre comillas es que tuvo un problema con el traje, con una válvula. Se le hinchó el traje y no podía volver a entrar por la escotilla, no cabía. Tuvo un momento de tensión absoluta y no lo dijo. Se calló porque tenía miedo de informar porque consideraba que lo podían liquidar. Lo resolvió él, son muy apañados los rusos hay que decir y con dos trapos te arreglan un motor, y él redujo la presión y pudo volver a entrar. Pero no lo dijo para no ser represaliado. Hizo una gesta histórica, pero vivía en unas condiciones terrenales insufribles. Esa doble cara del comunismo…
Dices que la ciudad de Moscú está dispuesta con la forma del escudo del Real Madrid.
Es una teoría irrefutable. Cuando presenté mi libro A Moscú sin Kalashnikov (Libros del KO) en Barcelona lo conté y cuando lo estaba explicando se levantó un viejecito y dijo «¡Esto son collonats!» y se fue [risas]. También cometí otra imprudencia. Hablando de Gagarin, dije que todos los cosmonautas medían muy poco para entrar en las cápsulas, menos de 1,60, es decir, «más o menos como Messi» y se hizo un silencio sepulcral en la sala que se podía cortar. Esa tontería la había dicho en otros sitios y funcionaba. Me di cuenta de que hay cosas con las que no se puede bromear [risas].
Con el mapa de Moscú tuve una visión nabokoviana, ya sabes que Nabokov estaba muy interesado en el mimetismo con lo de las mariposas. De hecho, cuenta en su autobiografía que unos pensamientos que vio en un jardín de Berlín durante su primer exilio con unas motas negras en los pétalos le parecieron pequeños Hitlers. Pues un día tuve una visión como él. En el pasillo de mi casa de Moscú tengo un mapa de la ciudad, que son tres anillos, tres circunvalaciones; vi el mapa y miré a la vez la bandera del Real Madrid que tengo encima de la cama, yo que soy juez de línea tengo la capacidad de ver varias cosas al mismo tiempo como los camaleones, y tuve una visión brutal. Me di cuenta de que llevaba catorce años viviendo en el escudo del Real Madrid.
El escudo del Madrid son tres circunferencias circunscritas, una circunferencia y las letras eme y ce redondeadas, como Moscú con sus tres anillos. Y no solo eso, el escudo del Madrid está cruzado por una banda azul. Como Moscú, cruzada de este a noroeste a suroeste por el río Moscova. Y las siglas encajan: Moscú, Capital de la Federación. Sentí un escalofrío en cuanto lo pensé. Es que mis dos pasiones están muy claras, son el Real Madrid y Rusia. Y las dos son estéticas.
Yo he estado buscando bares en Kazajistán para ver un Madrid-Getafe y no lo he encontrado… y me ha jodido. Recuerdo que estuve buscando en vano un bar en el Cáucaso para ver el estreno de Robinho. Lo he pasado mal. En el año 2005 iba a los hoteles y decía: «Tengo dos problemas, quiero internet para mandar la crónica y televisión para ver el Real Madrid». Y me decían que a lo mejor lo primero, pero que lo otro… He sufrido mucho. Pero es mi pasión, desde pequeñito lo he sentido, verlos de blanco, ese contraste con el césped… Además, la obsesión por la victoria del Real Madrid también es muy rusa. Hubo un discurso de Putin en las elecciones de 2012, en el estadio Luzhniki, donde acababa de jugar el Real Madrid contra el CSKA, empate a uno, gol de Ronaldo. Y cuando Putin dijo «Llevamos la victoria en nuestros genes», pensé que si se las pones a Florentino funciona. ¡Si es que no la ha dicho ya!
Para terminar, háblame de Puzo.
La vida que llevan los corresponsales es muy solitaria. Y en Moscú, una urbe tan extensa y gélida, aún más. Aunque como periodista conozcas a mucha gente al final estás muy solo. En un momento dado tuve un arrebato. Iba por calle, vi a una abuela que vendía dos gatitos del tamaño de una naranja cada uno. Uno era negro, el otro era blanco y, por supuesto, cogí el blanco. Me lo compré como quien se compra un helado de nata. No lo estaba buscando y de repente me vi con él. El primer día le di leche, era tan pequeño que no podía digerirla por la grasa, y creí que se moría, de repente se caía, no se tenía en pie. Y la única manera de saber si estaba vivo era tenerlo sobre mi pecho y acariciarle para que ronroneara. Pues esa noche no pude dormir y me leí de un tirón Tarás Bulba de Gogol. Afortunadamente, al día siguiente se despertó con fuerzas recuperadas y vivió once años a mi lado. Siempre a mi lado.
El pobrecillo sufrió mucho el desgaste de vivir con un periodista, me ausentaba constantemente. Y Puzo siempre estuvo ahí, como una esfinge muy seria. Era un gato filósofo, le gustaba ver la nieve caer por la ventana. Se me ponía al lado del ordenador, era como un segundo flexo. Murió muy repentinamente y fue muy triste. El gato estaba mal, tenía un problema de riñón. Yo estaba pasando las Navidades en Madrid, me llamó mi novia y me dijo que no había salida, que el veterinario decía que había que sacrificarlo o iba a sufrir. Recuerdo que me metí en un locutorio en Alcorcón y tuve una sensación como la que debió de sentir Koroliov cuando envió al espacio a Laika sabiendo que iba a morir. Dentro de una cabina, hablando con el veterinario, diciéndole que adelante… Hay gente que igual no puede entenderlo, pero lloré. Es que… fíjate… me estoy emocionando ahora.
Fotografía: Begoña Rivas